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Cuestionando y desarticulando las series que constituyen la oposición modernidad

morena_rulosaEnsayo8 de Julio de 2019

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Cuestionando y desarticulando las series que constituyen la oposición modernidad

(= individualismo = democracia) y tradición (= organicismo = autoritarismo) es posible, sostiene Elías Palti, pensar la modernidad como problema, restituyendo la contingencia de los procesos históricos. Esto permite abordar la modernidad en América Latina evitando tanto el peligro del teleologismo historicista, que universaliza los procesos históricos de algunas naciones europeas, como del ético, que convierte esos procesos en modelos ideales.

La modernidad como problema

(El esquema “de la tradición a la modernidad” y la dislocación de los modelos teleológicos) 1

Elías J. Palti

“Me embarga siempre un miedo cuando oigo caracterizar en pocas palabras a una nación entera o a una época, pues, ¡qué enorme multitud de diferencias no comprende en sí la palabra nación, o los siglos medios o la antigüedad y la época moderna!”

Johann Gottfried Herder

El concepto de “modernidad” o, más precisamente, la oposición entre “tradición” y “modernidad” ha sido desde siempre uno de los núcleos fundamentales en torno de los cuales giró la historiografía latinoamericana de ideas. La misma sirvió de base para comprender el sentido de las transformaciones político-intelectuales que se produjeron a partir de la ruptura del vínculo colonial. Sin embargo, en las últimas décadas, dicho marco interpretativo sufrió una inflexión fundamental.

En la historiografía precedente, la oposición entre tradición y modernidad acompañaba una perspectiva épica, que imaginaba el proceso de independencia como la emergencia de nacionalidades preexistentes que buscaban afanosamente manifestarse como tales y romper su opresión por parte de una autoridad extraña a las mismas. Esta visón épica se asociaba, a su vez, a un enfoque fuertemente dicotómico por el cual se proveería a dicho antagonismo entre nación y metrópoli un sentido ideológico. Al absolutismo innato español se opondría así la idea de una clase criolla de sesgo marcadamente liberal, fuertemente impregnada de las ideas ilustradas que entonces circulaban en Europa y Estados Unidos.

La llamada escuela “revisionista”, cuyo principal representante es François-Xavier Guerra,2 emprenderá la demolición sistemática de esta perspectiva. Según muestran los autores enrolados en esta corriente, la independencia latinoamericana fue parte de un proceso más general de desintegración del Imperio español que tuvo su epicentro, precisamente, en la península. Dicho proceso, que comenzó, de hecho, antes del inicio de las guerras de independencia, tiene en su origen una serie de transformaciones que van más allá del plano estrictamente político, y que es la que el término “modernidad” viene, de algún modo, a dar expresión. La desintegración de la monarquía resultaría ininteligible desprendida de la profunda mutación cultural que entonces se produjo. En el lapso de unas pocas décadas habría, de hecho, de redefinirse completamente el lenguaje político. Todas las categoría políticas fundamentales, como las de soberanía, nación, opinión pública, etc., cobrarían entonces un nuevo sentido. Como muestra Guerra, estas transformaciones conceptuales se ligarían, a su vez, al surgimiento de nuevos ámbitos de sociabilidad y difusión de ideas, como las sociedades secretas, los salones literarios, etc., que minaron decisivamente las bases sobre las que se sostenía la sociedad del Antiguo Régimen.

Tales desplazamientos sociales y culturales serían, sin embargo, mucho más desparejos y endebles en las colonias. Y ello resultaría en una contradicción que atravesaría a las sociedades locales hasta el presente. Por debajo de la modernidad de las referencias políticas persistiría un acendrado tradicionalismo social y cultural. Las ideas liberales “importadas” habrían así de aplicarse allí a sociedades extrañas, e incluso hostiles a las mismas.3 Ello explicaría, en fin, las dificultades para afirmar regímenes de gobierno democráticos (i.e., “modernos”) estables.

Esta perspectiva más atenta a los factores culturales y, particularmente, a las transformaciones ocurridas en los lenguajes políticos, le permitirá a esta escuela revisionista quebrar el determinismo de la historiografía precedente y rescatar la contingencia como una dimensión inherente a todo proceso histórico. Como afirma Guerra:

A menos de imaginar un misterioso determinismo histórico, la acción de una ‘mano invisible’ o la intervención de la Providencia, no hay para un historiador, en estos procesos históricos, ni director, ni guión, ni papeles definidos de antemano. 4

Puesto que nuestras maneras de concebir el hombre, la sociedad o el poder político no son universales ni en el espacio ni en el tiempo, la comprensión de los regímenes políticos modernos es ante todo una tarea histórica: estudiar un largo y complejo proceso de invención en el que los elementos intelectuales, culturales, sociales y económicos están imbricados íntimamente con la política.5

Para ello es necesario desmantelar las visiones teleológicas, propias a la vieja escuela de historia de “ideas”, que creen ver ya presente en el punto de partida aquello que, en realidad, sólo puede observarse en el punto de llegada de un largo proceso histórico.

