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La Lenta Evolucion


Enviado por   •  17 de Febrero de 2013  •  3.420 Palabras (14 Páginas)  •  431 Visitas

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La Lenta Ruptura con el Pasado Colonial (1810-1850)

Por: Hermes Tovar Pinzón

El desarrollo económico de Colombia después de 1810 osciló entre dos modelos: el que luchaba por reconstruir los fundamentos coloniales de la economía nacional y el que aspiraba a una ruptura con múltiples trabas que se oponían al desarrollo moderno. El segundo, que habría de triunfar hacia 1850, oponía al proteccionismo el libre cambio, a la intervención del Estado en el ordenamiento de la economía la defensa de la empresa privada, y a los esfuerzos de industrialización y protección de los productos nacionales la teoría de que la agricultura y la minería para exportación deberían ser los ejes del desarrollo nacional.

Los años que siguieron a 1820 mostraron los esfuerzos por reorientar la economía hacia uno u otro modelo. Los gobiernos posteriores a 1830 lograron sostener el patrón de desarrollo sobre parámetros de origen colonial. Sin embargo, a partir del primer gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849) se dieron los primeros pasos tendientes a reorientar la economía colombiana sobre fundamentos liberales. Este movimiento tomó pleno vuelo durante la administración de José Hilario López (1849-1853), en medio de un conflicto social creciente, por la movilización liberal de los sectores populares y la insurrección conservadora de 1851.

LA POBLACIÓN

Hasta 1810 la población de la actual Colombia había sido estratificada por castas: negros, indios, libres de todos los colores y blancos. Entre los blancos y los mestizos, grupos dominantes de la sociedad colonial, existían matices que hacían muy difícil homogeneizar sus intereses. Sin embargo, el desarrollo político de finales del siglo XVIII los había llevado a establecer sistemas de alianzas, allí donde era más importante su unión en torno a la ideología de “lo criollo” que una tajante diferenciación de origen socioeconómico.

La independencia reforzó estos sentimientos de cohesión y una de las primeras decisiones del Estado republicano fue la supresión de las castas, quedando únicamente libres y esclavos como categorías sociales básicas. Además, ya entrado el siglo, hubo un mayor interés por conocer, no tanto los aspectos raciales de la sociedad, sino aquellos que tenían que ver con su edad, estado civil y ocupación. Hasta 1850, los negros esclavos fueron los únicos que continuaron siendo discriminados formalmente, aunque en la práctica los indios también lo fueron.

La población había venido creciendo durante los cien años anteriores a 1810 a tasas que no iban más allá del 1% para el territorio colombiano en su conjunto. No obstante, a comienzos del siglo XIX se hablaba de una superpoblación, y la miseria abrumadora creaba inquietud en los aparatos políticos del Estado. En la primera mitad del siglo XIX se realizaron cuatro censos generales, en 1825, 1835, 1843 y 1851, que muestran importantes cambios demográficos tanto en el plano de la distribución geográfica como en el volumen de la población (véase el cuadro 3.1).

CUADRO 3.1

EVOLUCION DE LA POBLACION COLOMBIANA

1778-1851

FUENTES: El presente cuadro se ha levantado siguiendo la división territorial establecida por la Ley 25 de junio de 1824 que creó para la actual Colombia 4 departamentos y 15 provincias así: Depto. de Boyacá, constituido por las provincias de Tunja, Pamplona, Socorro y Casanare; Depto. del Cauca, por las provincias de Popayán, Pasto, Chocó y Buenaventura; Depto. del Magdalena, por las provincias de Cartagena, Santa Marta y Riohacha, y Depto. de Cundinamarca, por las provincias de Bogotá, Antioquia, Neiva y Mariquita. El censo de 1778 se hizo siguiendo un resumen general realizado por el autor, que corrige muchos errores sobre los datos hasta ahora conocidos. Para 1825, 35, 43 y 51, cf. A.H.N., Resúmenes Censos Población 1825, 35, 43, 51 y Miguel Urrutia y Mario Arrubla (eds.), Compendio de Estadísticas Históricas de Colombia, U. Nal., Bogotá, 1970, pp. 9-30. En términos de población, las guerras de Independencia (1810-1820) y de los Supremos (1839-42) no afectaron aparentemente la tendencia general del crecimiento demográfico. Los efectos de los conflictos armados deben buscarse, más bien, en las movilizaciones, reclutamientos y desarraigos que creaban en las localidades y regiones un gran desorden coyuntural, haciendo que la estructura de la distribución de la masa global de la población se viera afectada. Cuando los conflictos no eran generalizados, sus secuelas podían dispersarse a nivel nacional, pero el impacto local era significativo y se reflejaba en la merma de la población en la zona afectada, mientras que se recuperaba en otras regiones.

