Mala Ondis
danykramer8 de Agosto de 2011
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MALA ONDA
Miércoles 3 de septiembre de 1980
Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para
arrojarme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado: hasta pensar
me agota. Desde hace una hora, mi única distracción ha sido sentir cómo los rayos del sol
me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o
Jamaica, de puro puta que es.
Pienso: no debí dejar los anteojos de sol en el hotel. Seguro me los va a robar alguno de los
imbéciles de mi curso; después van a achacárselo a una de esas camareras negras que los
muy huevones intentaron tirarse. Vuelvo a lo mismo: debí haberlos traído. No se puede
venir a la playa sin protección. No se puede andar sin gafas. Si estaban al alcance de mi
mano, en el velador, tan cerca. Incluso los estuve mirando un rato. Me los van a robar, de
puro huevón, de puro volado que soy.
Me dedico a pensar un poco, archivar el problema de los Ray-Ban, pasar a otro tema.
Reflexiono: es probable que nunca más haga tanto calor como hoy. Un grado más y todo
estalla, declaran estado de emergencia, evacúan toda la ciudad. Pero a nadie le importa. Lo
que para ellos es rutina, para mí es novedad. Y eso me apesta, me hace sentir un intruso, lo
peor.
Deben ser como las cuatro o las tres. Da lo mismo. Igual es tarde. Llegué al hotel cerca del
mediodía, cuando no quedaba nadie de mi curso, ni siquiera los más atinados. Los del B,
menos. Esos se levantan todos los días al alba para trotar, jugar vóleibol en la arena o ver el
sol aparecer en el mar. Después van a recorrer las tiendas de Rio Sul y compran esas
poleras para turistas gringos que dan vergüenza ajena.
Tengo sueño, creo que me voy. Recuerdo: cuando logré abrir los ojos y me di cuenta de que
estaba en el hotel, no en otro sitio como creía, pensé un poco, traté de ordenarme, planear,
por último justificar el día. No había muchas opciones: entre quedarme botado allí, sin aire
acondicionado —los del B lo echaron a perder—, o aprovechar el último día de playa para
agarrar aun más sol, no había donde perderse. Me levanté en la más tranquila y me vine
caminando hasta aquí frente al número Nueve de Ipane-ma, donde todos los que realmente
son alguien se apilan.
Mientras caminaba, me puse a divagar. Pensé en Chile y en mi vida, que es como lo que
más me interesa. Cuando algo parecido a una depresión comenzó a rondarme, cambié de
tema y me concentré en las vitrinas; caché, por ejemplo, que las poleras O'Brian se venden
en todas partes. Me sentí más seguro.
Después de andar varias cuadras así en la más lenta, sin alterarme porque estaba sudando y
todo eso, llegué a una plaza que marca el inicio de Ipanema, que es como el barrio bohemio
de Rio y está lleno de librerías y boutiques y bares muy chicos y caros.
A la Cassia le gusta Ipanema y esa plaza donde los hippies venden artesanía, recuerdos,
pinzas para, joínts, aros, las mismas cosas que venden los artesa a la entrada de la Quinta
Vergara en Viña, excepto, claro, las típicas chombas chilotas o esos espantosos posters de
la Violeta Parra. Aquí he conocido cierta gente, amigos de la Cassia, onda universitaria,
humanista, izquierdosa, que se junta a tomar cachaza con jugo de maracuyá y a escuchar
unos cassettes de la Mercedes Sosa o la Joan Baez, que es como peor. La Cassia les dijo
que yo era chileno y los tipos dieron un salto, animándose: y que Pinochet y la dictadura, y
que compañero-hermano, yo conocí a unos chilenos de Conce, exiliados, y luego uno o dos
poemas de Neruda en portugués, que Figuei-redo, o estos milicos hijos de puta que jodieron
a todo el continente... Yo callado, jugándome al tipo buena onda, claro, de acuerdo, tudo
bem, legal.
Me apesta este tipo de conversaciones. Los tipos parecían californianos pero pensaban como rusos y
eso era sospechoso. Uno de ellos, polera Che Guevara (yo, saco de huevas, pregunté quién era), nos
invitó a todos a Niteroi a escuchar a un panameño sedicioso que tocaba canciones de Silvio
Rodríguez. La empleada de mi casa, que está por el NO en el plebiscito, escucha Ojalá y otras
canciones en castellano; intuí, por lo tanto, lo que me podía esperar. A la Cassia, eso sí, le parecía
atractivo. Se rumoreaba que tal vez iría Chico Buarque; se suponía que era un recital clandestino,
contra Figuei-redo, contra Stroessner y Videla, contra Pinochet, hermano. El que lo dijo levantó el
puño izquierdo. Yo le dije a la Cassia que ni en broma, que para ver comunistas prefería el Kafé
Ulm en Santiago. No, no era mi onda, no tenía nada contra ese tipo de gente, pero qué pasaba si
llegaba la policía y me deportaban, media ni qué cagada que se desataría en Chile, me echarían de la
casa y bye bye, my Ufe, goodbye. Ella me encontró razón y terminamos juntos en la arena, mirando
las luces, atracando de lo lindo. Después la llevé al hotel, pero nos cachó mi profesora jefe y la muy
maraca no la dejó entrar. La Cassia me dijo que no importaba, que igual era tarde, que debía irse.
