Ensayo De Emanuel
David_hdzz30 de Abril de 2014
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Séptimo principio
El problema de la institución de una constitución civil perfecta depende, a su vez, del
problema de una legal RELACIÓN EXTERIOR ENTRE LOS ESTADOS, y no puede ser resuelto sin este
último. ¿De qué sirve laborar por una constitución civil legal que abarca a los individuos, es decir,
por el establecimiento de un ser común? La misma insociabilidad que obligó a los hombres a
entrar en esta comunidad es causa, nuevamente, de que cada comunidad, en las relaciones
exteriores, esto es, como Estado en relación con otros Estados, se encuentre en una
desembarazada libertad y, por consiguiente, cada uno de ellos tiene que esperar de los otros ese
mismo mal que impulsó y obligó a los individuos a entrar en una situación civil legal. La naturaleza
ha utilizado de nuevo la
incompatibilidad de los hombres, y de las grandes sociedades y cuerpos
estatales que forman estas criaturas, como un medio para encontrar en su inevitable antagonismo
un estado de tranquilidad y seguridad; es decir, que, a través de la guerra, del rearme incesante,
de la necesidad que, en consecuencia, tiene que padecer en su interior cada Estado aun durante la
paz, la naturaleza nos empuja, primero a ensayos imperfectos, por último, y después de muchas
devastaciones, naufragios y hasta agotamiento interior completo de sus energías, al intento que la
razón les pudo haber inspirado, sin necesidad de tantas y tan tristes experiencias, a saber: a
escapar del estado sin ley de los salvajes y entrar en una unión de naciones; en la que aun el
Estado más pequeño puede esperar su seguridad y su derecho no de su propio poderío o de su
propia decisión jurídica, sino únicamente de esa gran federación de naciones, de una potencia
unida y de la decisión según leyes de la voluntad unida. Aunque esta idea parece una divagación
calenturienta y haya sido tomada a chacota, como tal, en un abate de St. Pierre y en Rousseau
(acaso porque creyeron un poco inocentemente en su inminencia), no por eso deja de ser la única
salida ineludible de la necesidad en que se colocan mutuamente los hombres, y que forzará a los
Estados a tomar la resolución (por muy duro que ello se les haga) que también el individuo adopta
tan a desgana, a saber: a hacer dejación de su brutal libertad y a buscar
tranquilidad y seguridad
en una constitución legal. Todas las guerras en otros tantos intentos (no la intención de los
hombres pero sí en la de la naturaleza) de procurar nuevas relaciones entre los Estados y
mediante la destrucción o, por lo menos, fraccionamiento de todos, formar nuevos cuerpos, los
que, a su vez, tampoco pueden mantenerse en sí mismos o junto a los otros, y tienen que sufrir,
por fuerza, nuevas revoluciones parecidas; hasta que, finalmente, en parte por un ordenamiento
óptimo de la constitución civil interior, en parte por un acuerdo y legislación comunes, se consiga
erigir un Estado que, análogo a un ser común civil, se pueda mantener a sí mismo como autómata.
