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Sangre Patricia

CarmencithaG19 de Junio de 2013

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MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ

SANGRE PATRICIA

UE1 al zarpar el transatlántico de la última Antilla Francesa, y rumbo a Francia,

cuando los pasajeros admiraron, en su esplendidez más viva, aquella presencia

milagrosa. Tan milagrosa que, sobre todos los de a bordo, y en rápidos instantes,

obró como un sortilegio.

Alguno la había columbrado, al embarcarse ella en La Guaira, en el saloncito del

vapor y entre un grupo de señoras y muchachas, a las que repartía abrazos, besos y adioses.

Alguno, en Fort-de-France, la había visto bajo los árboles, en la misma ribera, tal una diosa

del mar venida de las ondas, o como una visión de sediento en medio de la árida turba de

aquellas cargadoras de carbón, de aquellas mujeres de la Martinica, de carnes flacas y muy

negras, y trajes rotos y muy sucios, las cuales, por su uniforme delgadez, por sus modos y

su hablar, en vez de hembras humanas parecen más bien seres ambiguos, o seres aun más

extraños, desprovistos de sexo.

Pero los otros ni siquiera sospechaban su vecindad, y aun los mismos que antes la

vieron, a cierta [5] distancia o de paso, no se habían formado una idea muy justa de su

persona. Así fue que su aparición en la cubierta del buque, al zarpar de la última Antilla,

cayó en todas las almas como un rayo de belleza. Jamás, ante una belleza de mujer, se puso

de rodillas una admiración tan unánime. Y como fue de unánime, así fue en sus principios

de espontánea y pura. No la había precedido el pálido espejismo de amor con que suelen

muchos viajeros engañarse durante las travesías largas y enojosas.

Muchos hombres, en efecto, en el curso de esas largas travesías, ya por satisfacer un

hábito galante inveterado, ya por el simple deseo de admirar –necesidad, más que deseo, de

las almas bien nacidas–, ya, y es lo más frecuente, por un deseo menos puro, especie de

embozado grito de la sexualidad hipócrita, son llevados inconscientemente a elegir, entre

las viajeras, una viajera digna de amor y palmas.

Así, como la sociedad femenina de a bordo es por fuerza escasa, la escasez de

términos de comparación, en complicidad con la poesía de las aguas y del cielo, hace que

los hombres encuentren a una mujer de belleza vulgar, digna de homenaje y de coronas.

1 La presente edición digital de la novela Sangre patricia mantiene las pautas elaboradas por la editorial

Nueva Cádiz, Caracas-Barcelona, s.f.

F

Así, cualquiera belleza mediocre es elevada al rango de cosa divina. ¡Y cuánta anémica flor

de idilio no abre y sonríe, y da su fragancia y color sobre el agua azul, entre las jarcias, bajo

las blancas velas, hasta ir a languidecer y marchitarse de súbito en el puerto más próximo!

Pero no se trataba entonces de espejismos, sino de realidad cuasi perfecta, y bien

podían la admiración espontánea, la simpatía ingenua y hasta los [6] deseos tributarle el

homenaje más rendido, sin temor a sonrojos futuros.

Blanco de todas las miradas y tiros de la curiosidad se hizo aquel espacio de

cubierta, adonde ella subió a sentarse por primera vez entre una señora vencida del mareo y

un caballero joven, alto, moreno y pálido, a un paso del fumoir y más bien a estribor y hacia

popa. Y la curiosidad quedó muy pronto satisfecha. Muy pronto supo, de la amable

desconocida, nombre y circunstancias. Llamábase Belén Montenegro. Venía de Caracas, y

un hermano casado, aquel joven alto, pálido y moreno, y la mujer de este hermano suyo la

acompañaban a Europa. En Saint-Nazaire, puerto de arribo del vapor correo, la esperaba

Tulio Arcos, quien si a la verdad no podía llamarse aún su esposo, tampoco podía

nombrarse ya su prometido. Tulio Arcos y Belén Montenegro, en efecto, se habían casado

por poder algunos días antes.

