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Ciencias Derivadas De Sociales


Enviado por   •  5 de Febrero de 2014  •  5.468 Palabras (22 Páginas)  •  297 Visitas

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RELACIONES ESTADO IGLESIA EN EL CONSTITUCIONALIMOS MEXICANO

Relaciones Iglesia-Estado es el término con que la teoría política y la historiografía se refieren a las distintas formas posibles de relación institucional entre Iglesia y Estado:

Separación Iglesia-Estado (también laicidad o laicismo) o (unión o separación de los poderes político y religioso)

Estado confesional o Estado aconfesional (religión oficial o no)

Tolerancia religiosa o intolerancia religiosa

Libertad religiosa o persecución religiosa

Estas expresiones fueron históricamente creadas dentro del cristianismo, y más específicamente para el catolicismo en su relación con el Estado liberal que surge a partir de la Revolución francesa y sus relaciones con el clero católico y el papado en distintos países católicos (Francia, España, etc.); aunque también puede aplicarse a épocas históricas anteriores (en la Edad Media y el Antiguo Régimen) o a otras confesiones cristianas.

Con menos propiedad, también se suelen aplicar a las relaciones entre el poder político y el poder religioso en otras religiones o civilizaciones; por ejemplo, la civilización japonesa sintoísmo estatal la civilización islámica -sharia, islamismo, fundamentalismo islámico, revolución islámica, república islámica-, el estado de Israel -sionismo laico y sionismo religioso mizrahi, judaísmo reformista, conservador, ortodoxo y judaísmo ultraortodoxo, partidos políticos religiosos- etc.

Paul Cliteur, catedrático de Jurisprudencia de la Universidad de Leiden en su libro Esperanto moral establece cinco modelos en la relación entre el Estado y la religión

Estado ateo o ateísmo político o totalitario. Cuando el ateísmo es la doctrina estatal. La URSS, creada en 1917 fue el primer estado; sus defensores ideológicos fueron Lenin y Stalin

Estado laico o religiosamente neutral. El Estado admite todas las religiones pero no apoya ni financia a ninguna. Hay varios modelos, entre ellos la laicité francesa; la Wall of Separación de EE UU y el modelo turco

Estado multi religioso o multicultural. El Estado ayuda y financia a todas las religiones por igual. Mantiene a sus clérigos, sus templos y sus actividades. Este modelo se reivindica, fundamentalmente, por religiones que se encuentran en minoría en distintos países

Estado que tiene una Iglesia oficial. El Estado e Iglesia colaboran estrechamente en tareas de gobierno y mantenimiento del orden público. Se toleran otras iglesias pero no se financian.

Teocracia. Es el sistema opuesto al ateísmo político. Una sola religión es favorecida, se aplican las leyes que conciernen a esa religión y las otras religiones son suprimidas. Se mantiene en Arabia Saudí y se instauró en el poder en Irán a partir de 1979, en Marruecos el rey es a la vez líder religioso también y en Pakistán se aplica la Sharia especialmente en zonas rurales. Afganistán en los '90 (Estado Islámico y régimen talibán) la aplicó, también se ha aplicado la Sharia, aunque a nivel regional, en algunas zonas mayormente musulmanas de Nigeria y Sudán. Existen algunos países islámicos seculares como Turquía e Indonesia, pero en general el Islam tiene una fuerte influencia política en la mayoría de países islámicos.

Para Cliteur la teocracia es tan agresiva y tan mala como el ateísmo político o totalitario.

Las relaciones de la Iglesia con el Estado o del Estado con la Iglesia pertenecen por su propia naturaleza a un orden de realidades permanentes que trascienden los límites de espacio y de tiempo, porque tienen que ver con aspectos esenciales de la persona humana, vista en la integridad existencial y ontológica de elementos que la constituyen. En primer lugar: con su dimensión religiosa, que emerge siempre, sea en forma de vivencia positiva sea en forma de expresión negativa; al menos, como cuestión que la mueve y con-mueve a lo largo de la historia de la humanidad y que es reflejo de las propias e íntimas preguntas que se hace todo hombre sobre el origen, el destino y el sentido de la vida, más allá de la muerte; preguntas a las que no se puede substraer. Y, en segundo lugar: con su dimensión social. Es verdad que la individualidad de la persona humana caracteriza y fundamenta su condición de ser un sujeto trascendente e irreducible no sólo a cualquier otro ser físico y espiritual, sino, incluso, a los demás hombres; pero es igualmente indiscutible que precisamente por el carácter justamente personal del ser humano se constituye en un ser “relacional” que precisa para su subsistencia del otro, de los otros, desde el ámbito primero de la familia hasta el ámbito último de la sociedad. En virtud de esa doble perspectiva de la persona humana, la relación entre “religión” y “sociedad” y/o “comunidad política” constituye una constante inevitable de la historia universal y de las historias específicas –nacionales, culturales, etc.– del hombre.