Y, sea que se tenga la esperanza que, del curso epicúreo de las causas eficientes, los
Estados, como los átomos de la materia, mediante sus choques accidentales, logren toda clase de
formaciones, destruidas de nuevo por nuevos choques, hasta que, finalmente, y por casualidad,
resulte una tal formación que pueda mantenerse en su forma (¡un golpe de suerte que es muy
difícil que se dé nunca!), sea que supongamos, mejor, que la naturaleza persigue en este caso un
curso regular, el de conducir por grados nuestra especie desde el plano de animalidad más bajo
hasta el nivel máximo de la humanidad, y ello, en virtud de un arte, aunque impuesto, propio de
los hombres, desarrollando bajo este aparente desorden aquellas disposiciones primordiales de
modo totalmente regular; o si se prefiere creer que, de
todas estas acciones y reacciones de los
hombres en su conjunto, nada sale en limpio, o nada que valga la pena, y que seguirán siendo
éstos lo que fueron siempre, y no se puede predecir, por tanto, si la disensión, tan connatural a
nuestra especie, no acabará por prepararnos, a pesar de nuestro estado tan civilizado, un tal
infierno de males que en él se aniquilen por una bárbara devastación ese estado y otros progresos
culturales realizados hasta el día (destino al que no se puede hacer frente bajo el gobierno del
ciego azar, que no otra cosa es, de hecho, la libertad sin ley, ¡a no ser que se le enhebre un hilo
conductor de la naturaleza secretamente prendido en sabiduría!); en cualquiera de los casos, la
cuestión planteada es poco más o menos la siguiente: ¿es razonable, acaso, suponer la finalidad
de la naturaleza en sus partes y rechazarla en su conjunto? Lo que el estado salvaje sin finalidad
hizo, a saber, contener el desenvolvimiento de las disposiciones naturales de nuestra especie que
hasta que, por los males que con esto le produjo, obligóla a salir de ese estado y a entrar en una
constitución civil en la cual se pueden desarrollar todos aquellos gérmenes, esto mismo hace la
libertad bárbara de los Estados ya fundados, es decir: que por el empleo de todas las fuerzas de la
comunidad en armamentos, que se enderezan unos contra otros, por las devastaciones propias de
la guerra y, más todavía, por la necesidad de hallarse siempre preparados, se obstaculiza el
completo desarrollo progresivo de las disposiciones naturales, pero los males que surgen de todo
ello, obligan también a nuestra especie a buscar en esa resistencia de los diversos Estados
coexistentes, saludable en sí y que surge de su libertad, una ley de equilibrio y un poder unificado
que le preste fuerza; a introducir, por tanto, y un estado civil mundial o cosmopolita, de pública
seguridad estatal, que no carece de peligros, para que las fuerzas de la humanidad no se duerman,
pero tampoco de un principio de igualdad de sus recíprocas acciones y reacciones, para que no se
destrocen mutuamente. Antes que se dé este último paso (el de la constitución de una liga de
Estados), es decir, casi a la mitad de su formación, la naturaleza humana padece los peores males
bajo la apariencia engañosa de nuestro bienestar; y no estaba equivocado Rousseau al preferir el
estado de los salvajes si se olvida la última etapa que nuestra especie tiene todavía que remontar.
El arte y la ciencia nos han hecho cultos en alto grado. Somos civilizados hasta el exceso, en toda
clase de maneras y decoros sociales. Pero para que nos podamos considerar como moralizados
falta mucho todavía. Porque la idea de la moralidad forma parte de la cultura; pero el uso de esta
idea que se reduce a las costumbres en cuestiones matrimoniales y de decencia exterior, es lo que
se llama civilización. En tanto que los Estados sigan gastando todas sus energías en sus vanas y
violentas ansias expansivas,
constriñendo sin cesar el lento esfuerzo de la formación interior de la
manera de pensar de sus ciudadanos, privándoles de todo apoyo en ese sentido, nada hay que
esperar en lo moral; porque es necesaria una larga preparación interior de cada comunidad para la
educación de sus ciudadanos; pero todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente
bueno no es más que pura hojarasca y lentejuela miserable. En esta situación permanecerá, sin
duda, el género humano, hasta que, de la manera que he dicho, salga de este caótico atolladero
de las actuales relaciones estatales.
Octavo principio
Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un
secreto plan de la naturaleza, para la realización de una constitución estatal interiormente perfecta,
y, con ESTE FIN, también exteriormente, como el único estado en que aquella puede desenvolver
plenamente todas las disposiciones de la humanidad. Este principio es consecuencia del anterior.
Se ve que la Filosofía puede también tener su quiliasmo pero tal que, para su introducción, su idea,
aunque de muy lejos, puede ser propulsora, es decir, lo menos fantasiosa posible. Lo que importa
ahora es si la experiencia nos descubre algo de semejante curso del propósito de la naturaleza.
Digo que muy poco; porque esta órbita parece exigir tan largo tiempo antes de cerrarse que,
basándonos en la pequeña parte recorrida hasta ahora por la
humanidad en esa dirección, nos es
tan difícil de terminar la forma de la trayectoria y la relación de la parte con el todo, como si
intentáramos trazar el curso que el sol lleva con todo su ejército de satélites dentro del gran
sistema de estrellas fijas basándose en las observaciones celestes que poseemos hasta el día;
aunque, en razón de la constitución sistemática
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