Quien Es Responsable
pepemore830 de Enero de 2015
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¿Quién es responsable cuando las cosas fallan: el ingeniero o la empresa?
La parte primera de este artículo –publicada en el anterior número de Anales– trataba de centrar la respuesta a la cuestión que se plantea en el título en un sentido ponderado y ecuánime: tanto la organización como el ingeniero comparten responsabilidades éticas; si bien, de manera diversa y desigual. Tras un primer abordaje de tipo fundamental, llevado a efecto en el número anterior, en esta segunda entrega se arranca de la peculiaridad de la ingeniería como profesión, se entra a considerar la no explicitada pero siempre presente dicotomía entre la “ética de las convicciones” y la “ética de la responsabilidad”. Y finalmente, se subraya la importancia del nivel institucional-organizativo como ámbito de despliegue ético en el que el ingeniero pueda llevar a efecto sus tareas, junto a otros colegas y a otros profesionales. La lucidez y la capacidad crítica serían, en este contexto, requisitos previos para un ejercicio profesional éticamente responsable y técnicamente excelente.
La responsabilidad moral del ingeniero en el marco organizativo
En la empresa el ingeniero ocupa una determinada posición que lleva consigo un conjunto de reglas o prácticas (la descripción del puesto de trabajo) que vienen a ser una especie de contrato implícito entre el profesional y la organización. De dicho “contrato implícito” se derivan una serie de obligaciones y de responsabilidades: muchas de ellas son reglas explícitas; otras son costumbres, usos, expectativas implícitas (un cierto estilo a la hora de hacer las cosas)… Y junto a ello hay unos estándares mínimos de excelencia, acordes al estado del arte en cada momento, a partir de los cuales es posible articular un conjunto de normas éticas y un modelo ideal de lo que pudiera tipificarse bajo el concepto de “buen ingeniero” como aquel que cumple satisfactoriamente las obligaciones implícitas y explícitas inherentes a su rol profesional. Entre las llamadas “funciones directas” del ingeniero la mayoría de los Códigos de Ética para Ingenieros suelen señalar las siguientes: diseño, realización y mantenimiento de equipos, productos, procesos y sistemas o servicios técnicos. Entre las “funciones de apoyo” se insiste en mencionar las del consejo, la vigilancia y el control que deriva de la peculiar cualificación profesional del ingeniero y que suelen sustanciarse en la emisión de informes técnicos de muy diversa índole. Como se ve, a partir de este tipo de esfuerzos de autocomprensión pueden ir quedando más o menos claras cuáles son algunas de las competencias habitualmente asignadas de manera más o menos exclusiva a los ingenieros (y cuáles no); cuáles podrían ser los “puntos críticos” con los que éstos se suelen topar en el desarrollo de su actividad profesional; cuáles son los valores éticos que con más frecuencia se pueden ver conculcados en el desempeño de sus funciones; en definitiva: qué responsabilidad moral cabe atribuirles, en términos generales, habida cuenta de que además de “profesionales de la ingeniería” suelen ser “empleados de alguna empresa” y, por consiguiente, desempeñan sus servicios, no al modo de los “profesionales liberales” de hace décadas, sino en el ámbito de una organización.
De este marco de referencia, que tiene su propia dinámica y sus particulares objetivos (fundamentalmente económicos); así como del hecho de que el ingeniero (en la gran mayoría de los casos) sea ingeniero y actúe como tal precisamente en el seno de una organización, se derivan no sólo una serie de conflictos potenciales, sino también un conjunto de responsabilidades morales tales como la confidencialidad y la lealtad institucional. Porque, efectivamente, tal vez uno de los rasgos más dados por sobreentendido en todos los Códigos y documentos de este tipo a los que he podido tener acceso, sea el hecho de ver la labor del ingeniero realizada, habitualmente, en el marco organizativo, en el seno de una estructura empresarial. Así pues, los ingenieros, al estar inmersos en las organizaciones (a excepción, claro es, de los que trabajan como funcionarios o de quienes funcionan como “empresarios individuales”), no se diferencian gran cosa de otros colectivos. Por ello, aunque la responsabilidad moral de los ingenieros en las decisiones que les competen se mantiene en toda su vigencia (máxime teniendo en cuenta que un error cometido por un ingeniero suele revestir una gravedad mayor que otras malas prácticas llevadas a cabo en otros dominios profesionales), sí que se ve modificada de alguna forma. Veamos un poco más despacio esto que acabo de señalar.
¿Debe el ingeniero decidir qué riesgos son asumibles?
