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Pibes Chorros

dakingten14 de Octubre de 2014

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Tres movimientos para explicar por qué

los Pibes Chorros visten ropas deportivas

INTRO – “Porque nosotros la mayoría de las veces: relojes, camperas, oro. Pero

después lo empeñamos. Las cadenas, todo eso, las empeñamos de toque. Una vez tenía un

reloj, loco! ... un Rolex. Ese reloj se lo saqué a un chabón de traje. Un reloj todo de oro,

espectacular!... Me lo agarró la hijita de Javier y : pa!, pa! , me lo rompió todo. Me quedé

dormido, re-borracho. Y al otro día ví que estaba con el reloj: pa! pa!, [golpeando el piso]

con el reloj de oro ...”

Acaso este relato pueda oficiar como prueba de la pretendida irracionalidad de los

Pibes Chorros. ¿Quién en sus cabales descuidaría un reloj de oro?. Y más: ¿quién lo haría

después de haber arriesgado la libertad o la vida para obtenerlo?. Frente a esto el sentido

común, bien-pensante y bien-habiente, reaccionará encadenando rápida y oscuramente

elementos que, entiende, proceden de la oscuridad: el delito, el alcohol (o la droga) y ¿porque

no? el sueño.

Dando un paso muy corto, este catálogo de monstruosidades emparejadas podrá

incluir, además, juventud y pobreza por lo que ambas tienen de desmesurado. De tal modo,

calibrado con el metro de una razón utilitaria y moralizante, el confuso episodio encuentra

explicación: jóvenes delincuentes, provenientes de las sombras de la ciudad y de las tinieblas

de su propia (in)conciencia, irrumpen en el sosiego de quienes honestamente viven y

consumen. Atacan. Y vuelven a su morada en un paraje asimilable al estado de naturaleza. En

consecuencia: no debería haber mesura en la pena de quienes no conocen la medida o , en todo

caso, debería haber la pena más dura.

Como se ve, si el bien y el mal vuelven a ser los dobles respectivos de la razón y la sin

razón, y si la razón queda del lado de la sociedad de los consumidores legítimos, entonces,

todos los elementos puestos en escena por el relato de un joven-lobo vuelven a ocupar su justo

lugar. Situaciones, objetos y sujetos pueden clasificarse fácilmente según conocidas

polaridades: nosotros y ellos, sensatos e insensatos, desprotegidos y peligrosos.

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Sólo queda el reloj complicando este despliegue liso. Y esto por que, bien visto, un

reloj de oro es, también él, bastante irracional. Aunque la moral esté de su parte.

Es un reloj, sin dudas, “espectacular”. Las fuerzas que moldearon sus materiales lo

querían definitivo: había sido hecho para durar siempre. Y para establecer una distancia tan

visible como permanente. Un reloj “todo” de oro: notoriamente excesivo respecto de su

modesto valor de uso. Claro que es precisamente allí, en lo evidentemente superfluo de su

constitución, donde manifiesta el status de su portador. Por eso es un modelo. Un arquetipo al

cual deben referirse todos los ejemplares de su especie. No tanto por su perfección mecánica

como por la capacidad de exhibir una diferencia.

Llegado por accidente o dolo a manos de un habitante de la clase media jamás hubiese

sido descuidado. Quizá tampoco hubiese sido vendido. Asegurado con aparente displicencia a

la muñeca nerviosa, militaría, poderoso, aportando a la simulación en la lucha por la vida de

su novel poseedor. Un trabajador adulto y pobre, en cambio, encontraría risible la posibilidad

de despejar sus incertidumbres horarias recurriendo a tan desproporcionado utensilio. Risible,

como el psicoanálisis de diván o las dietas macrobióticas. Entre los pobres sólo el puntero

político y el delincuente profesional podrían vestirlo: dobles bizarros del gobernante y el gran

empresario, no perderían la oportunidad de apuntalar, como aquellos, su estatuto rapaz; su

condición ostensiblemente ajena a toda labor rutinaria, manual y productiva.

Nuestros jóvenes, por su parte, no pueden apropiarse de él sin someterlo a un

tratamiento previo. Puesto que se trata de un objeto demasiado connotado por su procedencia

ha de ser procesado, transfigurado. Perderlo o destruirlo es, después de todo, una forma de

consumirlo; de acercarlo a la configuración cultural que lo ha capturado. También pueden

venderlo. Y es esta alternativa (destrucción o venta para un nuevo consumo) la que permite

dar cuenta de las líneas de fuerza que se anudan en el espacio cultural constituido por los

Pibes Chorros.