Naturalmente la forma concreta en la que esas relaciones entre lo religioso y lo político se han desarrollado, se desarrolla y desarrollará en la realidad viva de la historia, cambia y varía al ritmo de cómo el factor de la libertad individual y social las configura existencial y comunitariamente, las vertebra social e institucionalmente, las modela jurídicamente y las justifica doctrinal o ideológicamente.

Aparece, sin embargo, un momento en la historia universal, en el que en las relaciones entre “lo religioso” y “lo político” se produce un giro radical respecto a la concepción del principio básico que debe iluminarlas intelectual y vivencialmente y en la forma de regularlas social y jurídicamente. Es aquél en que Jesús de Nazareth, ante la pregunta de sus adversarios de por qué sus discípulos no pagan al César el tributo legalmente exigido a todos sus súbditos, y después de pedir que le mostrasen la moneda del tributo, contestase: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Desde ese momento se iniciaba, con la Iglesia por Él fundada, la historia de una fórmula de vida religiosa y social en la que se rechaza y supera simultáneamente el modelo del monismo antropológico, cultural y jurídico en el que lo “religioso” es absorbido por lo “político” y/o viceversa, monismo vigente en todas las culturas y constelaciones jurídico-políticas conocidas hasta entonces, sin excluir la del pueblo de Israel, pueblo portador de una experiencia religiosa singular, expresada en el reconocimiento de un solo Dios verdadero, Creador y Señor del universo y el único Santo. Este mismo monismo religioso-político se mantendría esencialmente igual hasta el presente como el presupuesto no discutido y normal de la concepción vigente social y culturalmente en la vida política normal de los Estados de raíces y tradición no cristianas.

Es evidente, sin embargo, que el planteamiento cristiano del problema no sólo nos afecta a nosotros, al mundo de las sociedades y Estado europeos y americanos, sino que se ha convertido, por lo que respecta a la teoría y a la práctica moderna y contemporánea de la comunidad internacional, en un referente ineludible y decisivo para la recta comprensión del mismo y su fructífera solución. Todavía impresiona con fuerza cómo los primeros cristianos de la primitiva Iglesia, guiados por Pedro y los demás Apóstoles, van pagando con su sangre martirial el precio de la libertad del acto de fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, frente al mandato del culto imperial en los tres primeros siglos de su historia y cómo luego en el Imperio Constantiniano prosigue la pugna de la Iglesia, conducida por Pastores insignes, por su libertad en forma, en ocasiones, no menos martirial y heroica. Mantener y consolidar esta libertad a lo largo de todo el primer Milenio de su historia fue uno de los grandes, permanentes y sacrificados empeños pastorales, sobre todo de los Papas, frente a las tentaciones de retornar a fórmulas paganas por parte de los emperadores, primero de Roma, después y siempre de Bizancio.

