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Voltaire - El Mundo Tal Como Va

pato25 de Junio de 2013

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VOLTAIRE - EL MUNDO TAL COMO VA (1748)

VISION DE BABUC, ESCRITA POR EL MISMO

Entre las deidades que presiden los imperios del mundo, Ituriel es

considerada como una de las de rango más elevado y tiene a su cargo todo

el territorio de la alta Asia. Una mañana descendió hasta la residencia

del escita Babuc, situada en la orilla del Oxus, diciéndole:

—Babuc, las locuras y los excesos de los persas nos han hecho montar

en cólera. Ayer nos reunimos en asamblea todos los genios de la alta Asia

para dictaminar si se destruiría Persépolis o se castigaría a sus

habitantes. Vete rápidamente a esa ciudad, examínalo todo; cuando vuelvas,

me darás cuenta exacta de todo.

"Entonces decidiré, según sea tu informe, lo que he de hacer para

enmendar la población, o bien destruiré la ciudad.

—Pero, señor —dijo Babuc, con humildad—, nunca he estado en Persia.

Además, no conozco a nadie de allí.

—Tanto mejor— dijo el ángel—. Así no pecarás de parcialidad; has

recibido del cielo la agudeza del discernimiento y yo añado el don de

inspirar confianza; vete, mira y escucha, observa y no temas nada; en

todas partes serás bien recibido.

Babuc montó en su camello y partió acompañado de servidumbre. Al cabo

de algunos días se encontró en las llanuras de Senaar con el ejército

persa, que iba a combatir contra el ejército indio. Entonces se dirigió a

un soldado persa que halló separado de sus compañeros y le preguntó el

motivo de la guerra.

—Por todos los dioses —dijo el soldado— que no sé nada de ello. No es

asunto mío; mi oficio consiste en matar o dejarme matar para ganarme la

vida; es indiferente que lo haga a favor de los unos o de los otros.

Podría muy bien ser que mañana me pasase al campo de los indios, pues me

han dicho que dan más de media dracma de jornal a sus soldados, mucho más

de lo que recibimos permaneciendo en este cochino servicio de los persas.

Si os interesa saber el porqué nos batimos, hablad con nuestro capitán.

Babuc, después de ofrecer un pequeño obsequio al soldado, entró en el

campamento. Bien pronto pudo entablar diálogo con el capitán, al cual

preguntó la causa de la guerra.

—¿Cómo queréis que yo lo sepa? —dijo el capitán—. Además, ¿qué me

importa ese detalle? Habito a doscientas leguas de Persépolis; oigo decir

que se ha declarado la guerra; entonces, abandono rápidamente a mi

familia, y, según nuestra costumbre, voy a buscar la fortuna o la muerte,

teniendo presente que no hago otro trabajo.

—Pero, ¿vuestros compañeros no estarán un poco más informados que vos?

—inquirió Babuc.

—No —dijo el oficial—. El porqué nos degollamos sólo nuestros sátrapas

lo sabrán con precisión.

Babuc, asombrado, se introdujo en las tiendas de los generales, para

entablar conversación con ellos. Finalmente, uno de éstos le pudo relatar

el motivo de la lucha.

—La causa de esta guerra, que devasta el Asia hace veinte años,

originariamente proviene de una querella entre un eunuco de una mujer del

gran rey de Persia y un empleado de una oficina del gran rey de la India.

Se trataba de un recargo que importaba aproximadamente la trigésima parte

de un darico. El primer ministro de la India y el nuestro sostuvieron con

dignidad los derechos de sus dueños respectivos. La querella se enardeció.

Cada parte contrincante puso en campaña un ejército compuesto por un

millón de soldados. Este ejército tuvo que reclutar anualmente más de

cuatrocientos mil hombres. Los asesinatos, incendios, ruinas y

devastaciones se multiplicaron; sufrieron los dos lados y aún continúa el

encarnizamiento. Nuestro primer ministro y el de la India no paran de

manifestar que todo se hace en beneficio del género humano, y después de

cada manifestación, siempre resulta alguna ciudad destruida y varias

provincias saqueadas.

Al día siguiente, después de correr el rumor de que se iba a concertar

la paz, el general persa y el general indio se apresuraron a entablar

batalla; fue una lucha sangrienta. Babuc pudo observar todas las

peripecias y todas las abominaciones; fue testigo de las maniobras de los

principales sátrapas, que hicieron lo imposible a fin de que su propio

jefe fuese derrotado. Vio oficiales muertos por sus mismas tropas;

contempló soldados que remataban, arrancándoles jirones de carne

sangrienta, a sus propios compañeros moribundos, desgarrados y cubiertos

de fango. Entró en hospitales adonde se transportaban los heridos, que

expiraban por la negligencia inhumana de los mismos que el rey de Persia

pagaba con creces para socorrer: "¿Es que son hombres o bestias feroces?

