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Los archivos de Baker Street XIII

rgutiInforme28 de Abril de 2016

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Robert Lee Hall

Adiós, Sherlock Holmes

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Los archivos de Baker Street XIII


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ACTAS DE BAKER STREET

(Primera asociación Sherlockiana de España)

C/Camelies 83, 1º, 3ª

08024 BARCELONA

Secretario de Actas de Baker Street:

JOAN PROUBASTA


TÍTULO ORIGINAL: EXIT SHERLOCK HOLMES

DIRECCIÓN EDITORIAL:

RAFAEL DÍAZ SANTANDER

JUAN LUIS GONZÁLEZ CABALLERO

DISEÑO GRÁFICO DE LA COLECCIÓN:

CRISTINA BELMONTE PACCINI ©

ILUSTRACIÓN DE LA CUBIERTA:

CRISTINA BELMONTE PACCINI ©

en homenaje a Frederic Dorr Steele

TRADUCCIÓN:

ENRIQUE HEGEWICZ ©

© 1977, ROBERT LEE HALL

© DE LA TRADUCCIÓN, EDITORIAL PLANETA S.A.

© DE LA PRESENTE EDICIÓN: VALDEMAR ® [ENOKIA, S.L.] PRODUCCIÓN:

C/ TRAVESÍA DEL ARENAL 1 – 4º; DESP.9

28013 MADRID

TELÉFONO Y FAX: (91) 365 97 35

ISBN: 84-7702-095-7

DEPÓSITO LEGAL: M-3855-1994

IMPRESO EN ESPAÑA


Argumento

Durante años, John H. Watson ha ocultado al público su último manuscrito, la narración más asombrosa e increíble sobre los hechos que tuvieron lugar en octubre de 1903, cuando Sherlock Holmes simuló su “desaparición" definitiva, con intención de librar de una vez por todas a la humanidad de la perversidad insaciable de James Moriarty.

Arrastrado por las circunstancias, Watson ha de emprender una investigación que le llevará a rastrear el pasado de Sherlock Holmes, hasta descubrir el extraño secreto que el detective ha guardado durante tantos años, y que es «infinitamente más extraño de lo que la mente humana habría podido imaginar.»


AGRADECIMIENTO

Doy las gracias a Ruth, Marcia, Sewall, Marilyn, Jules, Spike, Jim, Kirsten, Charlene, Minuha, Millie, Grant, Myron y Gregg, contertulios todos ellos de Ramona Street; a Jean por haber corregido las preposiciones de mi texto; y un agradecimiento especial al gurú Ray por haberme enseñado a iluminar adecuadamente una escena. Gracias a Pat por haber creído en mí y a Thea por ser Thea. A Dean y Shirley Dickensheet por haber leído el manuscrito de un autor desconocido y a Jacques Barzyn por haberme prestado atención. Gracias a mi madre y a papá por su ayuda; gracias a Brian Hall por haberse convertido en un entusiasta partidario del libro. Gracias a Arthur Conan Doyle por su maravillosamente obsesivo personaje Sherlock Holmes, y también por Watson, el hombre que se maravillaba ante las grandes facultades del detective.

R.L.H.


PREFACIO

En febrero de 1975 recibí una carta certificada de los abogados Murray, Murray and Murray, de New Court, Londres, E. C. 4, en la que me anunciaban que mi abuela Emily Percy Hall había pasado pacíficamente a mejor vida mientras dormía, en el hospital de Middlesex, a la edad de setenta y seis años. La última vez que la vi en persona yo era todavía un niño; luego mis padres emigraron a los Estados Unidos y mi abuela ya no era para mí más que una pálida figura que me dirigía una sonrisa desde unas viejas fotografías. Pero, según me informó en su carta el más veterano de los Murray, yo era su único nieto y también su único heredero. Entre las propiedades que me legó no había apenas nada que tuviese valor monetario; sin embargo, encontré un artículo especialmente interesante, una magullada caja metálica en cuya tapa estaba escrito un nombre muy famoso: «Doctor John H. Watson.»

En la caja había numerosos casos inéditos de Sherlock Holmes.

Emily Hall era, al parecer, ahijada de la segunda esposa de John Watson, y a través de esa relación llegó a ser propietaria de la caja. Era evidente que ni Violet Watson ni mi abuela la habían abierto, lo cual no era de extrañar dado que era un objeto chato, gris y poco prometedor. La caja fue descubierta, junto con otros objetos igualmente polvorientos, en un alto estante de un armario que había en el piso de Belgravia que había habitado mi abuela. Cuando Watson vivía, la caja había sido considerada lo bastante importante como para ser conservada en las cámaras acorazadas de Cox and Company, Charing Cross; ahora, tanto ella como su contenido me pertenecían.