Esa historia del nacimiento y de la progresiva consolidación de la libertad de la Iglesia en los primeros mil años de cristianismo ha quedado genialmente documentada en la obra clásica de Hugo Rahner sobre “Iglesia y Estado en el temprano cristianismo”1. El gran maestro de la Facultad de Teología de la Universidad de Innsbruck había publicado por primera vez esta obra en 1943 con otro y muy significativo título, “Libertad de la Iglesia en Occidente””, cuando la Alemania nacionalista en pleno apogeo se percibía todavía triunfante en el escenario de la II Guerra Mundial desencadenada por sus dirigentes en 1939. Tiempo éste que caracteriza el autor en 1960 como de lucha entre la Iglesia y el Estado al escribir el prólogo de la nueva versión de su obra. “Los tiempos se han vuelto desde entonces –desde 1943– más tranquilos, quizá sólo aparentemente o de momento”, confiesa el autor. Y, añade, en todo caso, “el problema de la relación Iglesia y Estado permanece tan excitante como siempre. Está mortalmente vivo en América y en Rusia y puede ocurrir lo mismo en cualquier momento entre nosotros –los alemanes– que nos encontramos comprimidos entre las dos potencias mundiales”. Este diagnóstico histórico de la situación del problema de las relaciones Iglesia y Estado a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, formulado en términos un tanto cargados de dramatismo por el Prof. Hugo Rahner, puede ser no aplicable sin más al estado actual de la cuestión. Muchos son, sin embargo, los grandes y trascendentales acontecimientos que tuvieron lugar en la Iglesia y en el mundo de la política en este casi ya medio siglo transcurrido desde 1961, fecha de la publicación de su libro, que han dejado profunda huella en el planteamiento de ese problema bimilenario, condicionante tan duradera y vitalmente de la historia de los países europeos y americanos y, con peculiaridades muy propias, de la historia de España. La Iglesia Católica ha vivido un Concilio Ecuménico, el Concilio Vaticano II, concluido el 1965, y cuyo significado ha transcendido los límites internos de su propia realidad espiritual y pastoral; y en 1978 recibía a un Papa, venido de Polonia, el primer Papa no italiano de los últimos cinco siglos de su historia, Juan Pablo II, que en su extraordinariamente largo y prolongado pontificado la introduciría con un dinamismo apostólico y una proyección misionera sin precedentes en el segundo milenio de la historia cristiana y en el siglo XXI. La humanidad, entre tanto, continuó su proceso de “globalización” con un ritmo a veces trepidante y siempre en la misma dirección de la intercomunicación generalizada sin fronteras físicas y políticas, sorprendida ante la caída insospechada del Muro de Berlín en 1989 y el derrumbamiento inesperado del sistema soviético en Europa, el lugar cultural y político originario de su nacimiento, forzado militarmente.

La irrupción del terrorismo fundamentalista, especialmente en la conocida versión islamista, sumaba en el nuevo contexto del mundo globalizado un inédito elemento cultural y político sumamente influyente en el planteamiento contemporáneo del problema, al obligar a situarse con el trasfondo general –más allá de lo específicamente confesional– de la relación entre “lo religioso”, “lo temporal” y “lo político”. Por lo que respecta a España y a su vivencia actual del problema, resultó decisiva su configuración como un Estado libre, social y democrático de derecho sobre la base de la Constitución del año 1978. Sí, parece que “el actual sitio en la vida” de la permanente cuestión de las relaciones Iglesia y Estado muestra una viveza y una complejidad en sus términos históricos reales no menos dramática que la mostrada por Hugo Rahner al iniciarse la década de los años sesenta. Años que culminarán con la revolución estudiantil de “mayo del sesenta y ocho”, calificada y valorada por ensayistas e intérpretes de la historia contemporánea como una verdadera revolución cultural, cuyos efectos alcanzaron también la valoración social de la Iglesia y del cristianismo e incluso la dimensión religiosa de la existencia humana, radicalmente cuestionada4. ¿Cuáles serían pues las perspectivas intelectuales y existenciales con las que se debería abordar de la forma más adecuada a la realidad el planteamiento actual del problema y más fructuosa desde el punto de vista de la posibilidad de hallar soluciones teóricas y prácticas justas y beneficiosas para el momento presente de las relaciones Iglesia y Estado.

Las relaciones Iglesia y Estado en la actualidad presentan en las sociedades europeas, y muy particularmente en la española, unos rasgos nuevos que no pueden ignorarse en el momento de un examen intelectual del tema que lo contemple y estudie en la integridad de todos aquellos aspectos –al menos, de los más principales– que conforman hoy la realidad europea.