Consciente o inconscientemente, muchos de estos análisis están impregnados de supuestos morales o teleológicos por su referencia a modelos ideales. Se ha estimado de manera implícita que, en todo lugar y siempre—o por lo menos en los tiempos modernos—, la sociedad y la política deberían responder a una serie de principios como la igualdad, la participación de todos en la política, la existencia de autoridades surgidas del pueblo, controladas por él y movidas sólo por el bien general de la sociedad… No se sabe si este “deberían” corresponde a una exigencia ética, basada ella misma en la naturaleza del hombre o la sociedad, o si la evolución de las sociedades modernas conduce inexorablemente a esta situación.6

Dicho autor distingue así dos tipos de teleologismo: el ético, que imagina que la imposición final del modelo liberal moderno es una suerte de imperativo moral, y el historicista, que cree, además, que se trata de una tendencia histórica efectiva. Según afirma, ambos llevan a perder de vista el hecho de que la concepción individualista y democrática de la sociedad es un fenómeno histórico reciente (“moderno”), y que no se aplica tampoco hoy a todos los países.

Ambas posturas absolutizan el modelo ideal de la modernidad occidental: la primera, al considerar al hombre como naturalmente individualista y democrático; la segunda, por su universalización de los procesos históricos que han conducido a algunos países a regímenes políticos en los que hasta cierto punto se dan estas notas. Cada vez conocemos mejor hasta qué punto la modernidad occidental—por sus ideas e imaginarios, sus valores, sus prácticas sociales y comportamientos—es diferente no sólo de las sociedades no occidentales, sino también de las sociedades occidentales del Antiguo Régimen.7

En definitiva, según alega, estas perspectivas resultan particularmente inapropiadas para comprender el desenvolvimiento histórico efectivo de América Latina, en donde los imaginarios modernos esconden siempre y sirven de albergue a prácticas e imaginarios incompatibles con ellos. Ahora bien, está claro que el argumento de que el ideal de sociedad moderna (“hombre-individuo-ciudadano”) no se aplique a América Latina no lo invalida aun como tal; por el contrario, lo presupone como una suerte de “principio regulativo” kantiano. Tal argumento sitúa así claramente su modelo dentro de los marcos de la primera de las formas de teleologismo que él mismo denuncia, el teleologismo ético. Aun cuando este ideal moderno de sociedad no aparezca ya como punto de partida efectivo, sino sólo como una meta, nunca alcanzada en la región, la piedra de toque de la crítica revisionista sigue dada por el supuesto de la determinabilidad a priori del modelo social y político hacia cuya realización todo él tiende, o, al menos, debería tender (el tipo ideal liberal).8

Esta perspectiva teleológica se encuentra, de hecho, ya implícita en la dicotomía entre modernidad (= individualismo = democracia) y tradición (organicismo = autoritarismo). De allí que la crítica a las perspectivas teleológicas sólo pueda formularse, en estos marcos, meramente en los términos del viejo “argumento empirista” (la idea de imposibilidad de una realidad dada de elevarse al ideal).9 La historicidad, la contingencia de los fenómenos y procesos históricos, aparece recluida aún dentro de un ámbito estrecho de determinaciones a priori.

En última instancia, tal esquema dicotómico descansa sobre una falacia metodológica. Para decirlo en palabras de Reinhart Koselleck, los términos modernidad y tradición aparecen allí como contraconceptos o conceptos opuestos asimétricos, uno de los cuales se define por oposición al otro, como su contracara negativa.10 Considerados como designando simplemente periodos históricos determinados, éstos, por otro lado, no excluyen la presencia de muchos otros. No así, en cambio, cuando se convierten en contraconceptos asimétricos. En dicho caso, todo lo que no es moderno es necesariamente tradicional, y viceversa. Ambos términos agotan el universo imaginable de lo político. Y, de este modo, pierden su carácter de entidades históricas concretas para convertirse en suertes de principios transhistóricos cuya oposición atravesaría la entera historia intelectual local y explicaría todas

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