Surgimiento del analisis de politicas publicas
Alfonso Coronel VázquezEnsayo5 de Diciembre de 2019
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Introducción
El análisis de políticas públicas en sus orígenes subdisciplina de la ciencia política aunque también denominado sociología del Estado o más amplio aún de la acción pública, se nutre de muchas herramientas teóricas y metodológicas que bien pueden aplicarse al contexto argentino y latinoamericano, sin reeditar modelos ni forzar la operacionalización descontextualizada de instrumentos. Originalmente, el análisis de políticas públicas deriva del enfoque pluralista, especialmente, de aquellos trabajos que se centraron sobre el análisis de los procesos de decisión. En grandes líneas, para este enfoque la política pública es el resultado de la confrontación entre los distintos grupos de interés implicados en los procesos de producción social. Lo novedoso de este análisis es que rompe con las tradiciones marxistas y Weberianas del Estado, que lo entendían como una entidad global susceptible de un análisis específico, y logra abordar las múltiples racionalidades en competencia dentro del mismo Estado. A su vez, el análisis de políticas públicas deriva del creciente rol adoptado por los Estados en política económica y social tras la segunda postguerra. La multiplicación de nuevos programas públicos generó el interés por conocer de modo riguroso el funcionamiento efectivo de las intervenciones estatales, a diferencia del abordaje más tradicionalmente jurídico y formalista de los estudios de administración pública predominantes hasta ese momento. El análisis de políticas públicas incorporó nuevas perspectivas y metodologías, incluyendo algunas provenientes de la ciencia política, la economía, la estadística y otras disciplinas similares. Hoy, el campo de las políticas públicas se nutre de estos orígenes diversos para crear su propio y distintivo perfil de estudio.
Aunque algunos autores logren remontar el origen de la noción de policy hasta la cultura grecolatina (Guerrero, 1997) y otros más modestamente hasta finales del siglo XIX con los trabajos pioneros de Woodrow Wilson (1887) (González-Tachiquín, 2005), todos están de acuerdo en que fue durante las décadas de 1930-50, gracias a los trabajos de Harold Lasswell en los Estados Unidos, que la idea de las “políticas” cobró su sentido contemporáneo. Peter de Leon (1997), afirma que “Lasswell articuló el primer uso formal del concepto ciencias de las políticas fue el primero en definir de manera coherente lo que constituía este ‘nuevo’ enfoque del gobierno”. Para ello, Lasswell se apoyó en el pragmatismo y el progresismo de los principales precursores de la orientación hacia las políticas a principios del siglo XX: Jhon Dewey y Charles Merriam. Estos pensadores de la política habían asumido la tarea de acercar el mundo de la ciencia al mundo de la democracia5 y, al hacerlo, le imprimirían un toque normativo cercano al republicanismo cívico, pues “no solo buscaban la aplicación del conocimiento científico a los problemas públicos, sino la educación de los ciudadanos encaminada a la participación activa en la vida pública” (Torgerson, 1999: 298). A decir verdad, existían dos detonantes fundamentales por los cuales el contexto norteamericano de mediados del siglo pasado era fértil para el surgimiento de las policy sciences: uno político y otro académico.
La raíz del planteamiento surge con las últimas generaciones de estudiosos. Por ejemplo, en la Ciencia Política prestigiosos especialistas -fundamentalmente, Harold Lasswell, de la Universidad de Yale- habían señalado, ya a principios de los años cincuenta, la necesidad de una «orientación de políticas» en las disciplinas académicas l. Que tal orientación sería distinta de las disciplinas académicas tradicionales, parece ahora tan obvio como entonces. Estas disciplinas sobreviven sobre paradigmas y conocimientos codificados desarrollados por especialistas que pretenden una evolución del estadio en que se encuentran la filosofía, la historia, la economía, la ciencia política, la sociología y las ciencias biológicas y físicas. Sin entrar en el contenido concreto de cada una de ellas, todas las disciplinas intelectuales comparten las mismas convenciones. Las personas que se dedican a ellas establecen lo que es importante: aceptan o rechazan los paradigmas que sirven como modelos intelectuales y mantienen los esquemas del discurso académico. En resumen, la estructura de las disciplinas académicas -inluso las importantes para las políticas está construida sobre investigaciones que producen y consumen los mismos especialistas sin salir del marco académico. También está claro que el conocimiento disciplinar puro es muy diferente del que surge de la práctica de las políticas públicas (y de su campo de estudio asociado que es la administración pública).