Las guerras, como fenómeno demográfico, no causaban solamente perjuicios físicos que dejaron un rastro de crímenes, vagancia, ruina y bandidaje. Muchas gentes huían y otras se escondían o migraban, contribuyendo a deformar los cálculos y a redistribuir los espacios habitados. En primer lugar, las levas arrancaban fuerza de trabajo de las zonas agrícolas y mineras, impidiendo el normal proceso productivo. Los reclutamientos forzosos llegaron a ser tan desastrosos e inútiles para la población que los peones, indios y aun esclavos terminaban por ocultarse cuando el rumor de que el censo o recuento estaba ligado a una posible movilización. A su vez, los ejércitos en campaña actuaban contra la población civil, que huía de sus centros de habitación e iba a buscar refugio a zonas de paz o de defensa. Los ciudadanos urbanos se marchaban a otros pueblos y los trabajadores rurales monte adentro, donde no fuera posible sufrir los efectos de la devastación. Son conocidos los desarraigos ocurridos en Cúcuta con motivo de la campaña de los españoles contra Bolívar, los atentados contra la población civil durante la reconquista (1815-16) y los ocultamientos de la gente, en 1843, cuando se levantó el censo de la Nueva Granada.

El segundo hecho notable del poblamiento en la primera mitad del siglo XIX fue el desplazamiento de los polos de desarrollo colonial hacia centros más dinámicos. Entre 1778, fecha en que se elaboró, por su cobertura, el censo de la población más importante del período colonial y 1851, la actual República de Colombia tuvo importantes cambios en sus jurisdicciones administrativas, que hacen difícil seguir con cuidado las modificaciones operadas en la estructura de la población. En términos generales, y a pesar de los conflictos, las cifras muestran una tendencia al crecimiento, que se explica no sólo por el mejoramiento de los sistemas de vida, sino por la incorporación de regiones antes aisladas y, obviamente, por los mecanismos de control y cuidado en la elaboración de los padrones.

De tales fenómenos podemos deducir que en las últimas décadas del siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX hubo cambios muy importantes en la distribución regional de la población. Tal como se observa en el cuadro 3.1, el departamento de Cundinamarca que, de acuerdo con la Ley 25 de 1824, agrupaba a las provincias de Bogotá, Neiva, Mariquita y Antioquia, pasó de 27 a 37% del total de la población colombiana, mientras que el del Magdalena, que cobijaba las provincias de Riohacha, Santa Marta y Cartagena, pasó de un 22 a un 13%. Los otros dos departamentos, Boyacá y Cauca, mantuvieron una proporción estable de la población. La región del Caribe fue la única que no pudo duplicar su población en el curso de 70 años, lo que supone un crecimiento anual inferior al 1%. En general, se observa un proceso de concentración de la población en las regiones centrales de Colombia y una estabilización en el suroccidente y el oriente del país. El fenómeno estuvo ligado a la función que estas regiones jugaron en la lucha política y militar y en la vida económica en los años posteriores a 1810.

LA AGRICULTURA

A fines del siglo XVIII la agricultura colombiana había vivido un período de auge y expansión, gracias al crecimiento de la demanda de los centros urbanos y mineros y de los mercados intercoloniales por la vía del contrabando. Sin embargo, la expansión de otras economías coloniales había generado competencias comerciales que hicieron entrar en contradicción los intereses de los empresarios agrícolas con las políticas del sistema colonial en su conjunto.