En primer lugar, hay que destacar el paso de un tipo de sociedad homogéneamente cristiana –en España, católica– a otro, religiosamente, más plural. La presencia de otros credos religiosos no cristianos, singularmente del Islam, aunque con un peso cuantitativo y un significado social cualitativo diverso, es un hecho sociológico innegable. El cambio afecta no sólo a las expresiones y vivencias específicas de la religiosidad personal y de sus manifestaciones organizadas y públicas, sino también a todos los ámbitos de la existencia humana donde el factor de la fe y de su traducción teórica y práctica en modelos éticos de conducta juega un papel decisivo. Citemos algunos: el matrimonio y la familia, la salud y la enfermedad, la enseñanza y la formación intelectual, cultural y artística de las personas, la práctica de la solidaridad y del amor al prójimo en las situaciones de carencias y de pobrezas materiales y espirituales, los criterios y principios morales, inspiradores de la concepción del orden jurídico y político de la sociedad… Este pluralismo religioso de la actual sociedad europea, más o menos extendido y variado y de mayor o menor incidencia ética y cultural en las costumbres y convicciones personales y sociales, coexiste y convive con la tradición de una visión del hombre y del mundo no religiosa, laica, aclimatada desde la Ilustración en la conciencia europea con distinto grado de impregnación social según los países y los períodos y vicisitudes de la dramática historia por los que han atravesado la Europa y la España contemporáneas. Sus manifestaciones van desde el agnosticismo social y políticamente indiferente hasta el ateísmo militante.

En segundo lugar nos encontramos con la realidad jurídico-política de un Estado que interviene con su derecho y con su acción de administración y gobierno de la sociedad prácticamente en todos los órdenes de la vida. El Estado contemporáneo, el nuestro, concibe el campo de las materias de su competencia jurídica poco menos que ilimitadamente. La interpretación de las categorías ético-jurídicas de libertad, igualdad, justicia, paz y solidaridad se realiza, sobre todo en la práctica, con una amplísima discrecionalidad tanto en la fijación de sus contenidos como en la forma y técnicas jurídicas de su tratamiento. A penas se encuentra hoy un aspecto o dimensión de la existencia de las personas que no esté regulado por alguna normativa legal; más aún, son muchas las áreas de las necesidades y relaciones sociales donde el Estado y su Administración intervienen directamente a través de su propio personal como los agentes y productores de los servicios y obras realizadas. Desde la caída del “Antiguo Régimen”, el del Estado tradicional anterior a la Revolución Francesa, no ha dejado de crecer hasta el día de hoy la intervención legal y administrativa estatal en la vida de los ciudadanos. La institución del matrimonio y de la familia, los sistemas educativos, el mundo de la investigación y de la ciencia, la cultura y el deporte, los servicios sociales de todo orden, etc., han sido y son en la actualidad los campos preferentes del pensamiento y de la acción política.

Si a este fenómeno del intervencionismo estatal, por la vía del ordenancismo de la vida diaria de los ciudadanos y de la disciplina administrativa, añadimos el hecho de un sistema fiscal extraordinariamente absorbente que apenas deja resquicios económicos para una disposición más libre de sus ingresos por parte de los ciudadanos, nos encontramos con la medida sociológica completa que caracteriza hoy en día la realidad social del Estado en Europa.

Este fenómeno político-jurídico de un Estado crecientemente celoso de su soberanía, concebida con apenas limitaciones materiales y formales, contrasta con la interdependencia -igualmente en un alza histórica imparable-, estructural y funcional con las más variadas instituciones y organizaciones sociales que lo condicionan en cualquiera de los sectores cubiertos por su actividad legislativa y administrativa.

En tercer lugar, presenciamos cómo en los distintos foros donde se crean, cultivan y difunden las ideas más influyentes en la opinión pública ha vuelto a surgir la cuestión o pregunta teórica por los fundamentos antropológicos y los principios éticos de un Estado concebido al servicio de la persona humana y de su realización integral en el marco del bien común y del destino universal del hombre y de la humanidad. El estudio del problema conlleva lógica y existencialmente al tema del significado ético-jurídico de la dimensión religiosa, innata al hombre, para la constitución y funcionamiento de la comunidad política y del Estado que la vertebra jurídicamente; y, consiguientemente, a un reavivado tratamiento del problema concreto de las relaciones Iglesia y Estado en los términos no sólo técnico-jurídicos, sino también en los doctrinales de la expresión. Este dato, a primera vista de naturaleza puramente intelectual, se está convirtiendo, sin embargo, por sí mismo, en un elemento inseparable del resto de la problemática sociológica de las relaciones Iglesia y Estado en la actualidad europea y española. Una novedad del momento de la teoría política y de la concepción del Estado en España, que sorprende por su difusión en los medios de comunicación social y por un cierto anacronismo histórico –tuvieron su expresión doctrinal y política más influyente en el siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX–, es la de la reaparición de una concepción radicalmente laicista de la naturaleza y la finalidad del orden político y del Estado que lo encarna, y que se formula, indisimuladamente, como su indiscutible horizonte ideológico sobre la base de un absoluto relativismo moral –valga la paradoja– y, por consiguiente, ético-político y ético-jurídico.

