Por qué existe el Derecho?
juans123Práctica o problema1 de Octubre de 2012
9.179 Palabras (37 Páginas)908 Visitas
2. ¿Por qué existe el Derecho?
Si se acepta la necesidad de un cambio de paradigma, parece razonable sostener que toda forma operativa destinada a evaluar el problema del fenómeno jurídico bajo la perspectiva que podríamos denominar "naturalista" debería empezar por una pregunta: ¿cómo es posible el Derecho? O, dicho de otra forma, ¿cúal es la función del Derecho en el contexto de la existencia humana?
La explicación neodarwinista convencional sostiene que disponer de normas de conducta supone una ventaja adaptativa, con lo que la pregunta original sobre por qué creamos el Derecho, se transforma en la de qué ha constituído (o constituye) la ventaja selectiva o adaptativa del Derecho. De no poder responder a esta cuestión, la presencia del Derecho en el universo del existir humano seguirá siendo un enigma abierto a las más disparatadas suposiciones.
Bien es verdad que un enfoque así podría ser calificado de adaptacionista extremo. Tal vez las normas del Derecho sean, en su origen, un subproducto de otras funciones adaptativas desconocidas sobre las que se apoyaron. Pero lo cierto es que, si las propuestas jurídicas necesitan de determinados mecanismos cerebrales para ser procesadas, es preciso explicar cuál es la razón de existencia de dichos mecanismos.
El comportamiento moral y social está guiado, en términos profundos, por nuestra arquitectura cognitiva integrada funcionalmente en módulos o dominios específicos, siempre que entendamos éstos como redes neuronales que enlazan zonas diversas del cerebro. En gran medida dicha arquitectura es innata, pero necesita de los estímulos ambientales —procedentes en primer término del entorno social y lingüístico— para completarse durante la maduración ontogenética del invididuo. De tal modo, sólo unos modelos interaccionistas entre sustrato innato y medio ambiente pueden describir de manera adecuada el fenómeno de la obtención de las estructuras neurológicas cuyo comportamiento funcional se traduce en hechos como los juicios morales, los valores asumidos por el individuo y la toma de decisiones, con las jurídicas en primer término por lo que hace al enfoque de este trabajo.
Nuestra evolución como especie tuvo lugar, por lo que sabemos, mediante mecanismos darwinianos y de acuerdo con limitaciones darwinianas. Como consecuencia, la naturaleza del ser humano no sólo circunscribe las condiciones de posibilidad de nuestras sociedades sino que, en particular, guía y pone límites al conjunto institucional y normativo que regulará las relaciones sociales. Las normas y los valores asumidos por los seres humanos aparecen dentro de un proceso de adaptación (darwiniana) , de gran complejidad, al mundo cotidiano. A menos, pues, que aceptemos algunas propuestas teológicas acerca del origen sobrenatural de la axiología, cualquier teoría social normativa (o jurídica) que pretenda ser digna de crédito en la actualidad debe sustentarse en un modelo darwiniano acerca de la naturaleza humana (Rose, 2000).
3. Bases neuronales del comportamiento social y moral
Si damos por buena la afirmación anterior, llegamos a una cadena causal que justifica parte del proceso de la aparición del Derecho. Tiene que ver con la circunstancia de la evolución filogenética, fijada ya en nuestros antecesores del género Homo, de unos cerebros lo bastante grandes y complejos como para sustentar la arquitectura cognitiva que nos permite realizar juicios evaluativos respecto del comportamiento. Pero la obtención indudable durante la filogénesis humana de unos cerebros más grandes y complejos plantea un enigma. Dado que el tejido neuronal es el más "costoso" en términos de necesidades biológicas y energéticas (Aiello & Wheeler, 1995), no se puede pensar que se consiguiera de forma accidental. Deben existir beneficios importantes derivados de la disposición de mayores cerebros. Pero ¿cuáles son esos beneficios? ¿En qué consisten?
La respuesta puede intentar buscarse mediante la comparación de las conductas filogenéticamente fijadas. Otras especies de cierta complejidad social resuelven sus necesidades adaptativas por otras vías. Durante la evolución de los seres vivos en nuestro planeta han aparecido al menos cuatro veces los comportamientos altruistas extremos en las llamadas "especies eusociales": los himenópteros (hormigas, avispas, abejas, termitas), las gambas parasitarias de las anémonas de los mares coralinos (Synalpheus regalis, Duffy, 1996), las ratas-topo desnudas (Heterocephalus glaber, O'Riain, Jarvis, & Faulkes, 1996) y los primates (con los humanos como mejor ejemplo). Pues bien, ni los insectos sociales, ni las ratas topo ni las gambas parasitarias disponen de un lenguaje como el nuestro. Sus medios de comunicación pueden ser muy complejos. Las abejas, por ejemplo, efectúan un ejercicio de danza específico para transmitir informaciones sobre la localización y calidad de los alimentos. Incluso los animales de la especie más cercana a la humana, los chimpancés, disponen de una variada gama de gestos, gritos y otras conductas para manifestar o disimular el miedo y la agresividad, a la vez que manifiestan un cierto sentido de justicia, muestran deseos de congraciarse y mantienen relaciones sexuales complejas (de Waal, 1996). Pero jamás hacen uso de un lenguaje de doble articulación con estructura sintáctica.
