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Aullidos De Libertad


Enviado por   •  6 de Febrero de 2012  •  4.804 Palabras (20 Páginas)  •  649 Visitas

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AULLIDOS DE LIBERTAD

por Manuel Yañez

Pesaba ciento cuarenta kilos, medía dos metros y treinta centímetros de estatura y se hallaba encadenado a la pared. Todo en él era odio y deseos de venganza. No sabía que los seres nacidos de mujer tienen nombre propio. Le habían crecido en el rostro, especialmente sobre el labio superior, unos pelos que le parecían muy distintos a los que cubrían su cabeza. Vivía en la oscuridad aunque no era ciego. Sur recuerdos, escasos y primarios, se formaban de sonidos y emociones apenas sin imágenes y carentes de palabras. Había sabido hablar, de eso hacía mucho tiempo, pero terminó por perder la voz de tanto gritar que le sacaran de allí. Por eso actuaba como un instinto racional que espera la ocasión para descargar la hiel que almacena. Ignoraba la existencia del espejo, del peine y de la higiene personal. Sólo conocía aquel sótano, su reducido universo, aunque la imaginación le decía que tras aquella puerta, tan cercana e inalcanzable, debía encontrarse algo distinto, apetecible e invitador, cuyo conocimiento necesitaba más que su propia existencia. Por eso no cesaba de luchar para comprobarlo, sin importarle que sus medios resultasen muy limitados y rudimentarios, y que fuera a estrellarse contra el obstáculo, cada vez más violentamente que se lo impedía de una forma despiadada. Hasta el punto que su empeño obsesivo bordeaba los límites del suicidio.

Realmente no hacía otra cosa que obedecer a ese impulso básico y ancestral, tan común a todas las criaturas que pueblan la Tierra, que se llama libertad.

Cuando las dos únicas personas que le trataban –sabía que eran Padre y Madre, pero no los sentía como algo suyo– entraban a traerle la comida y el agua, lo hacían abriendo la puerta, con lo que la oscuridad quedaba anulada, provocadoramente, gracias a la claridad del exterior. Y quizá fuese este cambio el origen de la convulsión enloquecida a la que se veían sometidos sus brazos y sus piernas, a la vez que se le nublaba el cerebro y se le reventaban todos los propósitos de mantenerse tranquilo. Porque, sumido en su lucha desesperada por librarse de las cadenas, olvidaba el bestial castigo al que se iba a hacer merecedor.

Luego, irremisiblemente, escuchaba los restallidos del látigo, le alcanzaban los impactos dolorosos, la carne se le abría en infinidad de heridas sangrientas, y no tardaba en sentirse dominado por un sentimiento de indefensión. Entonces, cuando antes había sido un brevísimo volcán en erupción o una epilepsia sobrehumana, su voluntad se transformaba en una necesidad de que el cuerpo consiguiera incrustarse en la pared y encogerse, para así escapar del martirio haciéndose lo más pequeño posible. Y con los mocos, las babas y los estertores, sordos y rabiosos pero sin lágrimas, le volvía a amansar el miedo y el convencimiento de que jamás le permitirían salir del sótano. Pero no le desaparecía el odio y el ansia de cobrarse la más despiadada represalia.

No siempre había alimentado los mismos sentimientos. Tiempo atrás, cuando era más pequeño y blando, no le mantenían encadenado, a pesar de que, en todo momento, quería rebasar la hipnótica frontera de la puerta. Nada más que ésta se abría, él corría en busca del exterior, siempre impulsado por la catapulta de una obsesión cada vez más exacerbada, aunque no irracional. Al momento encontraba cerrándole el paso el corpachón de Padre, y las manos de éste le sujetaban, comunicándole toda su repulsión y una gran amenaza. Esto lograba detenerle, sin que se acallasen las quejas y se le secaran las lágrimas. Seguidamente, Madre venía a abrazarle, le devolvía a las sombras y, tranquilizándole con sus palabras, le empezaba a dar de comer utilizando un objeto metálico, cuyo nombre él había olvidado porque llevaba demasiado tiempo alimentándose con sus propias manos y hasta metiendo la boca en el mismo plato.

Cierto día, después de permanecer esperando junto a la puerta, estuvo a punto de conseguir escapar. Sólo fue un parpadeo de novedad: un amago que le abrió todas las esperanzas, porque, en el instante en que la emoción le invitaba a reír, Padre le apresó por una pierna, como si quisiera rompérsela y, luego, le golpeó salvajemente con los puños hasta dejarle sin sentido.

Cuando volvió a la realidad, se encontró atado a la pared por medio de una cuerda. No pudo entender aquello. Quiso caminar por la reducida estancia y cayó de bruces sobre la paja del suelo al encontrar obstaculizados sus movimientos por lo que rodeaba uno de sus pies. Enloquecido, intentó quitárselo, pero sólo consiguió llagarse los tobillos y destrozarse los dedos de las manos...

¡Qué alivio sintió cuando Madre le curó las heridas!

No obstante, el dolor sufrido únicamente significó una tregua, ya que continuó luchando contra sus ataduras , hasta que consiguió romperlas. Nada más coronar la hazaña, advirtió que dentro de su cuerpo se había formado una emoción similar a la que conoció al superar la puerta por primera y única vez. La alegría fue muy corta, aunque nunca le arrebataron la esperanza, porque Padre le golpeó, más que nunca, sirviéndose de los puños y de los pies calzados con botas provistas de suelas claveteadas; después, le volvió a atar con otra cuerda, de mayor grosor que la anterior, y le hizo probar el suplicio del látigo, mientras gritaba:

–¡Jamás saldrás de aquí! ¡Este es tu único mundo! ¡Y da gracias que te permitamos seguir vivo!

Puede decirse que él había aprendido a hablar escuchando las crueles amenazas de Padre y las ahogadas exclamaciones, los rezos y los susurros cariñosos de Madre. Y con este conocimiento le nacieron las preguntas, a las que faltaban unas respuestas que no fuesen las que nacían del castigo y del desprecio. También acabaron por brotar los aullido de protesta que él convirtió en un arma al comprobar que a su verdugo le enfurecían. Inútil esfuerzo. Con el tiempo enronqueció hasta dañarse incurablemente las cuerdas bucales, y se quedó sin voz después de un largo proceso de sufrimientos.

Más tarde, la imposibilidad de hablar le convirtió en una criatura intuitiva, en un animal casi irracional que aceptaba mantener un papel sumiso con el único propósito de encontrar una nueva oportunidad de escapar. Sin embargo cometió infinidad de errores, todos los cuales se debieron al mal aprovechamiento de su fuerza descomunal. Y es que en varias ocasiones consiguió romper las gruesas cuerdas que le ataban a la pared más lóbrega del sótano, pero siempre le aturdió la emoción de su breve triunfo. Después, cegado por la claridad que había brotado de al abrirse

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