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La democracia en Italia


Enviado por   •  27 de Abril de 2023  •  Ensayos  •  1.883 Palabras (8 Páginas)  •  40 Visitas

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La democracia en Italia

El presidente de Italia, Giorgio Napolitano, a sus 86 años, es un hombre acreditado por la firmeza de sus convicciones –es un viejo comunista que combatió al fascismo– y por la honradez insobornable con que ha ejercido la política a lo largo de toda su vida. Y, como político convencido de la grandeza de la democracia, mantiene enhiestos determinados valores y principios, que ahora chocan con la singularidad de la situación italiana, con la peculiaridad de un gobierno tecnocrático: Napolitano tiene emprendida una campaña irreprochable de defensa de los inmigrantes y, en concreto, sostiene la vigencia del ius soli –el derecho de nacimiento basado en la territorialidad– junto al ius sanguini. No sólo son italianos –sostiene– los hijos de italianos sino también quienes nacen en Italia. Es decir, los hijos de los inmigrantes han de ser reconocidos italianos desde su nacimiento. Esta tesis es combatida por la Liga Norte y no agrada demasiado a sectores del partido de Berlusconi, por lo que –se afirma– el debate sobre esta cuestión podría desestabilizar al gobierno "técnico" de Monti. Con lo que queda de manifiesto una vez más la sinrazón de eludir el pluralismo democrático por supuestas razones económicas: una sociedad civilizada no puede postergar la política –es decir, los valores, los principios– con argumentos dinerarios. Y si lo hace, tendrá que resignarse al deterioro moral de sus principios.

