EL MULTICULTURALISMO Y "LA POLITICA DEL RECONOCIMIENTO"*
rodlavas31628 de Mayo de 2012
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INTRODUCCION
AMY GUTMANN
Las instituciones públicas, incluyendo las dependencias del gobierno; las escuelas y los colegios y universidades de artes liberales, han sido el blanco de severas críticas en estos días por no reconocer ni respetar la identidad cultural particular de los ciudadanos. En Estados Unidos, las más de las veces la controversia enfoca las necesidades de los afroamericanos, asiáticoamericanos, aborígenes americanos y de las mujeres. Sería fácil añadir otros grupos a esta lista, la cual cambiaría conforme nos desplazáramos por el mundo. y sin embargo, en estos días resulta difícil encontrar una sociedad democrática o democratizadora que no sea la sede de alguna controversia importante sobre si las instituciones públicas debieran reconocer -y cómo- la identidad de las minorías culturales y en desventaja. ¿Qué significa para los ciudadanos con diferente identidad cultural, a menudo basada en la etnicidad, la raza, el sexo o la religión, reconocernos como iguales en la forma en que se nos trata en política? ¿En el modo en que nuestros hijos son educados en las escuelas públicas? ¿En los programas escolares y en la política social de los colegios y universidades de artes liberales?
En este volumen enfocamos el desafío del multiculturalismo y la política del reconocimiento como se enfrenta hoy a las sociedades democráticas, particularmente en Estados Unidos y en Canadá, aunque las cuestiones morales básicas son similares en muchas otras democracias. El desafío es endémico a las democracias liberales porque están comprometidas, en principio, con la igual representación para todos. ¿Una democracia defrauda a sus ciudadanos, excluyendo o discriminando a algunos de ellos, de manera moralmente perturbadora, cuando las grandes instituciones no toman en cuenta nuestra identidad particular? ¿Pueden representarse como iguales los ciudadanos con diversa identidad, si las instituciones públicas no reconocen a ésta en su particularidad sino tan sólo nuestros intereses más universalmente compartidos en las libertades civiles y políticas, en el ingreso, la salubridad y la educación? Aparte de conceder a cada uno de nosotros los mismos derechos que a todos los demás ciudadanos, ¿qué significa respetar a todos como iguales? ¿En qué sentido importa públicamente nuestra identidad como hombres y mujeres, como afroamericanos, asiáticoamericanos o aborígenes americanos, como cristianos, judíos o musulmanes, como canadienses de habla inglesa o francesa?
Una reacción razonable a las preguntas sobre cómo reconocer la distinta identidad cultural de los miembros de una sociedad pluralista es que el objetivo mismo
de representar o respetar las diferencias entre las instituciones públicas está mal orientado. Una corriente importante del liberalismo actual presta su apoyo a esta reacción; sugiere que nuestra falta de identificación con las instituciones que sirven a los propósitos públicos y la impersonalidad de las instituciones públicas es el precio que los ciudadanos debieran pagar gustosamente por vivir en una sociedad que nos trata a todos como iguales, cualquiera que sea nuestra identidad étnica, religiosa, racial o sexual en particular. Es la neutralidad de la esfera pública, que no sólo incluye dependencias del gobierno sino también instituciones como la Universidad de Princeton y otras universidades liberales, la que protege nuestra libertad y nuestra igualdad como ciudadanos. Según este parecer, nuestra libertad y nuestra igualdad de ciudadanos no sólo se remiten a nuestras características comunes: nuestras necesidades universales, cualquiera que sea nuestra identidad cultural particular, de “artículos primarios" como ingreso, salubridad, educación, libertad religiosa, libertad de conciencia, de expresión, de prensa y de asociación, el proceso legal, el derecho al voto y el derecho a desempeñar cargos públicos. Éstos son intereses que comparten casi todos, independientemente de cuál sea nuestra raza, religión, etnicidad o sexo en particular y por tanto, las instituciones públicas no necesitan -en realidad, no deben- esforzarse por reconocer nuestra identidad cultural particular al tratamos como ciudadanos libres e iguales.