Yo me ofrecí a ir a dejarla. Ella dijo obrigada, puedo irme sola y desapareció.
Después de verla subir al bus, me refugié en una de las tantas pizzerías que hay junto a la
playa, en plena Avenida Atlántica. Pedí una pizza tropical y cerveza. Allí me entretuve
viendo pasar a los turistas. Poco después un negro con sombrero de paja y dientes de sobra
se mandó un feroz volón con sus tumbadoras ambulantes. Ahora que lo pienso, ahora que
estoy en la arena, solo, esperándola, compruebo que esa noche fue la primera vez que fui a
un restaurante solo. Nunca tan terrible, claro, pero igual raro.
Después me fui al hotel, a mi pieza, repleta de huevones durmiendo, roncando, más
hediondos que la cresta. Cox se despertó y me empezó a contar de una boíte donde había
unas mulatas increíbles, pero costaban no sé cuántos miles de cruzeiros, y a treinta y nueve
pesos el dólar, eso es mucha plata, compadre. Me empeloté, me metí a la cama y comencé a
enumerar mentalmente las calles de Rio que conocía, hasta que el sueño me ganó. Al otro
extremo de la pieza, en tanto, Cox se corría la paja: su cama crujía levemente, como
para no despertar al resto. Seguro que todos igual cacharon. Todos lo han hecho. Las
sábanas del hotel deben estar demasiado tiesas. Tipo siete de la mañana, el Patán me
despertó con sus vómitos. Pensé en ir a ayudarlo, pero me dio lata. Seguí durmiendo,
pensando en la Cassia, pensando en mí. Eso fue hace unos cinco días. Puta, cómo pasa el
tiempo.
Con los dedos juego con la arena. No es muy divertido, lo reconozco. Pero sirve. Ando con
una idea fija: reencontrarme con la Cassia, tal como me lo sugirió ella misma, solo que
perdí su teléfono. Estaba dentro de mi billetera casi vacía, que olvidé en esa fiesta de una
mina a la que nunca había visto y que, seguro, nunca volveré a ver; lo único que recuerdo
es que la tipa vivía en el último piso de un edificio por Leblon, que no da al mar, y que era
algo vieja, medio pelirroja, parecida a la tipa ésa, a la mala de la teleserie Pecado capital.
Lo otro es que se tiró al Ivo. Eso lo recuerdo bien porque fue un escándalo y me hizo
acordarme de unas fiestas que daban mis viejos cuando yo era chico. Ivo, que es amigo de
la Cassia, conoció a la pelirroja en la fiesta de alguna embajada en Brasilia. El problema es
que el loco del Ivo partió ya de vuelta a la selva y yo, al parecer, cagué con mi billetera y
todo lo que había dentro, excepto el origarni con esos gramos que compré. Igual, nunca tan
tremendo porque puse todos los dólares y mi carnet en la caja de seguridad del hotel, tal
como me lo
sugirió mi viejo.
Necesito verla. Ya falta poco, todo se está desintegrando y lo único que me queda es esperar que
parta el avión, regresar a Chile. No creo que venga ya, hace demasiado calor; igual estará
acostumbrada —nunca le pregunté cuánto calor hace allá en Brasilia—, pero si no viene, al final no
será por la temperatura o la humedad sino porque, a lo mejor, le doy lo mismo, un pobre turista
más, un pendejo de un país que nadie conoce y que a nadie interesa. Un país que se cree lo mejor,
como yo aquí, que me hago el conocedor pero en el fondo entiendo poco y nada, lo único que sé es
que la sola idea de volver a la niebla de Chile me aterra y que Rio siempre me va a recordar a la
Cassia.
Ella también se va. Pronto. Me lo dijo el día que la conocí. Vuelve a retomar su vida como
hija de funcionario de gobierno, el de Figueiredo, que aquí parecen odiar todos y eso que el
país, para mi gusto, está increíble. La Cassia dice que es un dictador. Igual que Pino-chet,
me dijo, lo que a estas alturas me parece un lugar común, dale con que va a llover. Al
principio su lado medio comunistoide me cayó un poco mal, me pareció una pose, incluso
viniendo de ella, pero se lo perdoné porque me lo dijo con su acento tan especial y fue su
acento lo primero de ella que
...