Si siempre que se analiza la bondad real de las fórmulas jurídicas a la hora de juzgar su valor ético y su utilidad práctica para la solución de los problemas de la sociedad, se hace preciso recurrir al contraste con las exigencias de la verdad de los principios que las explican y las rigen, cuánto más urgirá en este momento de la historia de las relaciones Iglesia y Estado abrirse a la perspectiva teológica -que incluye en una buena teoría católica de la ciencia teológica, la filosófica- para poder situarnos en una perspectiva intelectual integradora que nos oriente en el presente y nos prepare para el futuro de esas relaciones, teniendo como objetivo último la verdad y el bien del hombre y de la sociedad.

El artículo 130 de la Constitución se desenvuelve preceptivamente en diversas disposiciones que, en su conjunto, destacan no la separación de la Iglesia

y el Estado como indebidamente suele afirmarse, sino la supeditación de la

Iglesia al Estado. Esta situación, que ha sido el resultado la consecuencia de

Diferentes acontecimientos que registra la historia sociopolítica y económica

de México, debe ser analizada desde distintos puntos de vista para justificar o

rechazar la mencionada supeditación al poder estatal. En ese análisis deben

concurrir varios criterios metodológicos, pues debe dilucidarse, con pretensión

de objetividad y eliminando en lo posible el subjetivismo, si las prescripciones

Constitucionales que forman el contexto de dicha subordinación son únicamente trasunto de situaciones fácticas que pertenecen al pasado, o si, por lo

Contrario, deben necesariamente subsistir como normas jurídicas fundamentales para evitar la colisión, tan frecuente en la historia, entre la autoridad civil

y. la autoridad eclesiástica, así como para imposibilitarla hegemonía de Iglesia sobre el Estado que muchas veces ha impedido o frustrado la realización

de principios ideológicos de carácter económico, político, cultural y social en

beneficio de las grandes mayorías populares.

DERECHO CONSTITUCIONAL MEXICANO

La Constitución no debe ser lisa y llanamente un simple documento jurí-

dico que sólo reconozca como fuente creativa la emotividad, imaginación o

Ideación de los miembros de una asamblea legislativa. Aunque en algunos aspectos la Constitución ostente meros perfiles literarios que la presenten como

un poema jurídico o exprese postulados ideológicos y dogmáticos en ocasiones

Inalcanzables por la realidad fenoménica de un pueblo o incompatibles con

ella e inaplicables a ella, está, por lo general, estrecha e inextricablemente vinculada a la historia y a la polifacética facticia de la que ésta se nutre. Es la

Vida de un pueblo con todas sus vicisitudes, necesidades, problemas, sufrimientos y aspiraciones, la motivación de los mandamientos constitucionales

que proclaman las decisiones políticas, económicas y sociales fundamentales que

En un cierto momento histórico deriven de los factores reales de poder, así

Como, simultánea o concomitantemente, la teleología de la misma producción

Constitucional y la justificación de los principios en que ésta se sustenta.

Por eso, cuando se medita sobre las disposiciones contenidas en .el artículo 130

de la Constitución que no sólo limitan a la Iglesia sino que autorizan a los

Órg-anos del Estado para intervenir en varias esferas de su actividad interna,

Surgen múltiples cuestiones de indispensable dilucidación no únicamente para

demarcar el alcance de tales disposiciones, sino también para valorarlas con sentido crítico a fin de propugnar su permanencia, modificación ampliativa o diminutiva, su reforma esencial o, incluso, su abolición. Y es que las normas involucradas en el citado precepto constitucional se revelan como diques o valladares para contener, dentro de un determinado cauce, la corriente impetuosa

que la autoridad eclesiástica suele desatar sobre la vida pública del Estado

Provocando con su turbulencia crisis tan graves que frecuentemente desembocan en situaciones de rebeldía y violencia.