La ilusión de una independencia que habría de adecuar las quejas de estos empresarios a sus expectativas económicas fue un acicate que movilizó sus sentimientos de solidaridad con la causa republicana. Pero el proceso de independencia, que no pudo ser pacífico sino violento, dio al traste con muchos de los anhelos de los empresarios vinculados tanto a la agricultura y a la ganadería como a otras actividades de la economía neogranadina. La independencia, al convertirse en una guerra civil, luego en una guerra nacional contra la reconquista y, finalmente, en una guerra de liberación, arruinó vidas y bienes de importantes empresarios y sectores de la economía colonial durante los años que siguieron a 1810.

Después de 1819 comenzaron a hacerse esfuerzos de reconstrucción y conservación de las estructuras económicas vigentes, aunque las secuelas de la guerra impidieron que en la década del veinte hubiera una total readecuación de la economía. Fue sólo en la década del treinta cuando se reordenó la economía nacional y los viejos herederos del sistema de haciendas, propio del siglo XVIII, se lanzaron a una ofensiva de reconstrucción de los antiguos órdenes. Sin embargo, era muy difícil contener los avances dejados por veinte años de lucha, que habían logrado agrietar el orden colonial en el campo, crear nuevas relaciones de trabajo, buscar nuevas perspectivas de mercado y reorientar la economía agraria hacia aquellos productos que parecían ofrecer mejores perspectivas de desarrollo.

Hasta 1850 persistió el carácter desigual de nuestro desarrollo agrícola-ganadero, sin que los primeros intentos de desarrollo agrícola modernos hubieran podido romper la vigencia de formas de explotación profundamente enraizadas en las estructuras regionales de origen colonial. El tabaco, en el Tolima y el Valle, no fue capaz de sustituir la vieja hacienda colonial, que luchó por preservar su unidad, por modernizarse y por tecnificarse. Los sistemas de tenencia familiar se conservaron en muchas regiones de Colombia y más bien se consolidaron con las políticas agrarias posteriores a la Independencia. El esfuerzo por liberar mano de obra esclava e india condujo a la consolidación de pequeños tenedores, como proyección del espíritu de seguridad personal que había venido desarrollándose desde finales del siglo XVIII.

1. Destrucción de la hacienda por la guerra

La Independencia, que asumió un carácter de guerra civil en los primeros años de su declaratoria, desató entre la sociedad instintos de revancha, defensa y venganza. Para lograr sus objetivos, los sectores dirigentes no vacilaron en invitar a las castas a solidarizarse con su causa, sin prever que éstas podrían ejercer su propio derecho a la retaliación, movidas por un mayor resentimiento, al haber sido víctimas, durante siglos, de maltratos, opresiones e injusticias. Así, la guerra fue envolviendo en su loca carrera a cuanto hombre, mujer y niño fue encontrando a su paso, que se afiliaron a banderas reivindicatorias tachonadas de promesas de igualdad, justicia y libertad.

Los negros esclavos, los indios, los mestizos y los libertos marcharon con los ejércitos en contienda o recibieron el apoyo para que pudieran levantar las banderas de la rebelión y la resistencia armada. Atendieron las voces que los llamaban a castigar por sus propios medios a los enemigos de turno y cuando se lanzaron a defender las causas en contienda, su grito libertario expresó el afán de libertad absoluta y la necesidad de cobrar con violencia las deudas de la injusticia institucionalizada. Así surgió el deseo de robar lo que siempre había parecido un sueño poseer: unas vacas, unos animales de carga, unos bienes. Este fue el patrimonio de esos años. Al saqueo personal se unía el saqueo oficial, es decir, aquel que practicaban los ejércitos para beneficio de sus causas.

Como la guerra no se decidía en las ciudades sino en los campos, las haciendas se convirtieron en un factor muy importante para el abasto de alimentos, reclutas y semovientes. Fue igualmente el cuartel y la base de la intendencia militar. Así, pues, debemos decir que la economía rural, en sus haciendas, en sus grandes y medianas propiedades, sufrió políticas de secuestro total, embargo de bienes y saqueo de ejércitos y organizaciones paramilitares.

