La Republica
rodrigoulloavera23 de Abril de 2015
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Platón
LA REPÚBLICA
INTRODUCCIÓN POR MANUEL FERNANDEZ GALIANO
LA GÉNESIS DE «LA REPÚBLICA»
1. El título de la obra
El título con que se conoce este tratado no corresponde al original griego de Politeía que aparece en Aristóteles: la traducción exacta de éste sería «régimen o gobierno de la polis (o ciudad estado)»; pero, a través del latín Res pu¬blica, que tiene también este último sentido y fue emplea¬do por Cicerón para rotular su obra sobre el mismo tema, ha sido vertido con ese término al castellano. Ello tiene el inconveniente de falsear la mente del autor en la misma portada del libro y sugerir inadecuadas represen¬taciones en los muchos que no tienen de él otra noticia que la de su nombre. Con todo, no se ha creído proceden¬te cambiarlo, porque el título tradicional de una obra es signo general de su reconocimiento y pertenece ya más al público que al traductor.
El segundo título, agregado por Trasilo, astrólogo del emperador Tiberio, reza «acerca de la justicia» ; y en efec¬to, con una discusión sobre la justicia empieza el trata¬do. En esa discusión, como en cualquier otra que trate de precisar un concepto, es indispensable que esté presente en la mente de los que discuten la representación de un objeto común cuya naturaleza se investiga; este objeto es aquí «el principio de la vida social», esto es, el vínculo que liga a los individuos y forma el Estado. De este modo uno y otro título se reducen al mismo asunto; no obstan¬te, por derivaciones posteriores la reducción no es total y esto engendra un dualismo de temas que es uno de los más señalados caracteres de la obra.
2. La polis o ciudad estado
La polis fue la unidad social última del antiguo mundo griego: el nombre, como aún nos recuerda Tucídides (II 15, 3), designó primeramente la fortaleza construida en lo alto de la montaña o la colina y se extendió después al con¬junto de lo edificado al pie de ella (ásty). A tal centro de población vinieron a someterse a incorporarse después las aldeas circunvecinas. El vínculo original de los que cons-tituyeron la polis debió de ser tribal, de sangre o parentes¬co, referido a un héroe ancestral, y efectivamente en todas partes quedaron instituciones y usos conformados con ese origen. Pero, en Atenas y en otros sitios, al correr del tiem¬po y sus azares, sintieron los ciudadanos la comunidad de habitación y de vida como rasgo capital de su unión.
La estructura de la polis o ciudad estado se vio favo¬recida por la disposición del territorio helénico, que cor¬dilleras y golfos distribuían en pequeñas comarcas, y por la grata y sencilla creencia, recogida por Aristóteles, Pol. 1326b 14 17, de que la comunidad política exige el cono¬cimiento mutuo de todos sus miembros, sobrevive al im¬perio macedónico y a la constitución del romano y llega hasta el siglo II de nuestra era para resucitar en gran parte durante la Edad Media y alcanzar el umbral de la época contemporánea.
La diferencia entre la polis y el Estado o nación actual es fundamentalmente cuantitativa, no cualitativa. De ahí el interés que para nosotros tiene cuanto sobre ella se dis¬currió y compuso.
3. El régimen democrático
La república de Platón no es en primer término la cons¬trucción ideal de una sociedad perfecta de hombres per¬fectos, sino, como justamente se ha dicho, a remedial thing, un tratado de medicina política con aplicación a los regímenes existentes en su tiempo. El autor mismo lo confiesa así y en algún pasaje (473b) manifiesta su pro¬pósito de buscar aquel mínimo cambio de cosas por el cual esos Estados enfermos puedan recobrar su salud; porque enfermos, en mayor o menor grado, están todos los Estados de su edad. Y cuando habla de la tiranía como cuarta y extrema enfermedad de la polis (544c), reconoce que son también enfermedades los tres regímenes que le preceden.