El manuscrito que sigue es el más largo de los treinta y dos que contenía, todos ellos narraciones de diversos casos resueltos por Sherlock Holmes. Tengo intención de publicar más adelante los demás relatos para conocimiento de los eruditos y disfrute de los devotos. La obra que aquí presento estaba metida en un sobre amarillento y, como se encontraba encima de todo, era sin duda la última que había sido introducida en la caja; consistía en 346 hojas de papel blanco sin rayar, de buena calidad, numeradas y cubiertas en una de sus caras por la firme y legible caligrafía de John Watson. La historia que cuenta es tan increíble que al principio pensé que se trataba de una falsificación o un fraude.

Posteriormente he cambiado de opinión. El doctor Watson no era bromista y sin duda escribió lo que sigue honestamente y creía en la verdad de cada una de sus palabras. ¿Puede entonces considerarse este relato como el producto de una mente senil? No lo creo. Aunque lo escribió cuando ya tenía setenta y ocho años, su estilo es directo y lúcido. Por otro lado, si Watson hubiese tratado de inventar una historia basándose solamente en su propia imaginación, no hay duda de que el resultado habría sido muy diferente, ya que el tema de este relato excede tanto su fantasía como su temperamento, cualquiera que fuese el estado de su viejo cerebro.

Podrían tomarse en consideración otras dos posibilidades. La primera es que el «secreto» de esta narración no sea sino una nueva invención de la fértil mente de Sherlock Holmes, pero ¿qué pretendía en tal caso con ella? La segunda es que la historia sea cierta.

Parece que la respuesta permanece oculta en lo pasado..., o quizá en lo futuro.

El lector tiene derecho a formarse su propia opinión.


ADIÓS, SHERLOCK HOLMES


PRÓLOGO

Londres ha cambiado y el mundo también. Ya no se oye el traqueteo de los simones bajo la lluvia ni arde el carbón en la chimenea del salón de Baker Street, donde hace bastantes años tuve el privilegio de pasar mis merecidos ratos de descanso al lado del hombre más bueno e inteligente que haya conocido en toda mi vida.

Éstos son los pensamientos que ocupan mi mente mientras, cómodamente instalado entre un par de almohadones, contemplo desde la cama de mi habitación del tercer piso del St. Bartholomew’s Hospital el enmarañado tránsito que circula por la calle Little Britain en el punto en donde describe una curva para convertirse en King Edward Street. Rojos ómnibus de dos pisos vomitan gases de sus motores al igual que lo hacen los negros taxis en forma de caja y los demás automóviles que corren ahora por las calles de Londres en lugar de los antiguos coches de caballos. Tal como predijo mi amigo, el mundo está verdaderamente cambiado.

Estamos en 1930.

El hospital de St. Bartholomew the Great, donde me encuentro, tiene una larga y venerable historia. Cuenta la tradición que fue fundado en 1123 por un bufón del rey Enrique I, un tal Rahere que, tras contagiarse de la malaria durante una peregrinación a Roma, prometió financiar la construcción de una iglesia en Londres en caso de recuperarse de su afección. Dios le permitió seguir con vida, y se dice que Rahere pagó este favor fundando St. Bartholomew the Great, una iglesia a la que posteriormente se unió un hospital que fue la primera institución de caridad establecida en Londres. Mas para mí este hospital no es importante debido a su historia ni a que cuando era un joven estudiante de medicina realicé en él mis primeras prácticas, ni tampoco por el hecho de encontrarme internado como paciente en una de sus camas, sino porque fue precisamente aquí donde, en 1881, el joven Stamford me presentó, en un laboratorio químico abarrotado de frascos, retortas y mecheros Bunsen, a Sherlock Holmes.

—Veo que ha estado usted en Afganistán —dijo el detective dejándome deslumbrado por primera vez con su impresionante capacidad de deducción.

Holmes me estrechó la mano con la firmeza y energía que le caracterizaban. Fue así como empezaron nuestras relaciones.

La señorita Millbank, una rubicunda mujer de abultados pechos, que siempre huele a antisépticos y violetas, me ha traído la pluma y el papel que le he pedido. Su almidonado uniforme de enfermera cruje cuando se inclina sobre mí para poner en su sitio la manta que, descuidadamente, he dejado resbalar hacia un lado de la cama. Luego ajusta la mesa para que pueda escribir con la máxima comodidad y me pregunta con una sonrisa que hace aparecer unos hoyuelos en sus mejillas:

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