En efecto, uno de los mecanismos más comunes empleados durante la guerra de Independencia fue el secuestro ordenado contra los enemigos de turno, tanto en las guerras civiles como en la operación de reconquista. En la guerra civil entre Cartagena y Santa Marta, como aquélla entre Santa Fe y Tunja, antes de 1815, los ejércitos en contienda practicaban los secuestros de los bienes de los españoles o de quienes emigraban temerosos de las posibles represalias. Esta migración, como el abandono de importantes haciendas y empresas económicas, fue lo que obligó a los comisionados políticos del gobierno general de las provincias unidas a nombrar, en 1814, al coronel José Acevedo y Gómez como subpresidente y jefe superior político de la Villa de Zipaquirá y Nemocón para que regulara el abasto de los pueblos y mantuviera el orden político y económico, con el fin de lograr que los bienes de los enemigos estuvieran a buen recaudo1. Era evidente que la guerra había creado una especie de pánico que llevó a muchos individuos a vender ganados, esclavos y semovientes antes que fuera tarde. Una buena administración de estas unidades de producción aseguraba, por lo menos, el sustento de los ejércitos en campaña y servía de base a la intendencia militar.

CUADRO 3.2

HACIENDAS EMBARGADAS DURANTE LA RECONQUISTA

(1815-16)

Sería interminable el volumen de testimonios sobre extracción de ganados, esclavos, alimentos y, en fin, cuanto pudiera ser utilizado por militares, saqueadores y herederos, dispuestos a sobrevivir con cuanto pudieran subrepticiamente vender. La guerra no sólo se limitó al saqueo de los factores productivos, sino que también preservó y acrecentó los bienes de quienes fueron fieles a la causa.

Cuando Pablo Morillo invadió la Nueva Granada recibió múltiples quejas de muchos españoles que habían sido perseguidos por los patriotas antes de 1816. Sus bienes, secuestrados por los gobiernos de la primera república (1810-1815), se les deberían restituir. Como recompensa a sus sacrificios, Morillo dispuso que las tierras, bienes y haciendas de los criollos derrotados les fueran entregadas para paliar sus dificultades económicas (véase el cuadro 3.2). Otros españoles o criollos que permanecieron neutrales durante los años de independencia, cuando notaron que las tropas del rey avanzaban por los diferentes costados de nuestras cordilleras, procedieron a entregar víveres y alimentos, contribuyendo a solidificar la intendencia de los invasores, quienes luego les premiaron sus servicios al rey. Los secuestros de bienes no fueron patrimonio de la reconquista sino de la primera y aún de la segunda república, ya que después de 1819 muchos españoles y defensores de la causa real perdieron todo su patrimonio, a más de que muchos de ellos, en la huida, fueron perseguidos por ciudadanos corrientes que hacían cacerías de españoles para fusilarlos después del triunfo de agosto de 1819. En 1819, muchas de las haciendas de los españoles regresaron a manos de los patriotas, cerrándose el ciclo de revanchas políticas que afectaron a un gran número de propietarios. La destrucción de las haciendas conllevó una ruptura del sistema de créditos y abastos y de los circuitos comerciales que tuvieron que buscar nuevas fuentes de vida.

2. La hacienda colonial en la primera mitad del siglo XIX

Es indudable que muchas haciendas entraron en decadencia, ya sea porque sus dueños tuvieron que dejar definitivamente el país o porque estaban ubicadas en aquellas regiones donde la guerra fue permanente. Otras lograron defenderse del conflicto o lo superaron manteniendo su vocación productiva hasta bien avanzado el siglo XIX. Así, algunas de las viejas familias coloniales se proyectaron sobre el siglo XIX como legítimos herederos de viejos sistemas de organización económica, mientras que otras tierras fueron adquiridas por modernos comerciantes deseosos de convertirlas en renovadas unidades de producción. Paralelamente, el Estado promovió la ocupación de tierras nuevas, aprovechando tierras públicas inexplotadas, medida que de todas formas pretendía resolver en forma marginal la demanda de los nuevos sectores de trabajadores liberados por la guerra.

Un caso que nos ayuda a ilustrar los esfuerzos de conservación, reordenación y readaptación de la hacienda colonial en la primera mitad del siglo XIX lo presenta la hacienda de Coconuco, que durante el siglo XVIII fue propiedad de la Compañía de Jesús y, después de 1767, pasó a manos de dos de las familias más ilustres de Popayán, los Arboleda y los Mosquera. Coconuco logró proyectarse hasta el siglo XX como una importante hacienda que fue capaz de adaptarse a las vicisitudes de los tiempos de agitación social y política que siguieron a 18202.