Merced a esta circunstancia, la admiración por la belleza de Belén cambió de

carácter en casi todos los viajeros. Tiñóse en unos de melancolía. En otros, una recóndita

furia de celos la avivó con la vida vertiginosa de la llama. Los jóvenes, aquellos en quienes

el deseo andaba ya transformando la candidez de la admiración en viva flor de púrpura,

pensaban con envidia en Tulio Arcos y no se lo podían imaginar sino feo, antipático o

ridículo, en tanto que los más viejos pensaban en él con sabia ironía o con el fácil

desprendimiento con que un pobre ve sobre la frente filial desgajándose a besos la gloria o

la ventura. [7]

Tan sólo dos viajeros, aunque de modos muy distintos, parecían escapar a la tiránica

fascinación de la belleza. El uno, compatriota de Belén y de ella conocido viejo, era un

hombre de cabellos grises, de estatura mediana, de elegante presencia a pesar de su

estatura, delgado y muy fino en sus modales y persona. En sus gestos, en su hablar y en su

vestir había una verdadera ciencia de la mesura y del tacto. Pero todo él respiraba una

frialdad irreductible. Cuando posaba la vista en una viajera, su frialdad iba hasta la injuria:

así mirase a Belén como a la más ruin criolla antillana, los mismos hielos veían por sus

ojos. El otro, un colombiano de Bogotá, que se excedía en lo amble y lo cortés, desdeñaba

confundirse en un mismo sentimiento de admiración con sus compañeros de viaje. Decía no

explicarse aquel entusiasmo sino por la falta de otras mujeres bellas a bordo. Según

aseguraba él, a estar ahí presentes unas pocas muchachas de las tres a las cuatro docenas de

muy célebres que él conocía en Bogotá, la ensalzada belleza de Belén se habría quedado

tamañita y confusa; lo cual no le impedía seguir, cuando no lo observaban, los pasos y

movimientos de Belén con ojos dormidos, tiernos y adulones, consumirse en heroicos

esfuerzos por descarriar en un flirt, siquiera el más insulso, a la recién casada, y hasta

abrigar en su interior, escondidos y profundos, muy serios conatos de cometer un gran

pecado en verso.

En cambio, los más de los otros abiertamente adoraban. En su adoración, un mozo

del Perú que iba a París a estudiar medicina y vivía maldiciendo [8] de lo fastidioso y largo

de su viaje, olvidaba maldecir y más bien se lamentaba de no ser unas dos veces más largo

el trayecto de las Antillas a Europa. En su adoración, un comerciante ecuatoriano, señor

algo maduro y muy temeroso de la mar, hasta pasársela espiando el mudable cariz del

tiempo, descuidaba de consultar como antes, y para hastío de él y de los otros, el color de

las nubes, lo denso de las nieblas y la fuerza de las brisas. Y así como éstos, otros muchos,

tan suspensos y cautivos estaban de los encantos de Belén, que no hubieran comprendido a

quien de pronto les dijese de posibles tormentas y naufragios, ya porque la fascinación de la

hermosura bastara a distraerles el pensamiento de los peligros y asechanzas del océano, ya

porque en la viajera adivinasen a una deidad marina, contra la cual no podían prevalecer ni

tempestades ni ciclones. Ilusión, esta última, fácil de concebir ante aquella novia que

mostraba en su belleza algo del color, un poco de la sal y mucho del misterio de los mares.

Bien se podía ver en su abundante y ensortijada cabellera la obra de muchas nereidas

artistas que, tejiendo y trenzando un alga, reluciente como la seda y negra como la endrina,

encantaron el ocio de las bahías y las grutas; al milagro de su carne parecían haber asistido

el alma de la espuma y el alma de la perla abrazadas hasta fundirse en la sangre de los más

pálidos corales rosas; y sus ojos verdes eran como dos minúsculos remansos limpísimos,

cuajados de sueño, en una costa virgen toda llena de camelias blancas.[9]

Cuantos en ella presumían la naturaleza de una deidad, estuvieron a punto de creer

confirmada su presunción una mañana, la del cuarto día de viaje, en que Belén, contra su

hábito de las mañanas anteriores, no subió a cubierta, y ni en esa mañana ni en el resto del

día fue vista de nadie, cual si hubiese desaparecido como por primera vez apareció, de

manera misteriosa y brusca.

Otros, más llanos, más prácticos o de menos fuerza imaginativa, entre ellos algunas

damas jóvenes, en vez de buscarle motivos hondos y arcanos, atribuyeron a la desaparición

de Belén causas muy naturales, como la timidez y el recato propios de su original situación

de casada y doncella, o causas más vulgares aún, como el retraimiento de la cuñada

enferma, cuyo mareo llevaba trazas de no quitársele hasta Europa, tan duro y terco se

mantenía.

Una viajera, la más jamona, y por eso mismo tal vez la menos benigna, achacó la

ausencia de Belén a mañas y artificios de coqueta para encender el deseo de los hombres.

Pero nadie acertó a dar con la causa de su alejamiento o desaparición, y si la conocieron al

cabo, en la noche de ese día, fue porque el médico de a bordo se la dijo, con la reserva que

a los de su profesión conviene, al capitán y al segundo piloto, y aquél se la comunicó, en el

seno de la confianza, a un oficial francés de infantería de marina, y éste a un amigo íntimo,

también francés de nación,

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