Hay un punto de partida habitualmente reconocido por los ingenieros respecto al impacto que su actuación puede llegar a tener en el entorno. Y junto a este reconocimiento se subraya a renglón seguido la idea de que la ingeniería puede llevar consigo aparejados importantes riesgos para el bienestar colectivo o para la salud y la seguridad de la gente. A partir de aquí no resulta difícil afirmar que tal vez una de las obligaciones morales más básicas para un ingeniero estribe en ser capaz de captar la dimensión ética de sus actuaciones técnicas; partiendo de la “anticipación” de las consecuencias previsibles de sus acciones. Si fuere el caso de que en ellas se implicaran niveles altos de riesgo para la salud o la integridad de las personas o el entorno, no deberían aquéllas ser llevadas a cabo sin minimizarlas en la mayor medida posible, ni sin el previo “consentimiento informado” de quienes hubieren de verse afectados por las mismas. En este sentido, son los ingenieros quienes están en mejores condiciones a la hora de suministrar a la opinión pública y a los decisores últimos este tipo de información técnica acerca de los riesgos y los peligros que un proceso, un producto, un sistema o un experimento concreto puede llevar consigo.
Ahora bien, supuesto lo anterior y en línea con lo que llevamos expuesto, debemos hacer una serie de matizaciones que nos permitan ir dando ya por concluidas estas reflexiones. Ante todo, no debemos olvidar que en una empresa el papel del ingeniero (por importante que éste sea) es uno más entre otros muchos (igualmente importantes); y que, en consecuencia, el ingeniero no es ni el único ni tal vez el eslabón más importante en la cadena de la toma de decisiones… Pienso, por ello, que no son afortunados aquellos planteamientos que atribuyen al profesional de la ingeniería un papel cercano al de “supervisor” de las decisiones adoptadas por los directivos de la organización. Para ello están, por ejemplo, los auditores internos o externos; o bien otro tipo de profesionales encargados especialmente de atender al control y a la calidad. Ellos sí que estarían especialmente legitimados para llevar a efecto aquellas funciones. La dirección de la empresa, ciertamente, antes de decidir en firme una política o poner en funcionamiento una práctica determinada han de documentarse (y documentarse más, cuanto mayor calado estratégico tenga el plan en cuestión). Para ello han de atender a múltiples factores (tanto históricos, cuanto coyunturales) y han de recabar el parecer de muchos profesionales que trabajan dentro y fuera de la organización (analistas financieros, expertos en marketing, ingenieros, etcétera). Ahora bien, la decisión última está en las manos de los altos directivos; no en las de los distintos profesionales aludidos; ni, por supuesto, tampoco en las de los ingenieros… En suma: como a éstos –en cuanto ingenieros– no se les paga por hacer el trabajo de los directivos, tampoco tienen la responsabilidad moral de hacerlo.
Por consiguiente, un ingeniero cumpliría fundamentalmente con su cometido siempre que llevara a cabo un trabajo bien hecho, que suministrara a la dirección de la empresa los informes técnicos adecuados respecto a las implicaciones y los riesgos inherentes y previsibles a la toma de decisiones que se estudia. Ahora bien, asumir esos riesgos o no asumirlos es algo que, en principio, no es competencia del ingeniero. No se ve por qué éste, que, efectivamente, es un experto en identificar y cuantificar adecuadamente los riesgos y los costes, vaya a estar especialmente cualificado para decidir cuáles de entre aquéllos son riesgos asumibles y en qué grado, y cuáles no. Hay, pues, que distinguir entre el aspecto descriptivo (objetivo y cuantificable) del riesgo y el consiguiente aspecto normativo (el juicio acerca de su aceptabilidad). Para el primero los ingenieros son competentes en extremo; para el segundo, no necesariamente. Los ingenieros tienen, por supuesto, la responsabilidad moral de mantenerse firmes y en contra ante la burda (y, por fortuna, altamente improbable) sazón de que alguien les obligara a actuar mal, utilizando sus conocimiento técnicos para buscar abiertamente el daño de terceros. En este caso sigue siendo de aplicación, aquí al igual que en cualquier otra profesión, el principio de “no-maleficencia”, ya subrayado desde los tiempos de Hipócrates con el “primum non nocere” (“ante todo, no hacer daño gratuitamente”).
En un segundo nivel, los ingenieros tendrían, a su vez, la responsabilidad moral de intentar hacer positivamente el bien (“principio de beneficencia”) en la medida de sus posibilidades, optimizando los resultados finales y los medios empleados, contando con el “estado del arte” y las circunstancias concretas en las que se esté desarrollando su labor. Un concepto tan del agrado de la profesión, como es el de “optimización”, aporta a este requerimiento técnico todo su sentido ético
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