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Lo que hice en Roma (Enara Trokoniz)


Enviado por   •  20 de Junio de 2016  •  Apuntes  •  34.602 Palabras (139 Páginas)  •  352 Visitas

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Lo que hice en Roma

Enara Trokoniz

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Hoy es lunes.

Me he levantado a muy pronto porque a las siete tengo que estar en Loiu para coger el vuelo. Las dos últimas noches no he dormido nada, supongo que por la emoción del viaje, así que ha sido bastante duro. Tengo la suerte de que mi padre puede acercarme hasta allí.

Será mi segundo viaje sola, después del de Milán del verano pasado. Tengo muchas expectativas puestas en Roma. Mi progenitor me despide en la terminal con un clásico “pórtate bien, Enara”. Aquí comienza la libertad.

Este viaje es una locura logística porque salgo de Bilbao y llego a Roma Fiumicino, previa escala en Barcelona, y a la vuelta salgo de Roma Ciampino y llegaré a Santander. Moraleja: no volveré a coger un viaje ofertado por terceros. Aunque esto me permitirá pasar más horas en la città eterna...

Al entrar en el avión veo que una violonchelista me ha robado el asiento. “No pasa nada”, le digo, “aquel de allí me parece igual de bonito”. Es música profesional y resulta gracioso ver que ha comprado un asiento para su violonchelo y se sienta junto a él. Solo le falta arroparlo con su chaquetita de invierno.

– ¿Da muchos problemas transportar el violonchelo?

–Sí, Ryanair me obliga a pagarle un asiento, aunque bueno, lo prefiero así porque llegará en buenas condiciones.

– ¿Dónde vas a tocar?

–Voy a Barcelona, esta noche toco en el Liceu.

–Suena guay, ¿eres buena?

–Sí, bastante. Vivo de ello. He tocado con Kepa Junkera y otros músicos internacionales. Toco desde 7 y tengo 33. Esta vez seremos un cuarteto de cuerda. Los chicos están desperdigados por ahí atrás.

Esta primera conversación se ha agotado y me quedo profundamente dormida hasta Sicilia (creo). Veo una cosa muy grande, llena de verdes campos y de costa, que pensaba que era Mallorca, pero no puede ser Mallorca. Ni Sicilia, sería imposible. Se trata de Córcega y Cerdeña. Ya solo quedan veinte minutos para aterrizar en Roma.

Al bajar del avión quería preguntarle a la Chela a ver si podía verla en Youtube, pero ha salido disparado, bella, derrochando clase con su parka rojo pasión y su bebé a cuestas.

Salgo a la acera a esperar al autobús de Terravisión que me llevará a Termini, a la estación central. Me siento en la acera a leer mi guía de Roma; la acera está fría. Pero el frío es un compañero muy respetuoso, te deja trabajar en paz y solo se cobra protagonismo cuando te levantas.

Estoy en una zona moderna de Roma, llena de altos edificios, y no noto la diferencia con una ciudad cualquiera. Aguzo el oído para escuchar el italiano, eso me reconforta, pues dudada de si estaba en Madrid. Hay bastantes jóvenes italianas de ojos claros y con buenas vistas traseras, es algo en lo que me fijo.

Llega el autobús y es monumental como empuja la gente para entrar. Esperaba ver el carácter italiano, pero no tan pronto. Yo me contagio, me vuelvo maleducada, porque si solo empujan los de un lado de la cola, y los de delante mío no lo hacen, yo no entro en el autobús. Menos mal que viene la pitbull, una joven trabajadora de la compañía de autobuses, algo estricta, o algo amargada, a poner orden. “Apartaros, que no me dejáis ver a la gente”, le suelta a una pareja que ha comprado un billete equivocado.

Llego a Termini muerta de hambre y casi caigo en la tentación de comer en un Tavola calda (“mesa caliente”), una de las franquicias más conocidas de Roma. La comida tiene buena pinta y está bien lleno. Pero no, prosigo mi camino. Tengo que coger el tren que me llevará a Manzoni, a dos paradas de allí, ya más cerca de mi nuova casa.

El tren está lleno de soldados, no de policías, sino de soldados, y soldadas. Los atentados yihadistas, la presencia del Papa, los carteristas… todo eso les hace estarse al lorito. Cada vez que para un tren, les avisan desde arriba por el pinganillo y bajan a comprobarlo. En este mismo andén, casi me roban la maleta. Me he apartado con mi mapa para preguntarle algo a un romano, y al mirar instintivamente a mi maleta una mano la ha soltado y me ha sonreído con la sonrisa del pillado.

Me bajo en Manzoni y llego a mi hostal, el Domus Romana, en el número 7 de la calle Amedeo VIII, cerca de la mítica Via Appia, la calzada principal del imperio romano. Me he equivocado totalmente, siempre trato de coger alojamientos baratos, en los que de cierto asquete estar, para obligarme a patear las calles, pero esta vez he fallado totalmente. Ha costado 25 € la noche, pero la fachada es preciosa, con su pintura amarilla y sus contraventanas, también amarillas, desconchadas, todo ello coronado con un portón de lo más vintage, como debe ser en Roma, y con un interior muy coqueto.

La dueña se llama Antonella, sabe perfectamente castellano y ha pisado el País Vasco. Es una casera de las buenas, de las que justo te cobran, te enseñan tu habitación y te dejan en paz. He de reconocer que una tiene ojos y que su piercing de la nariz y su rollo okupilla (incluidas algunas manchas en su pantalón) me han despertado el gusanillo. No me resistiría a que me encerrara en el cuarto de las escobas.

A lo que íbamos, no lo aguanto más, me voy a comer. Elijo una cafetería que se ve desde el portal.

–Prego, señorita –me atiende el camarero.

–Spaghetti all’Amatriciana, per favore.

–Certo, ci si può sedere.

Pues vale, me siento. Estos espaguetis son una de las pastas clásicas de Roma. Contienen varias claves: cebolla, guindilla roja, buen aceite de oliva... pero lo que verdaderamente hace que te chupes los dedos son sus tomates de la huerta, sus taquitos de guanciale (papada de cerdo) y su queso pecorino espolvoreado. Revuelvo los espaguetis con el tenedor y los aromas no suben hasta mi nariz, no huele a nada. ¿Era pedirle demasiado a la pasta romana? Quien sabe, quizá sí. Solo el queso de pecora (oveja) se hace notar un poco.

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