El término “políticas públicas” requiere definir y discutir inicialmente los significados de política y de lo público. Una de las definiciones más habituales de política la provee Max Weber (1987), quien la entiende como la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, la cual se caracteriza por el control de la violencia física como medio específico de dominación. Más adelante desarrollaremos que, para Weber, la idea de asociación política en el mundo contemporáneo refiere básicamente al Estado. Esta concepción acotada de la política se diferencia de las prevalecientes en otros períodos. Para Aristóteles, por ejemplo, el hombre era un “animal político”: su actividad en la polis no era sólo un componente más de su vida, sino el rasgo definitorio de su existencia (Sartori, 1984). En la civitas romana la política seguía sin ser una actividad autónoma, y es recién con Nicolás Maquiavelo, en el siglo XV, que la política aparece como una esfera propia, separada, por ejemplo, de la ética. Ambas pueden estar incluso en conflicto, porque la moral política (aquello que el líder político debe hacer por el lugar que ocupa) es distinta a la moral propia de otras actividades. Weber (1987) ha sistematizado esta intuición de Maquiavelo señalando que en ocasiones el político debe optar entre seguir la ética de sus convicciones o respetar una ética de la responsabilidad: “Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza”. Observamos aquí la referencia al poder como aspecto ineludible de la política. Dirigir el Estado es tener el poder para tomar decisiones obligatorias y vinculantes para los miembros de una sociedad. Se cuenta, para ello, con el respaldo de la coerción; en términos de Weber, con el monopolio de la violencia legítima. Caramani (2008) sintetiza las dimensiones que conforman lo político: la toma de decisiones públicas y autorizadas, la adquisición y el mantenimiento del poder para tomar esas decisiones, y el conflicto y la competencia por el poder y su utilización. Este escenario es necesariamente conflictivo porque las decisiones tomadas por la política suelen implicar una redistribución de recursos entre los miembros de la sociedad (Colomer, 2009). Para este autor, lo distintivo de la política es la decisión sobre la provisión de bienes públicos, aquellos que no pueden ser provistos por el mercado u otros mecanismos privados. Algunos de estos bienes (como la defensa nacional) generan beneficios para todos los integrantes de la sociedad, pero la mayoría de ellos (las políticas económicas y sociales, las obras públicas, los esquemas impositivos que las financian, etc.) modifican la distribución de los recursos en la sociedad, lo cual explica la competencia por alcanzar las posiciones políticas decisorias, o al menos por influir sobre ellas. Harold Lasswell (1958) ha resumido esto en pocas palabras: “la política es quién obtiene qué, cuándo y cómo”. Por las razones ya mencionadas, la política en la época contemporánea se liga ineludiblemente al Estado. Ése es el tema de la siguiente acción.
