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Jennifer Mallette. Amor


Enviado por   •  17 de Septiembre de 2014  •  Resúmenes  •  4.365 Palabras (18 Páginas)  •  221 Visitas

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Amor: Una sola palabra, una cosa pequeña, una palabra no mayor ni más larga que el filo de una navaja. Eso es lo que es: una cuchilla. Corta tu vida por el centro, separandolo todo en dos, haciendo que caiga a uno u otro lado. Antes y después.

En el siglo XXII los científicos han puesto fin a la pandemia que, durante milenios, asoló el planeta. Era tan grave que, encontrada la cura, el gobierno decretó su administración a todos los ciudadanos a partir de la mayoría de edad. Escrita en primera persona, su protagonista, Lena Holoway, está emocionada.Lleva años esperando cumplir los 18; por fin vivirá sin dolor, de un modo predecible y feliz.

Pero la vida nunca es predecible, y Lena pronto va a descubrirlo.

este es un libro que es muy interesante ya que aquí el amor es una enfermedad y bueno yo pienso que es super eh aquí un fragmento o capitulo

Si pisas raya, tu madre estalla;

si pisas cruz, te quedas sin luz;

si pisas un palo, te pasa algo malo.

Mira donde pisas, o morirás deprisa.

Canción popular infantil

(para comba o palmas)

Esa noche vuelvo a tener el sueño.

Me encuentro al borde de un gran acantilado blanco de arena. El terreno es inestable. El saliente sobre el que estoy comienza a desmoronarse, se desprender cada vez más pedazos que van cayendo a miles de metros por debajo de mi, hasta el océano que rompe y golpea con tal fuerza que parece un enorme guiso espumoso, todo crestas blancas y oleadas de agua. Me da pánico la idea de caerme, pero por algún motivo no puedo moverme ni moverme ni alejarme del borde del precipicio, incluso

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cuando siento que el suelo se desliza debajo de mí, millones de moléculas que se recolocan en el espacio para convertirse en viento. Voy a caer en cualquier momento.

Y justo antes de saber que no tengo nada más que aire bajo los pies, que voy a caer irremediablemente al agua envuelta en el aullido del viento, las olas que baten allá abajo se detienen y se abren por un momento, y veo el rostro de mi madre, pálido, hinchado, con manchas azules, flotando bajo la superficie. Sus ojos están abiertos, y sus labios separados como si estuviera gritando. Tiene los brazos extendidos a los costados, y se mueve con la corriente como si esperara para abrazarme.

Ahí es cuando me despierto. Ahí es cuando me despierto cada vez.

La almohada está húmeda y me pica la garganta. He llorado en sueños. Gracie está acurrucada junto a mí, con una mejilla apretada contra la sábana, mientras su boca se mueve una y otra vez sin emitir ningún sonido. Siempre se mete en la cama conmigo cuando tengo ese sueño. De alguna manera ella lo percibe.

Le aparto el cabello de la cara y retiro de sus hombros las sábanas empapadas en sudor. Me va a doler dejarla cuando me vaya. Nuestros secretos nos han acercado y nos han unido. Ella es la única que sabe de la frialdad, ese sentimiento que me viene a veces cuando estoy en cama, un sentimiento negro y vacío que me quita el aliento y me deja jadeando como si me acabaran de tirar al agua helada. En noches así, aunque está mal y es ilegal, pienso en aquellas palabras extrañas y terribles «Te amo», y me pregunto qué sabor tendrían en mi boca, intento recordar su ritmo cadencioso en la voz de mi madre.

Y por supuesto, guardo el secreto de Grace. Soy la única que no es tonta ni retrasada; no le pasa nada en absoluto. Soy la única que la ha oído hablar alguna vez. Una de las noches que vino a dormir a mi cama, me desperté muy temprano, apenas cuando empezaba a clarear. Ella estaba a mi lado. Ahogaba su llanto

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contra la almohada y repetía lo mismo una y otra vez tapándose la boca con las mantas; apenas podía oírla: «Mamá, mamá, mamá». Era como si estuviera intentando acabar con la palabra a mordiscos, como si la asfixiara en el sueño. La tomé entre mis brazos y apreté y después de lo que me parecieron horas, se agotó de repetirla y volvió a caer dormida, con la cara caliente e hinchada por las lágrimas. Poco a poco, la tensión de su cuerpo se fue relajando.