No se puede decir que la tradición científica italiana cuente con obras que, en el plano de la formación de las doctrinas sobre la democracia, puedan parangonarse con las que, por ejemplo, se produjeron en Francia y sobre todo en los países anglosajones. Existe ciertamente una línea de pensamiento que se desarrolla desde el final de la Edad Media y que ha sido atentamente estudiada por Emilio Crosa (La soberanía popular desde el medievo a la Revolución francesa). Sin embargo, esa línea no llegó a fructificar debidamente y pronto se vio sustituida por el pensamiento filosófico-político destinado a establecer, entre nosotros, los fundamentos (como por lo demás también ocurrió en Europa) del moderno principado y, por consiguiente, del Estado absoluto. Muy lejos del sistema complejo de interferencias de momentos garantizadores, en los que Mclllwain ha descubierto una línea de continuidad en el pensamiento jurídico y político inglés entre constitucionalismo antiguo y moderno, en el pensamiento constitucional italiano —siglos xvi y xvn— se produce un corte radical protagonizado por Maquiavelo y sus epígonos (entre los cuales sobresale Giovanni Botero, que teorizó en la Corte de Turín la construcción del Piamonte como Estado fuerte, del que después tomó sus bases la unidad italiana). De esta forma el estudio del poder pasa a entenderse como sistema de superación de pesos, contrapesos y particularismos que habían determinado la falta de formación en Italia de un gran Estado moderno, como el que se forjó en Francia, España e Inglaterra, y que en poco tiempo, como nueva forma de organización política, adquirió su máximo apogeo. Todavía en plena Ilustración, mientras en Francia y, aunque sólo fuera parcialmente, en otros países europeos, cambia radicalmente el modo de concebir el problema central de la categoría de lo político, y se pasa del estudio del poder en sí al de las consecuencias del ejercicio del mismo, como resultado de ser el hombre y el ciudadano quienes se convierten desde entonces en el centro de la experiencia política, en Italia, la atención se seguirá polarizando aún en las reformas y en la organización del poder. Lo que explica la muy escasa y nada original contribución de nuestros escritores a los grandes temas de la democracia. Durante el Resurgimiento la perspectiva no cambia sustancialmente, y ello por una compleja serie de razones que señalaremos con brevedad. Ante todo, no hay que olvidar los dos principales problemas del momento. En primer término, el de la independencia de la nación italiana del predominio de los Estados extranjeros, de donde derivaría que la escuela italiana del Derecho internacional (y recordemos por todo el nombre de Pasquale Stanislao Mancini) elaborase la doctrina del principio de nacionalidad como autónoma determinación del pueblo. Pero con ello no nos encontramos aún con el modelo democrático del pensamiento de Giuseppe Mazzini, si no, por el contrario, en una reducción del mismo en sentido moderado. En segundo lugar, está el problema de la autonomía de la sociedad civil respecto al poder religioso, que determina una potenciación del liberalismo, pero que no significa en modo alguno una potenciación aún de la idea democrática. Por lo demás, la unidad de Italia no se forjó tanto por la acción y la participación popular, sino más bien en torno a una monarquía. Se trata indudablemente de una dinastía que mostraba en aquella época una personalidad de amplia caracterización liberal, como era la de Vittorio Emanuele II, y que eludía las configuraciones carismáticas, pero de todos modos, una monarquía no puede ser democrática si no es a condición de renegar de sí misma, renunciando a todo residuo de poder político. Justamente por ello se haría necesario esperar hasta el final de la segunda guerra mundial, después de la caída de la dictadura fascista, para que los problemas que se conectan con el ordenamiento democrático pasasen a formar parte y a integrar los grandes debates culturales. No debe olvidarse que, cuando entra en crisis el modelo de Estado liberal surgido del Resurgimiento, los estudiosos más significativos y culturalmente más relevantes, se muestran escépticos, por no calificarlos abiertamente de polémicos, en relación a la interpretación en términos democráticos de la evolución política. Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y (lo recordamos aquí por los fundamentales trabajos referidos a Italia, a la que estaba vinculado a través de la Universidad de Turín) Roberto Michels, se sitúan en efecto, desde un pesimismo inteligente y lúcido frente a la praxis política democrática y frente a algunos fenómenos que comenzaban a manifestarse en la Italia de aquellos años. Entre ellos cabría recordar la incipiente partitocracia y la fragmentación del poder hacia los partidos y a los sindicatos. Se comprende así que aparezca perfectamente justificado el interrogante con el cual un ilustre historiador, el escritor Gactano Salvemini, abría en 1946 en la revista florentina // Ponte (dirigida por un gran jurista italiano, Piero Calamandrei) un amplio debate cultural. El interrogante era éste: ¿Fue la Italia parafascista una democracia? Ciertamente no se trataba de una pregunta retórica, habida cuenta que cuando la misma se formula es cuando se inician los trabajos de la Asamblea Constituyente, que, elegida el 2 de junio de 1946, aprobaría en 1948 la Constitución italiana, que aún perdura como nuestra Carta Fundamental. Del tema se hizo también eco, si bien desde posiciones más moderadas, un notable constitucionalista, Emilio Crosa (sucesor en la cátedra de Turín de Gaetano Mosca y de Gaetano Arangio-Ruix) con el volumen El Estado democrático. Presupuestos constitucionales. Mientras para Salvemini y para los demás escritores que intervinieron en el debate de la revista // Ponte, la Italia parafascista no podía considerarse una democracia, por la imperfecta acogida en la praxis de los principios de la igualdad sustancial, por la persistencia de las viejas formas clientelares, por las amplias tasas del analfabetismo, miseria y subdesarrollo, por el esteticismo de las clases sociales, para Crosa, y para toda la corriente de pensamiento liberal y moderado (entre la que quizá convenga recordar al notable economista piamontés Luigi Einaudi, que terminaría en 1948 siendo el primer Presidente de la República Italiana, que sucedía al jefe provisional del Estado, Enrico de Nicola), la Italia parafascista podía, en cambio ser considerada como una democracia, a la que faltaron solamente algunos desarrollos y perfeccionamientos. Desde esta óptica, y más allá de teorización abstracta, también Italia podría ser entendida desde el modelo de las democracias europeas, respondiendo a una evolución constante, interrumpida solo bruscamente por la dictadura fascista. Sin entrar en el contenido de la polémica, lo que importa constatar es que un debate cultural importante acompañó a los trabajos de la Asamblea Constituyente. Trabajos que se desarrollaron (y queremos hacer una referencia a la obra de Ruffilli y en un plano más estrictamente jurídico a la de De Siervo), a tenor de la dialéctica que imponían los diversos momentos culturales, vinculados, por una parte, al modelo de la transición al socialismo (y esa era la postura de los comunistas y de los socialistas), y, por otra, a una corrección y quizá a una superación en sentido social del tradicional Estado liberal de impronta decimonónica (es aquí donde conviene recordar, aunque desde planos contrapuestos, a los católicos y a los radicales socialistas, epígonos en el partido de acción del pensamiento de Gobetti, Rosselli, Salvemini). Es desde esta perspectiva desde la que hay que comprender la debilidad de fondo del planteamiento «constituyente», ya que, en lo que respecta a la organización del Estado, nuestros constituyentes se situaron en el campo de unas estructuras tomadas de los cánones clásicos de las democracias representativas de la primera posguerra, mientras que en lo que se refiere a las estructuras de las relaciones económicas y sociales, que en la realidad se presentaban como inmutables, la Asamblea Constituyente (quizá porque se había logrado salir de la trágica experiencia de la guerra) no deliberó reformas, sino que se limitó a prometerlas elaborando un amplio catálogo de derechos sociales, bastante parecido a los que treinta años antes había realizado la Asamblea Constituyente alemana de Weimar y que hoy han desarrollado las Constituciones de Portugal y de España. Piero Calamandrei, al publicar en los años cincuenta el famoso ensayo de Francesco Ruffini, Derechos de libertad, escrito en polémica con la política del fascismo en 1924, redactó un prólogo amplio y apasionado, en el que sostiene que la clase política surgida de la resistencia se limitó a prometer una revolución, todavía no resuelta, de nuestra Constitución y de nuestro Derecho constitucional, que aún hoy, después de treinta y dos años, permite que sea lícito el que nos preguntemos cuáles son los caracteres de la democracia italiana. Para responder adecuadamente a esta cuestión tendríamos, como es claro, que desbordar los límites de este pequeño ensayo. Por ello, no es otra mi intención que limitarme a indicar algunos problemas, y no a comentar las posibles soluciones. En este sentido voy a referirme a puntos centrales de la Constitución, distinguiendo lo que los alemanes llaman la parte organizativa de la que se refiere a la sociedad civil y a su modo de ser. Por lo que se refiere a la parte organizativa, la primera impresión —que por lo demás es la más correcta— es la de que se trata de una Constitución adaptada a un país de democracia clásica, con una clase política bastante homogénea y provista, junto a una gran fe en los mecanismos tradicionales de agregación de la voluntad popular (partidos, parlamento, opinión pública, libertades clásicas), de una notable desconfianza hacia un ejecutivo fuerte (no olvidemos que a la salida del fascismo los constituyentes estaban impactados más por los abusos del régimen anterior que por los vacíos de poder que tanto contribuyeron a justificar su creación). Esa desconfianza se mostró también hacia la figura del Jefe del Estado, para cuya configuración institucional, más o menos conscientemente, se desempolvó la antigua teoría (que en otra ocasión he denominado mística) del poder neutro de Constante, y según la cual lo que se pretendió fue montar un Jefe del Estado más neutro que efectivo poder.

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