Si la Iglesia debe ser una entidad separada del Estado, una institución

Sometida o coextienda a él o una sociedad hegemónica, son los tópicos que tal

Vez puedan esclarecerse y solucionarse atingentemente a través de las consideraciones que formularemos en este capítulo, sin olvidar, en esta pretensión, que

Las cuestiones que suscitan jamás pierden actualidad, porque siempre se abordan en el terreno polémico mientras existan las dos entidades que por tradición histórica han tenido la condición de rivales, a saber, la Iglesia y el Estado,

Dispuestos a conquistar en lides ideológicas y en luchas cruentas el triunfo y la

Supremacía en la dirección de los pueblos.

Por último, debemos hacer la observación de que, si hemos hablado de la

"Iglesia" en singular y no de las "iglesias" que sustentan diferentes credos religiosos, es porque en México la primordial, por no decir la única, que ha sido,

es y será ese rival del Estado no es otra que la Iglesia Caiálica, Apostólica y

Romana, toda vez que, al institucionalizar la unidad religiosa que ha sido signo

Invariable de nuestro pueblo, es la que se ha enfrentado, coludido, supeditado o dominado al poder civil dentro del Estado mexicano. .

Huelga decir, por lo demás, que las ideas Que exponemos en esta ocasión

Pretenden despojarse de todo subjetivismo religioso y tratan de eludir cualquier prejuicio, pues estimamos que sin un análisis objetivo que se esfuerce EL por ser imparcial, las cuestiones planteadas no podrían estudiarse ni solucionarse con la serenidad de ánimo que su importancia y trascendencia requieren

La separación entre la Iglesia y el Estado y la no injerencia de las autoridades eclesiásticas en los asuntos de la entidad estatal son, pues, dos principios que el mismo Jesucristo estableció. Durante los primeros siglos de su existencia y antes de que la religión cristiana fuese reconocida oficialmente por

Constantino en el Edicto de Milán expedido el año de 313, la Iglesia respetó

Tales principios quizá forzadamente, ya que sus miembros fueron despiadadamente perseguidos y muchos de ellos sacrificados en el holocausto del martirio, no obstante lo cual aumentó su feligresía, primordialmente bajo los

Gobiernos de Vespasiano y Tito al cumplirse uno de los oráculos escritos en

los libros santos: la destrucción de Jerusalén, que originó la dispersión del

Pueblo judío, es decir, la diáspora. El mencionado edicto, en cuya emisión

También intervino Licinio, "colega de Oriente" de Constantino, decretó la libertad religiosa y permitió a las iglesias cristianas establecidas en distintos lugares del imperio romano el ejercicio de su culto. Así, en dicho documento, que cambió el rumbo de la historia de la Humanidad, se declaró por sus dos autores que "Queremos que cualquiera que desee seguir la religión cristiana pueda

Hacerlo sin el temor de ser perseguido", agregando que "Pero lo que oto:gamas a los cristianos lo concedemos también a todos los demás. Cada cual tiene

Derecho de escoger y de seguir el culto que prefiera, sin ser en

su honor o en sus convicciones. Va en ello la tranquilidad de nuestro tiempo Comentando el Edicto de Milán, el historiador Daniel Rops expresa en acertadas palabras que "La corriente general de la opinión, el conformismo de las

Masas, que tanto actuaron en contra de la expansión cristiana, trabajaron desde

Entonces en su favor. ¿No habían reconocido oficialmente los emperadores que

Se habían equivocado al tratar de destruir al Cristianismo? ¿No era evidente

Que el Dios de los cristianos era más fuerte que las viejas divinidades paganas,

Puesto que había hecho triunfar a su amigo? En vez de atribuir las calamidades

de la época a la impiedad de los cristianos, como se había proclamado tan a

Menudo, ¿no habría que buscar sus verdaderas causas en la negativa opuesta

por Roma durante tan largo tiempo a la nueva fe? El mismo Constantino n.o

Debía distar mucho de pensar en tales cosas, y aun cuando en los medios tradicionales e intelectuales era frecuente considerar el cambio en curso como una

Espantosa regresión, el conjunto del pueblo, simplista y supersticioso, había de

Convencerse muy de prisa de que la victoria de Cristo estaba inscrita en los

Arcanos del destino."