Hemos de entender, pues, que, así como el estudio del enfermo ha de preceder a la consideración del remedio, así en la elaboración del pensamiento político platónico el punto de arranque es el examen de la situación de las ciudades griegas contemporáneas. No obsta que, por ra¬zones de método, sea distinto el orden de la exposición: es la realidad circundante lo que primero le afectó y puso estímulo a su pensamiento. Esta realidad se le presentaba varia y cambiante: los regímenes políticos no eran los mismos en una ciudad que en otra y en una misma ciu¬dad se sucedían a veces los más opuestos. Platón redujo toda esta diversidad a sistema imaginando una evolución en que cuatro regímenes históricos fundamentales (ti¬marquía, oligarquía, democracia y tiranía) van apareciendo uno tras otro, cada cual como degeneración del precedente. La timarquía misma nace de la corrupción de la aristocracia, que es el mejor sistema de gobierno, el aprobado por Platón y el representante de la sanidad pri¬mitiva. Salvo de éste, de todos tiene experiencia: la timar¬quía es el régimen generalmente tan celebrado de Creta y Lacedemonia (544c); la oligarquía acaso no represente sino la situación contemporánea, ya en degeneración, de esa misma constitución timárquica. Los otros dos regí¬menes le eran aún mejor conocidos: la democracia, por Atenas, su patria; la tiranía, por su residencia en Siracu¬sa, la corte de los Dionisios. Claramente se percibe, sin embargo, que lo que está más viva y constantemente pre¬sente en el alma de Platón es el régimen de su propia ciu¬dad, esto es, la democracia ateniense. Ella ocupaba un campo incomparablemente mayor en su experiencia per¬sonal, no sólo como ambiente más prolongado de su pro¬pia vida, sino en razón de la mayor riqueza de hechos que por sí misma le ofrecía. Y es claro que toda la meditación constructiva del filósofo supone el descontento y la insa¬tisfacción de aquel régimen político en que había nacido y dentro del cual pasó la mayor parte de sus días.
Hay ya en cierto pasaje del tratado (430e) el esbozo de algo que podríamos llamar argumento ontológico contra la democracia y que, Ilevado a su inmediata consecuen¬cia, entraña la negación de la posibilidad de aquélla. Si la democracia se entiende como forma del Estado en que el demo o pueblo es dueño de sí mismo, su concepción re¬sulta irrealizable, absurda y ridícula; porque el que es dueño de sí mismo es también esclavo de sí mismo y con ello se hacen coincidir en un mismo ser dos posiciones distintas, opuestas a irreductibles. La distinción hecha por Rousseau entre la «voluntad general» y la «voluntad de todos» es algo que está en pugna con la mente de Pla¬tón, y por eso para él el argumento tiene entera fuerza. Ni en la ciudad ni en el individuo ve voluntad general algu¬na, sino una diversidad de partes con impulsos y tenden¬cias de muy diferente valor. Lo que caracteriza al régimen político, como al régimen del individuo, es la preponde-rancia de una parte determinada con su tendencia pro¬pia. La democracia no es, ni puede ser por tanto, el régi¬men en que el poder es ejercido por el pueblo ni por su mayoría, sino el predominio alterno, irregular y capri¬choso de las distintas clases y tendencias: más que régi-men, es una almáciga de regímenes en que todos brotan, crecen y se contrastan hasta que se impone alguno de ellos y la democracia desaparece. De ahí la indiferencia moral de ésta y la riqueza que ofrece su experiencia: allí hay gérmenes del régimen mejor o filosófico y del peor o tiránico; y con ellos, de los otros regímenes intermedios (557d). La condición que hace posible todo esto, la que deja abiertos en todas direcciones la sociedad y el régi¬men democráticos, es la libertad, y de libertad aparece henchida la democracia; pero un régimen así, radical¬mente falso y con iguales facilidades y propensiones para el bien y para el mal, no puede ser un régimen aceptable.
Una de las más gratuitas y erradas afirmaciones que se han hecho respecto al espíritu de Platón es la de que su antidemocratismo está enraizado en un mezquino espí¬ritu de casta, tesis conocidísima de Popper: su familia, aunque de la mejor nobleza, había seguido una tendencia más bien abierta y liberal que exclusivista y conservado¬ra; una influencia familiar no puede por lo demás ras¬trearse por parte alguna en el pensamiento político del fi¬lósofo y los tonos de su condenación de la democracia no tienen, aunque otra cosa se diga, la acritud del odio ra¬cial. Platón llegó a ella por dos caminos distintos: uno, el de su experiencia política y personal, y otro, el de su doc¬trina de la técnica, recibida esta última de Sócrates, su maestro. Si hemos de creer lo que se dice en la carta VII, cuya autenticidad es hoy generalmente admitida, lo que separó para siempre a Platón de sus conciudadanos en la esfera política fue la condena y muerte del propio Sócra¬tes en el año 399. El discípulo ha hablado de ella con una cierta amargura en su diálogo Gorgias (521 y sigs.): Só¬crates mismo pronostica allí su juicio y su sentencia y compara la asamblea popular que ha de condenarle con un tribunal de niños ante el que un médico es acusado por un cocinero. Inculpa éste a aquél por la dureza de sus tratamientos, el rigor de sus prescripciones y el mal sabor de sus pócimas y les pone por contraste la dulzura y va¬riedad de los manjares que él prepara; en vano el médico alegará que todo el sufrimiento que él impone está ende¬rezado a la salud de los niños mismos, pues el tribunal de éstos no le hará caso y, diga lo que diga, tendrá que resig-narse a la condena.
Tal es la imagen que Platón se forma de la democracia y que persiste en La república: un demo menor de edad e
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