Esa es la verdadera razón por la que no habla. El resto de sus palabras están acumuladas en esa palabra única y acechante, que sigue despertando un eco en los rincones oscuros de su memoria.

Mamá.

Lo sé. Lo recuerdo.

Me incorporo y observo cómo la luz va adueñándose de las paredes, aguzo el oído para escuchar los gritos de las gaviotas, bebo un trago del vaso de agua que tengo junto a la cama. Estamos a dos de junio. Faltan noventa y dos días.

Deseo por Grace, que la cura pudiera hacerse antes. Me consuelo pensando que algún día a ella también le harán la operación. Algún día la salvarán, y el pasado y todo su dolor se volverán tan suaves y agradables como la papilla con que alimentamos a nuestros bebés.

Algún día, todos seremos salvados.

Al día siguiente, cuando consigo salir de la cama y bajar a desayunar, siento como si tuviera arena en los ojos. Ya se ha hecho pública la versión oficial del incidente en los laboratorios. Carol mantiene bajo el volumen de nuestra pequeña tele mientras prepara el desayuno, y el murmullo de los presentadores casi me hace dormirme de nuevo. «Ayer, un camión de ganado destinado al matadero se confundió con un cargamento de productos

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farmacéuticos, dando lugar al inaudito y divertido caos que pueden ver en su pantalla». Lo que se ve en la pantalla: enfermeras que chillan y golpean con tablitas a vacas que mugen.

No tiene ningún sentido, pero mientras nadie mencione a los inválidos, todos contentos. Se supone que no sabemos nada de ellos. Se supone que ni siquiera existen; en teoría, toda la dente que vivía en la Tierra Salvaje fue exterminada hace medio siglo, durante la gran campaña de bombardeo.

Hace cincuenta años, el gobierno cerró las fronteras de Estados Unidos. El país está vigilado constantemente por personal militar. Nadie puede entrar. Nadie sabe. Cada comunidad aprobada y sancionada debe estar también rodeada por una frontera, esa es la ley, y todo viaje entre comunidades requiere la aprobación oficial por escrito del gobierno municipal, que debe obtenerse con seis meses de antelación. Es para nuestra protección. Seguridad, inviolabilidad, comunidad. Ese es el lema de nuestro país.

En general, se puede decir que ha sido un éxito. No hemos sufrido ninguna guerra desde que se cerró la frontera y casi no hay delitos, apenas incidentes aislados de vandalismo o hurtos menores. Ya no hay odio en Estados Unidos, al menos entre los curados. Solamente casos esporádicos de desapego, pero toda intervención quirúrgica conlleva un riesgo.

Sin embargo, hasta ahora el gobierno no ha conseguido librar al país de los inválidos, y ellos constituyen el único fallo de la administración pública y del sistema en general. Así que no se habla de ellos. Fingimos que la Tierra Salvaje, y la gente que vive allí, ni siquiera existe. Es raro incluso oír esa palabra, a menos que desaparezca alguien sospechoso de ser simpatizante, o que descubra que una joven pareja contaminada ha huido antes de la intervención.

Pero hay otra noticia buena de verdad: todas las evaluaciones de ayer han sido inválidas. A cada uno de nosotros se le asignará una nueva fecha, lo que significa que tengo una

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segunda oportunidad. Esta vez, juro que no lo voy a echar a perder. Me siento completamente estúpida por lo tonta que fui en los laboratorios. Sentada a la mesa de desayuno, todo parece tan limpio, brillante y normal —las tazas azules desportilladas llenas de café, el pitido irregular del microondas (uno de los pocos aparatos eléctricos, aparte de las luces, que Carol nos permite usar)— que lo de ayer parece un sueño largo y extraño. Es un milagro, la verdad, que un puñado de inválidos fanáticos decidieran provocar una estampida en el preciso momento en que yo lanzaba por la borda la prueba más importante de toda mi vida. No sé lo que me pasó. Recuerdo a Gafas enseñando los dientes y ese momento en que oigo a mi boca decir: «Gris», y me estremezco. «Estúpida, estúpida».

De pronto me doy cuenta de que Jenny me está hablando.

-¿Qué?

Parpadeo para enfocar y la veo. Me fijo en sus manos mientras corta con precisión la tostada en cuartos.

