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Gobernantes pendientes


Enviado por   •  29 de Noviembre de 2011  •  Biografías  •  1.395 Palabras (6 Páginas)  •  634 Visitas

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La mediocridad de nuestros gobernantes me reafirma en la idea de que para ser malvado son necesarias ciertas dosis de inteligencia. Si alguien supo manejar este sospechoso arte con ingenio fue el hombre que nos describe Stefan Zweig en este pequeño tesoro que recomiendo vivamente a todo el que quiera acercarse al abismo de la política. Pero, ¡ojo!: las tenebrosas pinceladas que nos narra con delectación y lozana mojigatería Zweig producen vértigo.

El escritor Jean de La Bruyère veía la política como un juego de ajedrez que precisa de un plan preconcebido aunque, en ocasiones, obliga a arriesgarse y a realizar el movimiento más caprichoso e impredecible. Nadie como Fouché dominó esa ciencia con mayor maestría. Napoleón fue sin duda el genio militar de esa época de espasmos revolucionarios. Un genio que manejó el tablero de Europa con la habilidad de la que sólo son capaces los grandes hombres. No obstante, la sombra alargada de Fouché se coló en el panteón destinado a los hombres ilustres oscureciendo su relumbre con su pertinaz presencia. Su figura se elevó sobre tres generaciones que fueron testigos de sus maquiavélicas artimañas para conservar el poder y, de paso, su cabeza. Como señala simbólicamente Zweig, los grandes héroes de la Ilíada -Patroclo, Héctor, Aquiles- sucumbieron todos ellos, mientras que Ulises prosiguió su odisea gracias a su astucia. Los girondinos pierden, Fouché gana; los jacobinos caen en desgracia, Fouché se yergue indemne; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y, nuevamente, el Imperio, y, ahí permanece incólume José Fouché.

Elegido diputado de la Convención por Nantes en 1792, opta por sentarse en los bancos de la mayoría, junto a los girondinos. Opta por la seguridad. Cuando ya sólo la fantasmal figura de Luis Capeto recordaba el Antiguo Régimen, la República quiso fortalecerse sobre sus ruinas. El día 16 de enero de 1793 se celebró en la Asamblea la gran farsa que decidiría su destino y concitaría el ánimo de las grandes dinastías europeas ante la angustiosa imagen del regicidio. Ese día pertrechado con su banda tricolor de representante del pueblo, a pesar de que la noche anterior Fouché se mostró favorable a la clemencia ante su amigo Condorcet, alzó su voz para pedir: la mort.

Su olfato no le falló, los vientos soplaban en una nueva dirección. Con osadía, al día siguiente, sin dar tiempo a la indignación, firmó un manifiesto en el que justificaba su voto y la condena a muerte del Rey destronado. El golpe surtió efecto y un silencio cobarde se instaló en la burguesía. Desde entonces escaló unos peldaños en la Asamblea para situarse junto a los de la “montaña”; desde entonces radicalizó su discurso hacia un incipiente socialismo jacobino; desde entonces se convirtió en el más apasionado de sus antiguos adversarios.

De lo que en Lyon aconteció no nos refiere mucho detalle Stefan Zweig; prefiere guardar el secreto y sólo se atreve a entreabrir la puerta del infierno sin permitir que nos resulte insoportable el olor a muerte y depravación. Sí; allí estuvo Fouché, delegado por el Comité Nacional de Salud Pública para purgar el crimen de la ciudad contra el revolucionario Chalier que, paradojas del destino, perdió su cabeza afeitada por el instrumento símbolo del Terror. Alguien dijo alguna vez que en nombre de la Libertad se cometerían grandes crímenes -la izquierda ya no utiliza hoy en día esta palabra como tampoco la de Igualdad, ni tan siquiera la de Fraternidad (Solidaridad), pero los métodos siguen siendo muy similares-, y, ¡pardiez!, ¡qué razón tenía! En Lyon forjó su leyenda el que un día sería nombrado por Bonaparte honorable duque de Otranto. Sus crímenes le sobrevivirán, mancillando la imagen de un político considerado por todos los gobiernos de su época como un mal necesario.

El episodio de la contienda entre Robespierre y Fouché se desarrolla con un ritmo y una intensidad que dan muestras de su lucha titánica por salir airosos del mortífero lance. Durante estos difíciles días se sumó a las desgracias de Fouché la muerte de su adorada hija. Duro golpe que, sin embargo, no le hizo bajar la guardia frente a los ataques de Saint-Just, que tenía por misión paralizar al auditorio

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