UNO – En general los ladrones profesionales y adultos, los “chorros”, asumen como

propia la imposibilidad de sostener un trabajo lícito. Continuidad y monotonía son las

propiedades que encuentran como características, e intolerables, de cualquier faena legal. Otro

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rasgo típico en ellos parece ser una aguda incapacidad de representarse un futuro personal.

Rasgo que se ve acompañado de una firme renuencia a hablar sobre el tema. Ambas

características nos conducen al centro de la (sub)cultura que les otorga un sentido especifico.

Digamos, pues, que el ladrón profesional trabaja profesionalmente. Y que su tarea

consiste en apropiarse del trabajo de los demás. Más cerca del cazador que del labriego, del

guerrero que del industrial, la naturaleza de su actividad es predatoria: el ladrón cosecha donde

no ha sembrado. Haciéndose de un golpe con lo que otros obtuvieron a través de esfuerzos

sostenidos, y dilapidando lo abruptamente conseguido de manera igualmente abrupta, la

experiencia delictiva se “realiza” en el consumo, no en la producción. Su cifra no es la

acumulación sino el gasto.

Pero a los ojos de quienes han hecho del robo un oficio o una profesión, el trabajo legal

no sólo es tedioso, ajeno a la tensión exaltada de su actividad rapaz y belicosa: también es

indigno. Su bochorno consiste en ser signo de debilidad. Quien es débil debe servir a otros,

debe producir riquezas sin consumirlas, debe utilizar el tiempo presente en favor del porvenir.

Quien es débil debe trabajar. Fuerte es aquel el capaz de manifestar agresivamente su vigor

mediante hazañas. De arriesgarlo todo en una sola jugada. Y de ganar. Violencia y astucia,

prepotencia y fraude, son los vehículos de su proeza. Por eso es el honorable. El digno de

respeto.

Esta “moral del amo” inviste con clara centralidad el mundo del delito profesional,

tiende a redactar sus códigos y a organizar sus estamentos. Que el carterista se encuentre en el

punto inferior de su escala jerárquica, a incontables peldaños del asaltante de bancos, no se

debe a que este mundo valore favorablemente la expropiación a los potentados y la protección

de los menesterosos. Se trata, antes bien, de la vigencia en él de una moral de combate, por la

cual se es más fuerte cuanto más poderoso es el adversario al que se ha derrotado. Aquí la

gloria del vencedor es directamente proporcional a la potencia envilecida del vencido; y cada

victoria cubre al campeón con el mana que cubría a su oponente subyugado. De allí que cada

éxito lo haga más fuerte y la mayor fortaleza le provea nuevas victorias.

No sorprenderá entonces que el botín de un formidable golpe, más que “capitalizar” a

su ejecutor dejándolo de este lado de la ley y del trabajo, lo coloque en posición de perder

irremediablemente lo ganado. No sorprenderá la constante disposición al exceso de los

habitantes de este mundo. “Lo que se gana fácil, se gasta fácil” es la frase preferida por los

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ladrones profesionales para describir esta disposición. Frase cargada de desprecio e ironía, que

ilustra a su modo la constelación de sentidos (la cultura) que permite proferirla. Es que el

gasto “fácil”, el derroche, es otro signo de potencia. Si se tiene el poder de destruir ingentes

riquezas en consumos superfluos, es porque también se tiene la confianza en ser capaz reeditar

tanto el derroche como la triunfo que lo habilita – o de morir intentándolo. Todo lo que se ha

obtenido “fácilmente” arriesgando la propia vida y la de otros, es dilapidado sin miramientos

porque poniendo en juego aquello que hubiera podido ser seguridad, abismando todo

continente, se prolonga el impulso de la proeza delictiva. Como el acto de robar a mano

armada, este es otro juego de suma cero. Un nuevo todo o nada. Un intento más de subyugar a

la suerte arriesgando la propia caída, y de señorear sobre aquellos que se aferran a la seguridad

obediente de la acumulación y la rutina. Luego, quien de pruebas fehacientes de su capacidad

de exceso, recupera en reputación lo que pierde en festines.

Este mundo del delito (adulto, popular y urbano) es, para decirlo con las precisas

palabras de un ladrón profesional, “ya bondi”. Promueve una existencia conflictiva, nómade y

clandestina, donde los desafíos y las intensidades en juego obligan a subirse a “cualquier

bondi”. O, mas bien, al bondi del ahora absoluto. Sin rumbo y sin plan. Sin ahorro. Sin

prudencia. Un mundo en el que cada acción se agota en si misma: ajena a toda trascendencia

brilla con el fulgor de lo inmediato, y por ese mismo fulgor es devorada. De allí la incapacidad

de sus habitantes para justificar utilitariamente

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