-Que digo que qué te pasa —adelante y atrás, adelante y atrás…, el cuchillo resuena contra el borde del plato—. Parece como si estuvieras a punto de potar o algo así.

-Jenny—la reprende Carol, que está en el fregadero lavando los platos-. No hables así mientras tu tío desayuna.

-Estoy bien –separo un trozo de tostada, lo deslizo sobre la barra de mantequilla que se funde en mitad de la mesa y me fuerzo a comer. Lo último que necesito es uno de esos interrogatorios familiares-. Solo cansada.

Carol se vuelve hacia mí. Su cara siempre me ha recordado a la de una muñeca. Incluso cuando habla, hasta cuando está irritada o feliz o confundida, su expresión permanece extrañamente inmóvil.

-¿No has podido dormir?

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-Sí, he dormido –contesto-. Solo que he tenido pesadillas, eso es todo.

Al otro extremo de la mesa, el tío alza la cabeza del periódico.

-¡Anda!, ¿sabes qué? Me lo acabas de recordar. Yo también tuve un sueño la noche pasada.

Carol arquea las cejas y hasta Jenny parece interesada. Es extremadamente raro que la gente curada sueñe. La tía me dijo una vez que, en las escasas ocasiones en que le ha ocurrido, sus sueños están llenos de platos: pilas y pilas que se alzan hasta el cielo; ellas las escala, una a una, impulsándose hacia las nubes, intentando alcanzar la cima. Pero nunca terminan, se extienden hasta el infinito. Y, por lo que yo sé, mi hermana Rachel ya no sueña nunca.

William sonríe.

-Soñé que estaba sellando la ventana del baño. Carol, ¿recuerdas que el otro día comenté que entraba corriente? Bueno pues yo colocaba la masilla, pero en cuanto terminaba se caía, como si fuera nieve, así que entraba el aire y me tocaba volver a empezar desde el principio. Y así una vez y otra, durante horas, o eso me parecía.

-¡Qué raro! –comenta la tía sonriendo, mientras trae a la mesa un plato de huevos fritos.

Están muy poco hechos, como le gustan a mí tío, y sus yemas tiemblan como bailarinas de hula-hop, manchadas de aceite. Se me revuelve el estómago.

-Con razón me siento tan cansado esta mañana. Me ha pasado toda la noche haciendo bricolaje –dice William.

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Todo el mundo se ríe menos yo. Doy otro bocado a la tostada, preguntándome si soñare alguna vez cuando esté curada.

Espero que no.

Este año es el primero desde sexto en que no comparto ni una sola asignatura con Hana, así que no la veo hasta después de clase, cuando nos juntamos en el vestuario para ir a correr aunque la temporada de cross terminó hace un par de semanas. (Cuando el equipo fue a los campeonatos regionales era solo la tercera vez que yo salía de Portland, y aunque apenas nos alejamos sesenta kilómetros por la desolada y gris autopista municipal, casi no podía tragar, de lo agitadas que estaban las mariposas en mi garganta). Sin embargo, Hana y yo procuramos correr todo lo posible, incluso durante las vacaciones escolares.

Empecé a correr cuando tenía seis años, después del suicidio de mi madre. La primera vez que corrí un kilómetro entero fue el día de su funeral. Me habían dicho que me quedara arriba con mis primas mientras mi tía ordenaba la casa para el velatorio y preparaba toda la comida. Marcia y Rachel tenían que arreglarme a mí, pero mientras me vestían se pusieron a discutir por algo y dejaron de prestarme atención. Así que me fui abajo, con el vestido abrochado solo hasta la mitad de la espalda, a pedirle ayuda a la tía. La señora Eisner, la vecina de mi tía en aquel momento, estaba allí. Cuando entré en la cocina, estaba hablando:

-Es horrible, claro. Pero de todas maneras no había esperanza para ella. Es mucho mejor así. Y mucho mejor para Lena también. ¿Quién quiere una madre como esa?

Se suponía que yo no debía oírlo. La señora Eisner sofocó un grito cuando me vio su boca se cerró de inmediato, como un corcho que volviera de golpe a la botella. Mi tía se quedó rígida y, en ese instante, fue como si presente y futuro se superpusieran en un solo punto y entendí que esto –la cocina, los impolutos suelos de linóleo color crema, las luces deslumbrantes, la

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montaña de gelatina verde que reposaba en la encimera- era todo lo que me quedaba ahora que mi madre se había ido.

