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Dios Padre Todo Poderoso


Enviado por   •  26 de Marzo de 2013  •  2.038 Palabras (9 Páginas)  •  472 Visitas

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DIOS CON NOSOTROS

En Jesús se cumplen todas las promesas de amor que Dios había hecho a su pueblo. Cada vez Dios se iba acercando más a los hombres. Ahora, “en la plenitud de los tiempos” (Gál 4,4), Dios se hace uno de nosotros; se compromete hasta lo último con la raza humana a través de Jesús, a quien el profeta Isaías había profetizado como “Dios con no­so­tros” (Is 7,14; 8,10).

Sepan que una virgen concebirá y dará a luz a un hijo,

al que pondrán el nombre de Manuel,

que significa: Dios con nosotros.

(Mt 1,22)

Trataremos de estudiar a través de la Biblia quién es este Jesús, Dios con nosotros, en quien depositamos nuestra esperanza.

1. “SE HIZO UNO DE NOSOTROS”

Dios no se presentó en la historia como un liberador prepotente, ni como un gran señor, que desde las alturas de su comodidad, ordena la liberación de los esclavos. Él bajó al barro de la vida, se hizo pequeño y conoció en carne propia lo que es el sufrimiento humano:

Cuando llegó la plenitud de los tiempos,

Dios envió a su Hijo,

el cual nació de mujer y fue sometido a la Ley.

(Gál 4,4)

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

(Jn 1,14)

Él que era de condición divina

no se aferró celoso a su igualdad con Dios.

Sino que se aniquiló a sí mismo,

tomó la condición de esclavo,

y se hizo en todo igual a los demás hombres,

como si fuera uno de nosotros. (Flp 2,6-7)

Se hizo en todo semejante a sus hermanos. (Heb 2,17)

Siendo rico, se hizo pobre por nosotros,

para enriquecernos con su pobreza,

(2 Cor 8,9)

Hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores

(Mt 8,17)

Fue sometido a las mismas pruebas que nosotros,

pero a él no le llevaron al pecado.

(Heb 4,15)

Compartió las privaciones de los pobres

¿En qué consiste este hacerse uno de nosotros? ¿Hasta qué grado Jesús compartió nuestras debilidades y nuestras penas?

Según un dicho popular, el amor hace iguales. Y este amor gran­dioso e increíble de Dios hacia los hombre le hizo bajar hasta lo más profundo de nuestra humanidad. Compartió la vida del pueblo sencillo de su tiempo. Vivió, como uno más, la vida escondida y anónima de un pueblito campesino. Sus penas y sus alegrías, su trabajo, su sencillez, su compañerismo; pero sin nada extraordinario que le hiciera aparecer como alguien superior a sus compueblanos.

Su madre, María, una chica de pueblo, buena, sencilla, de corazón grande y con una inmensa fe en Dios. Su padre adoptivo era el carpin­tero del pueblo. Y como hijo de gente pobre, muy pronto, en el mismo hecho de su nacimiento, conoce lo que son las privaciones de los po­bres. Comienza por no tener ni dónde nacer. Ellos tenían su casita, pero “por órdenes superiores” no tuvieron más remedio que hacer un largo viaje para “arreglar sus papeles”. Las autoridades querían hacer un censo para cobrar impuestos, y cada persona tenía que ir a anotarse al pueblo de origen de su familia (Lc 2,1-5). Y así, aunque María estaba por dar a luz, cerraron su casita de Nazaret, y se pusieron tres días en camino hasta llegar a Belén, el pueblo de sus antepasados. Así, Jesús llegó a ser partícipe de las graves molestias que con frecuencia las fa­milias pobres tienen que sufrir para cumplir los caprichos de los pode­rosos.

En Belén no encuentran parientes que los reciban. Ni tampoco hay lugar para ellos en la posada pública, lo mismo que en tantos pueblos no hay alojamiento para los pobres que no tienen con qué pagar. Los padres de Jesús no tuvieron más remedio que ir a cobijarse en una cueva, donde alguien guardaba sus animales. Y allá, en algo así como un chiquero o una caballeriza, nace Jesús. Su primera cuna es una ba­tea donde se da de comer a los animales (Lc 2,7). ¡Qué bajo bajó Dios! El Amor le hizo compartir el nacimiento ignominioso de los más pobres del mundo.

Compartió el dolor de los emigrantes

Pronto tuvo que sufrir otro dolor humano que sufrieron y siguen su­friendo millones de personas: el dolor de los emigrantes. El egoísta Herodes tuvo miedo de que aquel Niño fuera un peligro para sus privi­legios, por lo que mandó matar a todos los recién nacidos de la zona, con la esperanza de eliminar así a Jesús, al que ya desde el principio intuyó como enemigo. Los padres de Jesús tuvieron que huir al extran­jero para escapar de la dictadura sangrienta del tirano (Mt 2,13-18). Así Jesús compartió la prueba de la persecución política y el destierro. Y el dolor de todos los que por diversas causas se ven obligados a emi­grar a tierras extranjeras, lejos de los suyos, sus costumbres y su idioma.

Una vez muerto Herodes, sus padres le llevan a Nazaret (Mt 2,19-23), donde estuvo hasta llegar aproximadamente a los treinta años. Allá vivió la vida de un joven pueblero de su tiempo. Iría a la escuela apenas los primeros años (Jn 7,15). Pronto sus manos sentirían el mordisco del trabajo. En los últimos años, muerto José, tuvo que hacerse cargo de su madre viuda. Casi no conocemos estos primeros treinta años de Jesús, pues compartió la vida de un hombre común y corriente. No es ningún personaje importante. Pertenece al pueblo anónimo del que nada se sabe. Entra lentamente en la maduración que exige todo des­tino humano.

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