Democracia
dianaluisayanez17 de Octubre de 2011
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deCIUDADANIA PÚBLICA Y DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
Salvador Giner
I
La condición de ciudadano es el mayor logro de la civilización moderna. Todos los demás empalidecen ante él. Es más, cualquier otro, desde el acceso universal a la educación hasta la asistencia médica y sanitaria a toda la población, tienen su fundamento moral y jurídico en la entronización de la ciudadanía como principio. La condición ciudadana es la que permite hoy a los humanos hacer valer su humanidad.
La ciudadanía es el espinazo del orden social democrático de la modernidad. Por esa misma razón, también confiere sentido a nuestra historia, a la reciente. Dígolo sin temor ante la numerosa y creciente grey de quienes creen saber a ciencia cierta que la historia carece de todo sentido. Así, la suposición, empíricamente constatable, de que desde las revoluciones laicas que estallaron a entrambas orillas del Atlántico a fines del siglo XVIII, hasta hoy, ha habido una corriente hacia la instauración de la ciudadanía, es súmamente sensata. Anunciada y razonada en sus albores por Alexis de Tocqueville, merece reconsideración y renovado análisis. Él no pudo prever los altibajos, descalabros y hasta catástrofes por los que estaba destinada a pasar esa corriente civilizatoria. Tan grandes han sido éstos, tanto sufrimiento, desolación y daño han entrañado, que uno comprende el escepticismo con el que cualquier amigo de la democracia tiene que habérselas al sostener que, a pesar de todo, tal corriente existe. Una corriente circunscrita, precaria y sujeta sin duda a caducidad. Pero vitalmente importante. Constatarla no es pues asumir grandiosidad histórica alguna, ni suponer el progreso indefinido e irreversible de la humanidad. Es suponer tan sólo que la lógica expansiva de la ciudadanía constituye un proceso histórico algo más que episódico. Es el característico de toda una era, la de la modernización, en combate incesante con contracorrientes y dificultades. Del resultado final nada sabemos. Sabemos sólo que, hoy por hoy, es bueno arrimar el hombro a cuanto pueda fomentar la instauración de una democracia cívica, de una república de gentes libres. Y de gentes, también, materialmente capaces de serlo: sin unas condiciones mínimas de existencia, a ningún ser humano se le puede exigir el ejercicio de la ciudadanía, ni tampoco el de la virtud cívica sobre el que se asienta.
Las reflexiones que siguen se fundamentan en tres supuestos. Primero, el de que la ciudadanía es posible, progresivamente posible, siempre que se consolide dentro de una politeya republicana. Otras formas de politeya democrática, la liberal pura, por un lado, y la comunitarista, por otro, son incompatibles con la plena ciudadanía universal –para los miembros de una politeya determinada, ya que no se trata aquí aún de ciudadanía cosmopolita- aunque no lo sean con una ciudadanía más o menos restringida . Segundo, parto también del supuesto de que la teoría republicana de la ciudadanía sólo puede avanzar si indaga las condiciones socioestructurales de la fraternidad –en especial las que son adversas a una plena ciudadanía de todos- y propone soluciones para mejorarlas. En otras palabras: ni la filosofía política ni la ética del republicanismo, bastan. Es menester hacerse también con una sociología de la fraternidad. Y argumentar desde esa sociología. Tercero, para medrar, la ciudadanía exige un nivel mínimo, una masa crítica, de homogeneidad jurídica y de afinidad cultural dentro de una misma sociedad. (Amén de un mínimo de condiciones de vida que permitan al ciudadano, libre de penuria, pensar en la cosa pública como algo potencialmente suyo.) Un supuesto adicional, de carácter metodológico, que va más allá de estos tres criterios, es el de que es la ciudadanía activa -es decir, participativa en la esfera de lo público- la que da una medida de la calidad democrática que posee una politeya. La bondad y florecimiento de la res publica de la ciudadanía se calibra, en consecuencia, por la vitalidad y peso de la ciudadanía en el conjunto del cuerpo político. No sólo cuentan, para la democracia republicana, el imperio de la ley, la representación parlamentaria, las libertades garantizadas y la independencia de la voluntad ajena arbitraria –para decirlo con Baltasar Gracián - sino que es necesaria también una ciudadanía proactiva. Espero poder dar cuenta y razón de estas afirmaciones a lo largo de cuanto sigue.
II
Las tres ciudadanías
Las sociedades que gozan de politeyas constitucionales democráticas basan su orden político en la delegación popular de poder y autoridad en cuerpos de legisladores, gobernantes, administradores y magistrados . Los dos primeros suelen ser electos. Los demás, nombrados por los electos. Queda un conjunto de derechos cívicos –los de opinión, manifestación pública, recursos contra la autoridades- que siguen detentados por la ciudadanía.