Por una parte, el comienzo de una democracia de masas en los años 20, acompañada de una creciente politización de la cuestión social después de la Gran Depresión, expandieron las funciones clásicas del Estado liberal. Retomando las ideas del progresismo norteamericano de finales del siglo XIX, los gobiernos del New Deal en adelante se comenzaron a preocupar cada vez más por cuestiones que históricamente habían asumido otras instituciones, como la familia o el mercado –el cuidado de los adultos mayores, la educación de los niños, los cuerpos de bomberos o el servicio de energía electrica–. Además, mientras aumentaba la disposición en el ámbito gubernamental para enfrentar los problemas sociales generados por los fallos del mercado, también aumentaba la creencia en que el conocimiento técnico y científico podría ayudar a mejorar el rendimiento gubernamental. Durante esta etapa en el estudio de las políticas públicas, que Dunn (1981) llama “analicéntrica”, fueron disciplinas como la ingeniería, la investigación de operaciones, el análisis de sistemas y las matemáticas aplicadas las que alimentaron la fe en una democracia que tomara decisiones sustentadas en el saber científico. Con todo este desaforado optimismo, los gobiernos comenzaron a transformar sus esporádicas acciones de beneficencia en políticas institucionalizadas del bienestar. Sustentadas en premisas macroeconómicas keynesianas, generosos presupuestos públicos, instrumentos de gobierno directo y, evidentemente, la ampliación fiscal y burocrática del Estado moderno, este tipo de políticas lograron cambiar el referencial global de la acción púbica (Muller, 2006) desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de los años 70. Ese Estado policía y abstencionista que se limitaba a arbitrar el juego social y económico, a ser un tercero imparcial que únicamente producía normas y hacía cumplir contratos, dio paso a otras formas de Estados sociales alrededor del mundo – asistencialistas, paternalistas, del bienestar, developmental state, desarrollistas, dirigistas, proteccionistas, progresistas o intervencionistas–. Algunos interpretaron esto como un proceso de democratización, y otros, más alarmistas, como la llegada del comunismo al mundo occidental. Lo cierto del caso es que cuando se da un giro en el referencial global no solamente cambia la manera en que los actores gubernamentales, privados y sociales interpretan el presente y planifican el futuro, sino también en el sentido y el valor que le asignan al pasado mismo. De ahí que Lasswell buscara con su proyecto policy sciences of democracy el antídoto que pondría para siempre la planeación por encima de la improvisación en el quehacer gubernamental, y, a su vez, el antídoto democrático en contra del indeseable Garrison State6 que amenazaba el orden democrático-liberal de los años 40 y 50. Finalmente, el tiempo demostró que este entusiasmo gubernamental para resolver los problemas públicos no tendría los resultados esperados. Se reconoció que estos problemas son complejos, interdependientes, multi-causales y que, a menudo, las buenas decisiones tomadas en los centros de decisión política no se traducen automáticamente en buenas implementaciones de política pública (Pressman y Wildavsky, 1973). Además, hechos como la crisis del petróleo, la crisis de la deuda o la caída del muro de Berlín cambiaron nuevamente el panorama político y económico mundial. A partir de los años 80 se comenzaron a desmontar progresivamente las antiguas estructuras del bienestar y se daba un cambio hacia lo que Muller (2009) llama el “referencial de mercado”. Desde diferentes corrientes neoliberales, como el monetarismo de Milton Friedman, la escuela austriaca de Friedrich Hayek o la escuela del public choice de James Buchanan, se comenzó a extender la idea de que no sólo los mercados fallan, sino que también lo hacen los Estados y sus diferentes formas de intervención, muchas veces traumáticas, en lo social y en lo económico. Para estas corrientes se trataba de que “la gente se quite sus lentes de color rosa cuando mira el comportamiento de los políticos y el funcionamiento de la política” (Buchanan, 2005: 219). Entretanto, Ronald Reagan y Margaret Thatcher se encargaban de realizar la respectiva traducción político-administrativa de los discursos económicos de una época en la cual, el auge del proceso globalizador, consolidaba poco a poco un nuevo orden internacional unipolar en favor del bloque histórico anglo-americano. Comenzaron entonces las reformas de primera y segunda generación, la re-regulación del mercado y el cambio institucional del Estado, la reinvención del gobierno, las transformaciones de la Nueva Gestión Pública y se consolidaba la idea de que los administradores públicos también eran agentes maximizadores de beneficios económicos (Niskanen, 1994). Con todo este adelgazamiento del Estado en los años 90, las políticas con pretensiones universales pasaron a ser políticas focalizadas, se recortó la inversión social, se contrajo la política fiscal y se privatizaron todo tipo de empresas públicas. Paralelamente, este nuevo cambio en el deep-core del sistema de creencias de los políticos y los policy makers (Sabatier, 2009), también abrió un nuevo espacio para que los estudiosos de las políticas se preguntaran qué era lo que había pasado con las políticas del bienestar en décadas anteriores y cómo se explicaban entonces los grandes cambios en las políticas públicas.
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