Si a raíz de su reconocimiento oficial por Constantino la Iglesia obtuvo la

protección del Estado y sus autoridades estuvieron sometidas al emperador,

con el tiempo esta situación asumió perfiles opuestos, en el sentido de que la

Iglesia subordinó a los Estados temporales de la Edad Media.

1 222

bis Los medios

Utilizados para conseguir y conservar esta subordinación fueron aparentemente religiosos, pero en el fondo esencialmente políticos. Así, aunque el rey era

Considerado como representante de Dios en lo concerniente a los negocios terrenales de sus súbditos y de su reino, y a pesar del hipotético origen divino de

la soberanía con que estaba investido requería de la

Coronación que en su persona realizaban eclesiásticos para que tal

Consideración y tal investidura fuesen legítimas ante el pueblo. El solo hecho

De recibir la corona de manos del representante de la Iglesia simbolizaba el

Predominio de ésta sobre el poder real, cuyo titular, por la misma circunstancia, quedaba supeditado a la autoridad eclesiástica. Además, los monarcas se

Hallaban siempre bajo la espada de Damocles de la excomunión que en cualquier momento y con razón o sin ella, podía fulminar el pontífice de Roma y

Mediante la cual se "revocaba" la legitimidad real, dando oportunidad a los

Grupos políticos que ambicionaban el trono para derrocar violentamente al

Rey

Sin el propósito de señalar siquiera los diferentes hechos históricos que

revelan la intromisión de la Iglesia en los asuntos del Estado, es decir, en las

cuestiones políticas que no corresponden al reino de Cristo, yue es el reino de

Dios, nos es dable advertir, en una perspectiva general, que las relaciones

entre ambas entidades han presentado los siguientes matices evolutivos: persecución de los cristianos por las autoridades del Imperio Romano; libertad religiosa para los seguidores del Salvador; adopción oficial de la religión cristiana

por Constantino y sus sucesores; coextensión y unión entre los poderes civiles

y eclesiásticos; supremacía de la Iglesia frente al Estado; separación entre ellos y

subordinación limitada y respetuosa de aquélla a éste en cuestiones no religiosas. Opinamos que la culminación de este proceso histórico, que es esta

subordinación, no sólo responde a la naturaleza esencial de la comunidad cristiana o "Iglesia" tal como la estableció su Divino Fundador, sino que es el resultado' lógico y político necesario del ser estatal. En efecto, el Estado es la

persona moral suprema en que se organiza jurídica y políticamente un pueblo.

Esa supremacía no existiría si dentro del Estado y en los asuntos no religiososque

a él competen, interviniese en situación de igualdad o hegemonía otra entidad,

que sería la Iglesia. Además, el elemento humano del Estado es al mismo

tiempo una colectividad que, entre otros factores de unidad que le adscriben

el carácter de pueblo o nación, tiene la misma profesión de fe, es decir, que

representa una comunidad religiosa. Por consiguiente, si no existiera separación entre las esferas de actividad del Estado y de la Iglesia, o sea, si ambas

entidades se interfirieran en sus respectivos 'asuntos, los individuos componentes de dicho elemento humano tendrían dos autoridades muchas veces excluyentes y rivales a quienes obedecer: las estatales y las eclesiásticas. Por ello,

cuando el orden jurídico de un Estado preconiza la libertad de creencias y de

culto sin apoyar ni favorecer a ninguna religión, asume la única actitud que se

compagina con la referida separación, cual es el laicismo, postura que por sí

misma es respetuosa del ámbito estrictamente espiritual dentro del que debe

moverse la Iglesia, la cual, en reciprocidad, debe ser apolítica, en el sentido de

no injerirse en ninguna cuestión que incumba a la entidad estatal. Cuan?t? la

Iglesia adopta y desempeña actitudes políticas deja de ser comunidad religiosa

en la acepción prístina y acendrada del concepto "iglesia", para convertirse c?