De pronto quise salir de allí. No soportaba estar en la cocina de mi tía, que ahora iba a ser mi cocina. No podía ver la gelatina. Mi madre odiaba la gelatina. Sentí un horrible picor en todo el cuerpo, como si miles de mosquitos circularan por mi sangre mordiéndome por dentro, urgiéndome a gritar, a saltar, retorcerme.

Salí corriendo.

Cuando entro, Hana está atándose las zapatillas con el pie sobre un barco. Mi horrible secreto es que, en parte, me gusta que quedemos a correr porque, por nimio que parezca, es lo único en lo que algo mejor que ella. Pero eso no lo admitiría en voz alta ni en un millón de años.

Se me acerca y me agarra del brazo sin darme tiempo a soltar la bolsa siquiera.

-¡No te lo vas a creer! –dice mientras hace esfuerzos por no reírse. Sus ojos son ahora un molinillo de colores, azul, verde, oro, que brillan como siempre que está entusiasmada por algo-. Han sido los inválidos, está claro. Al menos, eso es lo que dice todo el mundo.

Estamos solas en el vestuario, pues ha terminado la temporada de los deportes de equipo, pero instintivamente vuelvo la cabeza cuando esa palabra.

-Baja la voz.

Se aparta un poco, colocándose el pelo sobre el hombro.

-Relájate. Lo tengo controlado. He comprobado hasta los cuartos de baño. Todo despejado.

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Abro la taquilla que he tenido durante los diez años que llevo en Saint Anne. En el fondo hay una capa de envolturas de chicle, papeles rotos y clips sueltos, y encima de todo eso, mi pequeño montón de ropa de correr, dos pares de zapatillas, la camiseta del equipo de cross, unos cuantos desodorantes a medio usar, suavizante y colonia. En menos de dos semanas, me graduaré y nunca volveré a ver el interior de este armario; por un momento, me invade la tristeza. Suena asqueroso, lo sé, pero la verdad es que siempre me ha gustado el olor de los gimnasios: el desinfectante, el desodorante, los balones de fútbol y hasta el persistente olor a sudor. Me resulta reconfortante. Es raro cómo funciona la vida. Deseas algo y tienes que esperar y esperar, y sientes que no llega nunca. Luego sucede y se va, y todo lo que deseas es acurrucarte una vez más en el instante anterior a que cambiaran las cosas.

-Además, ¿quién es todo el mundo? Las noticias dicen que fue solo un error, un problema con el transporte o algo así.

Siento la necesidad de repetir la versión oficial, aunque estoy tan segura como Hana de que es una bola como un piano.

Ella se sienta a horcajadas en el banco, mirándome. Como de costumbres, pasa totalmente de la vergüenza que me da que me vean medio desnuda.

-No seas tonta. Si lo han dicho en las noticias, no puede ser verdad. Además, ¿quién puede confundir una vaca y una caja de medicinas? No es tan difícil distinguirlas.

Me encojo de hombros. Evidentemente, tiene razón. Sigue mirándome, así que me vuelvo un poco. Nunca me he sentido cómoda con mi cuerpo, a diferencia de Hana y otras chicas de la escuela. Nunca he conseguido superar la desagradable sensación de que estoy hecha de partes que no acaban de encajar en su lugar. Como si fuera un boceto realizado por un artista aficionado. De lejos está bien, pero cuando te acercas y te fijas, se ven muy claramente los borrones y los fallos.

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Hana lanza una pierna hacia fuera y empieza a estirar, resistiéndose a dejar el tema. Es la persona más obsesionada con la Tierra Salvaje que conozco.

-Si lo piensas, es realmente asombroso. La planificación y todo eso. Habrán hecho falta por lo menos cuatro a cinco personas quizá más, para organizarlo todo.

Me acuerdo brevemente del chico que vi en la plataforma de observación, de su reluciente cabello dorado, de cómo echaba la cabeza hacía atrás al reírse. No le he hablado a nadie de él, ni siquiera a Hana, y ahora pienso que debería haberlo hecho.

Ella continúa hablando:

-Alguien tenía que tener los códigos de seguridad. Tal vez un simpatizante…

Se oye el ruido de una puerta que golpea en la entrada de los vestuarios; nos sobresaltamos y nos miramos con los ojos muy abiertos. Se oyen pasos rápidos. Tras algunos segundos de vacilación, Hana se lanza sin dificultad a hablar de un tema inofensivo: el color de las togas de la graduación, naranja este año. En ese preciso momento, la señora Johanson, la directora deportiva, aparece por detrás de las taquillas, balanceando el silbato que lleva enrollado en un dedo.