Entonces, ¿podemos concluir que todas las demandas de reconocimiento hechas por los grupos particulares, a menudo en nombre del nacionalismo o el multiculturalismo, son demandas antiliberales? Esta conclusión, sin duda, es demasiado apresurada. Debemos averiguar más acerca de los requerimientos de tratar a todos como ciudadanos libres e iguales. ¿Necesita la mayoría un marco cultural seguro para dar significado y orientación a su elección en la vida? En caso afirmativo, entonces un contexto cultural seguro también se encuentra entre los artículos primarios, básicos para las perspectivas de la mayoría, para vivir lo que ésta pueda llegar a identificar como una vida buena. y los Estados democráticos liberales tienen la obligación de ayudar a los grupos que se encuentran en desventaja con el fin de permitirles conservar su cultura contra las intrusiones de las culturas mayoritarias o "de masas". Reconocer y tratar como iguales a los miembros de ciertos grupos es algo que hoy parece requerir unas instituciones públicas que reconozcan, y no que pasen por alto, las particularidades culturales, al menos por lo que se refiere a aquellos cuya comprensión de sí mismos depende de la vitalidad de su cultura. Este requisito del reconocimiento político de la particularidad cultural -que se extiende a todos- es compatible con una forma de universalismo que considera entre sus intereses básicos la cultura y el contexto cultural que valoran los individuos.
A pesar de todo, tropezamos con dificultades cuando vemos el contenido de las diversas: culturas valuadas. ¿Debe una sociedad democrática liberal respetar, por ejemplo, aquellas culturas cuyas actitudes de superioridad étnica o racial son antagónicas a las otras culturas? Si es así, ¿cómo el respeto a una cultura de superioridad étnica o racial puede reconciliarse con el compromiso de tratar a todos como iguales? Si una democracia liberal no debe o no puede respetar esas culturas "supremacistas", aun si tales culturas son muy apreciadas por muchos de los que se encuentran en desventaja, ¿cuáles son precisamente los límites morales a la demanda legítima de reconocimiento político de las culturas particulares?
Las cuestiones acerca de la posibilidad y la forma de reconocimiento de los grupos culturales en la política se encuentran entre las más grandes y preocupantes del programa político de muchas sociedades democráticas y democratizadoras actuales. Charles Taylor nos ofrece una perspectiva original sobre esos problemas en "La política del reconocimiento", texto que se basa en su conferencia inaugural para el University Center for Human Values de la Universidad de Princeton.
Taylor se aparta de las controversias políticas sobre el nacionalismo, el feminismo y el multiculturalismo para ofrecemos una perspectiva filosófica históricamente informada sobre lo que está en juego en la exigencia que hacen muchos para que su identidad particular obtenga el reconocimiento de las instituciones públicas. En el antiguo régimen, cuando una minoría podía contar con que sería honrada ( como Ladies y Lores) y la mayoría no podía aspirar -si era realista- a ningún reconocimiento público, la exigencia de reconocimiento era innecesaria para los pocos e inútil para los muchos. Sólo al desplomarse las jerarquías sociales estables se vuelve común la exigencia de reconocimiento público, junto con la idea de la dignidad de todos los individuos. Todos son iguales -un señor, una señorita, una señora- y todos esperamos ser reconocidos como tales. Hasta aquí, todo va bien.
Pero las exigencias de los ciudadanos iguales en la esfera pública resultan más problemáticas y conflictivas de lo que habríamos podido esperar observando el desplome del honor aristocrático. Taylor pone de relieve las dificultades que hay en el ingenioso intento de Jean-Jacques Rousseau y de sus seguidores por satisfacer la necesidad universal -ya percibida- de reconocimiento público, convirtiendo la igualdad humana en identidad. La política rousseauniana de reconocimiento, como la llama Taylor, desconfía de toda diferenciación social y a la vez es sensible a las tendencias homogeneizantes -en realidad, incluso totalitarias- de una política de el bien común, en la que éste refleja la identidad universal de todos los ciudadanos Según este plan, se puede satisfacer la exigencia de reconocimiento, pero sólo después de que ha sido social y políticamente disciplinada, de modo que las personas puedan jactarse de ser
poco más que ciudadanos iguales y por tanto esperen se públicamente reconocidas sólo como tales. Con razón, Taylor arguye que éste es un precio excesivo por la política del reconocimiento.
Las democracias liberales (y que nos perdone Rousseau) no pueden considerar a la ciudadanía como una identidad universal general, porque: 1) cada persona es única, es un individuo creativo y creador de sí mismo, como lo reconocieron John Stuart MilI y Ralph Waldo Emerson; y 2) las personas también son “transmisoras de la cultura", y las culturas que transmiten difieren de acuerdo con sus identificaciones pasadas y presentes. La concepción única, autocreadora y creativa de los seres humanos no debe confundirse con un cuadro de individuos “atomistas" que crean su identidad de novo y buscan sus propios fines aparte de los demás. Parte de la unicidad de las personas resulta del modo en que integran, reflejan y modifican su propia herencia cultural y la de aquellos con quienes entran en contacto. La identidad humana se crea;
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