una organización jerárquica adversaria del Estado, pues es evidente que

chas actitudes no las asumen los feligreses que componen la citada comumdad, sino sus jefes o directores. Por otro lado, sería francamente

que en asuntos no religiosos los jerarcas eclesiásticos escaparan de su condición de gobernados frente al poder pUblico del Estado para obedecer al sumo

pontífice de una Iglesia universal como la católica, situación que como lo demuestraprolijamente la historia, ha sido fuente fecunda de conflictos que des ataron la violencia en varios países, sin excluir a México. Las iglesias y sus

jefes, como grupos religiosos, independientemente de las creencias que profesen y del culto que practiquen, son indiscutiblemente destinatarios del imperium estatal que se desarrolla en actos de autoridad de diversa índole. Por ello,

no sólo la Constitución sino también las leyes del Estado deben subordinar, con carácter de normación coercitiva, la conducta de dichas comunidades y de sus

dirigentes, demarcándoles, sin embargo, una esfera, que es la estrictamente

religiosa, dentro de la que, con respetable y respetuosa autonomía, realicen sus

objetivos espirituales sin intervención alguna de las autoridades estatales. Rechazar esa subordinación equivaldría a proclamar el principio de extraterritorialidad dentro del Estado, en el sentido de que sus normas constitucionales y

legales y los actos de autoridad que en aplicación de ellas desempeñaran sus

órganos de gobierno, no tuvieran observancia ni Vigencia para las iglesias y

sus jefes. Entre la Iglesia y el Estado debe haber, pues, respeto mutuo que, a

su vez, descansa en la demarcación de los ámbitos teleológicos y dinámicos

que corresponden a ambas entidades. La interferencia de éstas convierte a la

Iglesia en una organización ajena a su origen divino, prostituyendo su implicación prístina y al Estado en opresor de la libertad religiosa, quebrantándose el

equilibrio que necesariamente debe haber entre una y otro, produciéndose los

consiguientes conflictos regresivos que tantos pueblos han padecido. La verdadera Iglesia de Cristo debe ser una comunidad como El la fundó y en la

que El está místicamente presente por todos los siglos, teniendo como finalidad suprema el perfeccionamiento moral y espiritual de los hombres. La Iglesia política y la actividad política de sus dirigentes cualquiera que sea su categoría destruye la unidad con el Mesías al violar el principio que enseña que el

reino del Salvador no es de este mundo. Mover a los feligreses, con el señuelo

de la religiosidad, hacia objetivos de índole política implica una conducta alejada del camino que trazó Jesucristo, y la conversión de la Iglesia, como ha

sucedido en la historia, en un grupo de presión sobre las autoridades del

Estado.

. Estas consideraciones no entrañan, sin embargo, que los cristianos, cualqUIera que sea su credo específico, no deban participar, como ciudadanos, en

las actividades políticas, abstención que, por 10 demás, sería absurda. Por 10

contrario, la conciencia cristiana, tan radicalmente distinta del fanatismo y la

superstición, es uno de los mejores vehículos que conducen al verdadero civismo, pues merced a ella y en cumplimiento de las enseñanzas de Jesucristo,

la persona puede cooperar al mantenimiento del equilibrio entre la Iglesia y

el Estado a que pertenezca, "dando a Dios 10 que es de Dios y al César 10 que

es del César". La actitud cristiana no sólo debe observarse en la vida subjetiva

o inmanente del hombre ni únicamente se traduce en la mera intención de

cumplir las enseñanzas y exhortaciones de Cristo, sino que esencialmente estriba en la adecuación del comportamiento externo o trascendente a los postulados que integran su doctrina.

Conclusión

Podremos identificar que la separación de iglesia estado se van dando por el medio de que pesaba mucho la parte religiosa y una de las partes más fundamentales es cuando hidalgo hace la independencia y por ese lado querer tomar el estado y todo el pueblo apoyándolos por tan solo llevar el estandarte de la virgen de Guadalupe de hecho por eso no está permitido que algún partido lleve alguna imagen o que algún padrecito se postule teniendo ese cargo en esos momentos por eso mismo se separa la iglesia del estado y que el peso se lleve por si solo.

Lo vemos establecido en el art. 130 El artículo 130 de la Constitución se desenvuelve preceptivamente en diversas disposiciones que, en su conjunto, destacan no la separación de la Iglesia

y el Estado como indebidamente suele afirmarse, sino la supeditación de la

Iglesia al Estado. Esta situación, que ha sido el resultado la consecuencia de

Diferentes acontecimientos que registra la historia sociopolítica y económica de México, debe ser analizada desde distintos puntos de vista para justificar o Rechazar la mencionada supeditación al poder estatal

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