-Por lo menos no son marrones, como las de la Preparatoria Fielston —comento, aunque apenas escucho a Hana.

Me palpita el corazón. Sigo pensando en el chico de ayer y en si la Johanson nos habrá oído mencionar la palabra simpatizante. Hace un gesto de asentimiento cuando pasa a nuestro lado, así que no es probable.

Ha llegado a dárseme muy bien eso de decir una cosa cuando estoy pensando otra, hacer ver que presto atención cuando no lo hago, fingir que estoy tranquila y feliz cuando en realidad estoy desquiciada. Es una de las destrezas que se van

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perfeccionando a medida que una se hace mayor. Hay que ser consciente de que siempre hay gente escuchando lo que dices. La primera vez que usé el teléfono móvil que comparten mi tía y mi tío, me sorprendió una interferencia irregular que cortaba constantemente mi conversación con Hana. La tía me explicó que era por los sistemas de escucha del gobierno, que rastrean de forma arbitraria conversaciones telefónicas, las graban y las motorizan buscando determinadas palabras como amor, inválidos o simpatizante. No es que haya un objetivo concreto, todo se hace al azar, para que sea justo. Pero es casi peor así. Muy a menudo tengo la sensación de que una enorme mirada giratoria está a punto de posarse sobre mí, congelando mis malos pensamientos en su resplandor blanco.

A veces siento que hay dos yoes, uno situado directamente encima del otro: el yo superficial, que asiente cuando se supone que debe de asentir y dice lo que debe de decir; y otro, más profundo, la parte que se preocupa y sueña y dice: «Gris». Casi siempre funcionan de forma sincronizada y apenas noto la escisión, pero en ocasiones se comportan como dos personas distintas y siento que estoy a punto de romperme. Una vez se lo confesé a Rachel. Ella se limitó a sonreír y me dijo que todo iría mejor tras la operación. Después de la intervención, dijo, todo será como deslizarse suavemente, cada día será tan fácil como coser y cantar.

-Ya estoy lista—digo mientras cierro la taquilla.

Seguimos oyendo a la Señora Johanson, que arrastra los pies en el baño mientras silba. Se oye el ruido de un cisterna que se descarga. Y un grifo que se abre.

-Me toca a mí elegir la ruta—afirma Hana con los ojos brillantes, y antes de que yo pueda abrir la boca para protestar, se lanza hacia adelante y me toca en el hombro-. Tú la llevas –dice. Y así, sin más, se levanta del banco y sale corriendo hacia la puerta entre risas, y tengo que darme prisa para alcanzarla.

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Ha llovido y la tormenta lo ha refrescado todo. El agua se evapora de los charcos y deja una capa de neblina brillante sobre la ciudad. Por encima de nosotras, el cielo tiene un tono azul profundo. La bahía, de un suave color plata, está en calma, y la costa parece un cinturón gigante y ceñido que la mantiene en su lugar.

No le pregunto adónde va, pero tampoco me sorprende cuando se encamina callejeando hacia el Puerto viejo, en la dirección del antiguo sendero que discurre a los largo de Commercial Street y llega hasta los laboratorios. Intentamos mantenernos en las calles más pequeñas para no cruzarnos con mucha gente, pero es casi imposible. Son las tres y media. Acaban de terminar las clases y la ciudad está repleta de estudiantes que vuelven a casa. Vemos algunos autobuses y uno o dos coches. Los coches se consideran amuletos de la suerte. Cuando pasan, la gente extiende la mano para rozar la capota brillante o las relucientes ventanillas, que se cubren constantemente de huellas dactilares.

Hana y yo comemos juntas, comentando los cotilleos del día. No hablamos de la chapuza de las evaluaciones de ayer, ni de los rumores sobre inválidos. Hay demasiada gente alrededor. En vez de eso, ella me cuenta su examen de Ética, y yo le cuento la pelea de Cora Dervish con Minna Wilkinson. Hablamos también de Willow Marks, que no ha venido a clase desde el miércoles pasado. Corre el rumor de los reguladores la encontraron en el parque Deeving Oaks después del toque de queda. Con un chico.