Como en otras haciendas de origen colonial, se introdujeron algunos cambios importantes en la producción y en los sistemas de trabajo. De un lado, el general Tomás Cipriano de Mosquera mostró un gran interés por la adquisición de semillas especializadas, tanto de trigo como de maíz. En sus instrucciones de 1842 decía: “Voy a remitir de Chile una cantidad de trigo para semilla siempre que calcule que puede estar en un potrero en Popayán y al efecto debe tenerse preparado un buen terreno. Si no llegare debe aprovecharse con otros trigos de los mejores de la hacienda”. La instrucción dada en 1842 por Mosquera refleja una gran preocupación por la organización productiva de la hacienda, no sólo en el aspecto de la agricultura sino de los ganados, especialmente en la preservación de las ovejas merinas y bogotanas.

Al mismo tiempo surgía también el problema de las relaciones con los indios y los esclavos convertidos ahora en terrajeros o peones. Se advertía que “los negros de Coconuco quizás será conveniente cambiarlos por otros dejando solamente a Miguel por viejo”. Igualmente se pedía que “los manumitidos que se quieran contratar los contratará particularmente en las minas y les dará algún aliciente por tener peones de mina en cambio de los esclavos cuando falten y de modo que queden utilidades”. Mientras Mosquera pensaba en la transición del esclavo al liberto, instruía con precisión a su administrador sobre las formas de pago dentro de la hacienda y sobre la política general que debería primar en la entrega de tierras en arrendamiento. Sobre los indios, a más de pedir que se les cancelaran las cuentas, establecía que: “Hay que cargar a los indios el arrendamiento de las tierras conforme al cobro, a saber: Por cada res dos reales al año. Por cada oveja un real y tres pesos por la casa y sementeras. A aquellos más pobres que siembran, peso menos.” Es decir, que los terrajes no sólo dependían del área cultivada por los indios sino del número de ganados que tuvieran en ellas. Aunque no conocemos detalles de esta relación contractual con los indígenas de la hacienda, es posible que muchas de las normas establecidas en los arrendamientos de los esclavos estuvieran también en vigencia para los indios. Lo cierto del caso es que era tradición de la hacienda, según se constata en la instrucción de Mosquera, en 1823, dar a los esclavos el día sábado “para que con él trabajen para vestirse y también el primer viernes cuando no haya ración de carne”. Esta costumbre de dejar los sábados y domingos a los esclavos era una tradición del siglo XVIII y fue común en las haciendas de los jesuitas. Con ello los esclavos generaban sus propios alientos y, de paso, contribuían a que el hacendado pudiera disminuir los costos de manutención. Dicha actitud, por tanto, no provenía sólo de la presión que la Iglesia podía ejercer sobre los amos para que sus esclavos santificaran domingos y días festivos, sino que respondía a fines propiamente económicos.

Frente a la irremediable liberación de los esclavos, las disposiciones que restringían las áreas de cultivo y los productos que se permitía cosechar fueron delimitados así por el mismo Mosquera en 1842: “Ningún esclavo puede sembrar trigo, ni hacer rocería en los montes de la hacienda que son todos los de Hispala, los del Rincón de Sachaquio, San Andrés y los montes de enfrente de la casa hasta el Sachaquio y los rastrojos del Vinagre y en el potrero de Usiquitra entre el Vinagre y Cauca y los rastrojos de Chiliglo, y la Agua Tibia y San Bartolo. Los esclavos deben solamente sembrar en Cauca desde el puente para arriba hasta los límites con los indios y luego desde el Tablo hasta la orilla del Cauca donde está la cerradura del potrero.” No había permiso para criar sino cinco cabezas de ganado por familia y estaba prohibido efectuar operaciones de compraventa sin conocimiento del administrador. ¿Cuáles eran las razones por las que los hacendados restringían la producción de alimentos básicos producidos por la hacienda? Parece ser que, en primer lugar, todos los arrendatarios debían producir alimentos complementarios al consumo interno de la hacienda y a los mercados locales para evitar fenómenos de competencia por parte de indios y negros. La hacienda imponía una

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