El lenguaje, pues, puede ser considerado como la clave para rastrear beneficios adaptativos capaces de suponer una presión adaptativa hacia los grandes cerebros de los seres humanos.
La capacidad linguística propia de nuestra especie, que es la herramienta más importante para la transmisión de la cultura, nos aporta ciertas ventajas claras en la estrategia de supervivencia social que los sistemas de comunicación más simples no podrían sustentar. Sin embargo, seguimos sin saber por qué la ventaja adaptativa del lenguaje humano es tan grande como para llegar al punto de permitirnos conocer "quién hizo qué a quién". Podemos predecir en términos de conducta bien definidos las consecuencias de las acciones de nuestros congéneres pero, a la vez, no somos capaces de dar una definición precisa de justicia o de delimitar en qué aspecto la teoría del Derecho natural es preferible a la de un positivismo más sosegado.
Para intentar entender y superar la oscuridad tradicional de las discusiones teóricas en el análisis del Derecho quiza la perspectiva mejor sea la funcional, es decir, aquella que no parte de una supuesta (y a veces reducionista y/o eclética) perspectiva axiológica, sociológica o estructural, sino que intenta dilucidar sólo para qué sirve el Derecho en el ámbito de la existencia humana. El punto de partida funcional no obliga a recurrir al expediente retórico (relativista o tradicional) de condicionar el conocimiento jurídico a los límites oscuros de la revelación de unas teorías que trascienden la comprensión y la propia experiencia humana. No es necesario plantear la existencia de verdades jurídicas independientes que nuestra inteligencia no es capaz de procesar y entender, ni hay que dar por inabordables las razones que justifican la existencia del Derecho como uno de los aspectos esenciales de la vida en grupo.
Una vez situado el planteamento sobre el Derecho en una dimensión evolucionista y funcional, parece razonable partir de la hipotesis (empíricamente fértil) de que el Derecho aparece y se justifica por la necesidad de competir con éxito en una vida social compleja. Al enfrentarse nuestros ancestros homínidos con los problemas adaptativos asociados a la vida grupal compleja, aparecieron las presiones selectivas en favor de órganos de procesamiento cognitivo capaces de manejar el universo de normas y valores. Se trata, insistimos, de una hipótesis. Pero es al menos la misma que justifica el tipo de comportamiento social y las capacidades cognitivas de otros primates (Humphrey, 1976). Aparecería así la optimización funcional y adaptativa del mecanismo de interacción de unas ciertas formas elementales de sociabilidad que parecen estar arraigadas en la estructura de nuestra arquitectura mental.
¿Cuáles serían dichas formas?
Al intentar dar respuesta a muchos de los interrogantes sobre la manera como la organización de la mente humana afecta a las relaciones sociales y condiciona nuestras intuiciones morales, Alan P. Fiske (1993) planteó que existen cuatro formas elementales de sociabilidad, cuatro modelos elementales a través de los cuales los humanos construimos unos procesos en cierto modo consencuados de interacción social y de estructura social. Los cuatro modelos elementales propuestos por Fiske son los de: 1) comunidad (comunal sharing) ; 2) autoridad (authority ranking); 3) proporcionalidad (market pricing); e 4) igualdad (equality matching). Esas cuatro estructuras se encuentran de forma muy extendida en todas las culturas humanas examinadas por Fiske y forman parte de los ambitos más importantes de la vida social. Como única explicación posible de ese hecho, el autor sugiere que estan arraigadas en las estructuras de la mente humana.
Una vez que parece impensable el tratar la relación jurídica (o sea, las relaciones personales de los individuos humanos que el discurso jurídico identifica como tales) sin tomar como referencia la interacción social, un simple examen de las características de los cuatro tipos de vínculos sociales relacionales propuestos por Fiske permite descubrir vías firmes de articulación de esas formas de vida social: modos adecuados de combinarlas, de potenciar y cultivar sus mejores lados, y de mitigar o yugular sus lados destructivos
...