—se decía Babuc—. ¡Ah! Ya veo bien que Persépolis será destruida".

Ocupado con este pensamiento, se personó en el campamento de los

indios, donde fue tan bien recibido como lo había sido en el de los

persas, según le predijera la deidad; pero también pudo comprobar los

mismos excesos que le habían llenado de horror.

"¡Oh, oh! —se dijo a sí mismo—. Si el ángel Ituriel quiere exterminar

a los persas, es necesario que la deidad de los indios destruya, al mismo

tiempo, a sus creyentes."

Después de haberse informado con más detalle de lo que había ocurrido

en los dos ejércitos rivales, pudo comprobar, con asombro y admiración,

que se habían realizado acciones de generosidad, de grandeza de alma y de

espíritu humanitario.

—Inexplicables seres humanos —exclamaba—. ¿Cómo podéis reunir tanta

bajeza y tanta magnanimidad, tantas virtudes y tantos crímenes?

A pesar de todo, se concertó la paz. Los jefes de los dos ejércitos,

ninguno de los cuales había obtenido la victoria, aunque sí hecho verter

la sangre de tantos hombres sólo para su propio interés, se fueron a

intrigar para obtener recompensas en sus respectivas cortes.

Con motivo de celebrarse la paz, se anunció en los escritos públicos

que ya volvería a reinar la virtud y la felicidad sobre la tierra.

"¡Alabado sea Dios! —se dijo Babuc—. Persépolis será la morada de la

inocencia purificada; ya no será destruida, como querían esos genios

perversos; vamos, sin falta, a esa capital asiática."

Llegó a la inmensa ciudad y pasó por la entrada más antigua, que era

grosera y tosca, rusticidad que ofendía la vista de todos los que

ambulaban por allí. Toda aquella parte de la ciudad se resentía de los

defectos de la época en que se había edificado, pues, a pesar de la

testarudez de la gente en alabar lo antiguo a expensas de lo moderno,

debemos convenir que en todas las obras los primeros ensayos resultan

groseros.

Babuc se metió entre un gentío compuesto por lo más sucio y feo de los

dos sexos. Aquella multitud se precipitaba con aire atontado hacia un

vasto lugar cercado y sombrío. Por el murmullo que escuchaba, por el

movimiento y por el dinero que vio que daban unas personas a otras para

poder sentarse, creyó encontrarse dentro de un mercado donde vendían

sillas de paja; pero al observar que muchas mujeres se arrodillaban,

mirando con fijeza enfrente de ellas, y ver los rostros de hombres que

tenía a su lado, pronto se dio cuenta de que estaba en un templo. Voces

ásperas, roncas, salvajes y discordantes hacían resonar la bóveda con

sonidos mal articulados, que daban una impresión parecida a los rebuznos

de los asnos silvestres cuando responden, en las llanuras de los pictavos,

a la corneta que los llama. Se obturó los oídos, luego tuvo que cerrar los

ojos y taparse la nariz con presteza, cuando vio entrar en el templo a

unos obreros con palancas y palas. Estos obreros removieron una gran

piedra y echaron, a su derecha y a su izquierda, una tierra que exhalaba

un hedor espantoso; luego se colocó un cadáver en aquella abertura, a la

que otra vez cubrieron con la piedra.

"¡Vamos! —exclamó para sí Babuc—. ¡Esta gente entierra a sus muertos

en el mismo lugar que adora a la Divinidad! ¡Vaya! ¡Sus templos están

cubiertos de cadáveres! Ya no me asombra que Persépolis se halle tan a

menudo asolada por enfermedades pestilentes... La podredumbre de los

muertos y la de tantos vivos reunidos y apretados en el mismo sitio es

capaz de emponzoñar a todo el globo terrestre. ¡Ah, la despreciable ciudad

de Persépolis! Parece que los ángeles la quieren destruir para

reconstruirla más bella y poblarla de habitantes más limpios y que canten

con voz más afinada. Puede que la Providencia tenga sus razones para ello;

dejemos que actúe a su manera."

El sol ya se hallaba a la mitad de su carrera. Babuc tenía que ir a

comer en la casa de una dama, donde iba recomendado con una carta del

marido, un oficial del ejército. Antes de presentarse, dio algunas vueltas

por Persépolis; pudo contemplar otros templos mejor construidos y

adornados con más

...

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