Esta situación divide automáticamente al cuerpo político en dos sectores: el formado por quienes detentan cargos –legisladores, magistrados, funcionarios- y quienes integran la sociedad civil . Esta es la dicotomía clásica de la politeya democrática. Aunque presente problemas de interpretación y a menudo de demarcación entre las dos esferas, no será aquí objeto directo de análisis. Éste se centrará en la naturaleza de los ciudadanos que caen dentro del vasto ámbito de los gobernados y sobre sus formas de entrada y participación en la esfera de lo público.
La institución de la ciudadanía es una de las consecuencias históricas de la vida urbana. Es el resultado de la destribalización de la sociedad que ella, inevitablemente genera primero intramuralmente, después también extramuros. La producción urbana de la ciudadanía es el paso previo a la otra creación de la ciudad, la democracia. (Desgraciadamente, la segunda no siempre sigue a la destribalización, pero ciertamente no hay democracia sin ese paso previo.) Durante largo tiempo la ciudadanía se dio sólo en ciertas ciudades, democrática o semidemocráticamente constituidas. Por su parte, la ciudadanía moderna procede de la territorialización de esa institución, merced al apoyo de una nueva institución, el estado. La democracia resultante se fundamenta en la dicotomía entre gobernantes, administradores (con facultad ejecutiva) y legisladores por un lado y la ciudadanía sin cargos, aunque con derecho a opinar, protestar o aprobar, asociarse y manifestarse colectivamente, por otro. (Un tercer elemento fue el de la consolidación de una leal oposición al gobierno, plenamente legítima, formada también por ciudadanos con cargo.) Desde ese instante, se planteó la cuestión, tan filosófica como práctica, del alcance de la actividad política, de la participación, de la ciudadanía sin cargos.
La atención recibida por ésta no ha sido poca desde el alba de la democracia hasta hoy. Abunda la literatura dedicada a la participación de la ciudadanía o falta de ella así como a la manipulación de los ciudadanos y a la demagogia y sus límites. La teoría política democrática no ha ignorado el cuerpo de los ciudadanos. Pero tal atención no es comparable por la recibida desde siempre por la clase política. Lo decisivo para tal teoría era y es esclarecer la concurrencia entre elites, la dinámica entre facciones o partidos, las tendencias oligárquicas dentro de cada uno de ellos, y así sucesivamente. Conocer la naturaleza y dinámica de la ciudadanía no dedicada profesionalmente a la política ni detentadora de funciones públicas poseía para ella, evidentemente, mucho menor interés.
De hecho abundantes observadores han ignorado el peso de la ciudadanía, la han tenido como algo secundario en la vida de una politeya democrática. Algunos, sin embargo, se han planteado la vida política activa de la ciudadanía ordinaria como algo crucial para la democracia. Con ello asumían que ésta sólo existe de veras en el marco de una población dotada de un mínimo de actividad pública. Ese mínimo de ciudadanía debía ser muy superior, no obstante, a la mera participación ciudadana en las elecciones u otras consultas populares propias de toda democracia.
No es posible determinar a ciencia cierta el nivel participativo que caracteriza a la ciudadanía que cumple ese mínimo. Podemos, eso sí, bosquejar algunos de sus rasgos. Por lo pronto, sabemos que la ciudadanía a la que, desde una perspectiva política cívica, es menester prestar atención no es necesariamente la que se confluye en las manifestaciones públicas multitudinarias, que jalonan la vida de una democracia y que llegan a a constituir parte esencial de su historia y hasta de su épica. Ni tampoco, al otro extremo, el comportamiento abstencionista en el voto y en la opinión pública. Tanto la Stimmungsdemokratie, o democracia emocional, como la apatía son radicalmente distintas, cuando no hostiles, a la verdadera democracia cívica. No así la mera desafección a un régimen democrático. Yerran quienes han hecho un problema de la desafección a la política en condiciones de democracia pensando que es algo preocupante y peligroso , puesto que tal desafección sólo lo es si va acompañada de la inactividad pública. La desafección hacia gobiernos democráticos no es necesariamente apatía, sino un sentimiento de desazón y hartazgo capaz, en ciertos casos, de estimular iniciativas cívicas muy significativas.
En efecto, el escepticismo hacia los partidos políticos o la política partidista, socava la democracia solamente si representa un repliegue absoluto hacia la privacidad, acompañado de manifestaciones privadas de cinismo político. En cambio, la actividad pública
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