Llevamos años oyendo rumores similares sobre ella. Es la típica persona sobre la que la gente hablar. Tiene el pelo rubio, pero siempre se está añadiendo reflejos con rotuladores. Recuerdo que una vez, durante una excursión a un museo en primero de Secundaria, pasamos junto a un grupo de chicos de la Preparatoria Spencer y ella comentó, tan alto que podía haberla oído cualquiera de nuestras monitoras: «Me gustaría besar en la boca a algunos de ellos». Al parecer, en décimo la pillaron con un chico y solo le pusieron una advertencia porque no mostraba

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síntomas de deliria. De vez en cuando, la gente comete errores, es biológico, es una consecuencia del mismo tipo de desequilibrios químicos y hormonales que a veces conducen al antinaturalismo: chicos que se sienten atraídos por chicos y chicas que se sienten atraídas por chicas. Estos impulsos también se anulan con la cura.

Pero esta vez, al parecer, va en serio, y Hana suelta la bomba justo cuando giramos hacia Center. El señor y la señora Marks han accedido a adelantar la fecha de operación de su hija nada menos que seis meses. ¡Se va a perder el día de la graduación!

-¿Seis meses? –repito.

Llevamos veinte minutos corriendo a buen ritmo, así que no estoy segura de si el pesado de mi corazón es resultado del ejercicio o de la noticia. Siento que me falta el aliento más de lo que debería, como sí tuviera a alguien sentado sobre el pecho.

-¿No es peligroso? –pregunto.

Hana vuelve la cabeza hacía la derecha, señalaron un callejón.

-Ya se ha hecho antes.

-Sí, pero no con éxito. ¿Qué pasa con los efectos secundarios? Problemas mentales, ceguera…

Hay muchas razones por las que los científicos no permiten que nadie menor de dieciocho años sea intervenido, pero la más poderosa es que no parece funcionar igual de bien. En los peores casos, puede causar todo tipo de problemas. Los especialistas manejan la hipótesis de que, antes de esa edad, el cerebro y sus recorridos neurológicos son aún demasiado plásticos; posiblemente estén todavía en proceso de formación. La verdad es que cuanto mayor seas en el momento de ser operado, mejor, pero a la mayoría de la gente se le programa la intervención lo más cerca posible de la fecha de su dieciocho cumpleaños.

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-Supongo que habrán pensando que vale la pena correr el riesgo –comenta Hana-. Mejor que la alternativa, ¿sabes?; «Deliria nerviosa de amor. La más mortal de todas las armas mortales».

Este es el slogan que está escrito en todos los folletos de salud mental que se han escrito sobre los deliria. Hana lo repite con voz carente de entonación que me produce un nudo en el estómago. El desastre de ayer me ha hecho olvidar el comentario que hizo antes de la evaluación. Pero en este momento me acuerdo y me viene a la mente el aspecto tan raro que tenía Hana, con los ojos nublados e inescrutables.

-Venga –noto cierta tensión en los pulmones, y se me está formando un calambre en el muslo izquierdo. La única forma de superarlo es correr más rápido-. Vamos a darle un poco más fuerte, Babosa.

-¡Dale caña!

Su rostro se ilumina con una sonrisa y ambas incrementamos la velocidad. El dolor en los pulmones se hincha y florece hasta que se extiende por todas partes, desgarrando cada una de mis células y mis músculos. El calambre de la pierna me hace torcer el gesto cada vez que el talón toca el suelo. Siempre es así en los kilómetros cuatro y cinco, como si todo el estrés, la ansiedad, la irritación y el miedo se transformaran en pequeños pinchazos de aguja; entonces, apenas consigo respirar y no soy capaz de pensar en otra cosa que no sea: «No puedo. No puedo. No puedo».

Y luego, igual de repentinamente, se pasa. Todo el dolor desaparece, el calambre se disipa, el puño libera mi pecho y logro respirar sin dificultad. Al momento me burbujea dentro una sensación de felicidad total, la sensación tangible del suelo bajo mis pies, la sencillez del movimiento, que explota desde mis talones empujando hacia adelante en el tiempo y en el espacio, libre, liberada. Echo un vistazo a Hana. Por su expresión puedo ver que ella también lo siente. Ha conseguido atravesar el muro.

Jennifer Mallette

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Jennifer Mallette

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