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CONTRA LA POLITICA


Enviado por   •  4 de Abril de 2014  •  2.317 Palabras (10 Páginas)  •  170 Visitas

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La invención melodramática del mexicano

Carlos Monsiváis escribió en varias de sus obras que la identidad latinoamericana es producto de los populismos políticos y de las ventajas simbólicas de la cultura popular. Esta afirmación “identitaria” ayudó a construir un mito político en el que, paradójicamente, Monsiváis actuó como uno mitologema fundacional: la invención melodramática de la cultura mexicana. En efecto, el mito Monsiváis es la constatación de que la educación sentimental de los latinoamericanos en general, y de los mexicanos en particular, es producto de las narrativas deterministas enarboladas por las telenovelas, el cine de Estado, la cultura popular y las revistas del corazón. Esta tesis, convertida rápidamente en lugar común, es la prueba empírica de que para los latinoamericanos no existe identidad fuera del aparato semiótico construido por los Estados-Nación. Sin embargo, tal “presunción de identidad” es análogamente un mecanismo discursivo que mistifica la dimensión política del conflicto y el antagonismo surgido de lo social. La anterior operación ideológica sugiere que existe una continuidad natural entre los aparatos semióticos del Estado y las formas hegemónicas de expresión de lo popular. El Estado, por consiguiente, es la principal construcción estética debido a que la formación de hegemonía recorre necesariamente vías de transmisión sensibles organizadas a partir del residuo subalterno.

Con base en tales supuestos, no es extraño que el autoritarismo mexicano esté fundamentado en un dispositivo cultural que asimila nación con cultura popular, melodrama con identidad, educación sentimental con subjetividad. En este sentido, la figura de Monsiváis, más que el triunfo del intelectual inorgánico de la sociedad post-industrial, es la constatación de que las políticas de la identidad sirven para perpetuar culturalmente una lógica de dominio en la que resulta imposible un imaginario fuera de los márgenes del mercado o, mejor aún, la ironía que implica que toda crítica a los medios masivos de comunicación ocurra en sus propios regímenes de visualidad ¿o acaso la nación no es la identificación de los valores populares con los devenires de la Estado? ¿Existe un sujeto más melodramático que el máximo productor de telenovelas a escala mundial? ¿Las subjetividades no son representaciones de los sentimientos de clase promovidos por el aparato político?

La tesis identitaria que recorre el legado teórico de Monsiváis es la defensa irrestricta de que los mexicanos somos productos del melodrama construido por el nacionalismo revolucionario. El problema con la tesis anterior es que la política del melodrama es una política de la identidad en la que no existe posibilidad de emancipación cultural, una suerte de candado epistemológico en el que no es posible expresar la “excepcionalidad latinoamericana” sin el recurso a la dramatización barroca de las identidades sociales. Desde sus primeras crónicas, la obsesión del narrador mexicano por legitimar los valores de la cultura popular como un medio de resistencia a la hegemonía establecida por el Estado es irrenunciable. Para Monsiváis, las identidades son esencias viajeras —título de su último libro publicado póstumamente— en las que existe una identificación de lo mexicano como una subjetividad escindida de manera melodramática. La política del melodrama es así la educación sentimental que posibilita una democracia de medios; es la infraestructura cultural que condiciona una democracia a la mexicana en la que la indistinción entre tragedia y comedia se convierte en síntoma del Estado fallido. Por consiguiente, para evitar la sustantivación de las identidades promocionadas por el influjo cultural de Monsiváis, es necesario desmontar los supuestos fundacionales de la interpretación melodramática de la cultura mexicana y, por extensión, establecer un marco analítico en el que la crítica no sea la resolución cultural de los conflictos políticos.

La primera tesis por desmontar es la relación intrínsecamente teológica entre melodrama y violencia. Para Monsiváis, la violencia citadina es producto de la fragilidad institucional del Estado y, por ello, la impunidad queda resuelta teológicamente debido a la desconfianza que mantienen los ciudadanos con el aparato judicial mexicano. El ciudadano recurre a la imagen de un dios inclemente en el que existe una identificación entre injustica y pecado. El problema con esta lectura es que a partir de una generalización sociológica, Monsiváis extrae conclusiones políticas en las que resulta imposible abandonar el campo de la teología. La violencia urbana es explicada escatológicamente (la violencia es el fin al que tiende el habitante de la ciudad) y está articulada narrativamente en clave apocalíptica (la inseguridad crece exponencialmente situando al mexicano en un estado de indefensión). Lo anterior produce un miasma teológico difícil de extirpar, ya que sugiere que el ciudadano violentado interpreta el acontecimiento de manera teleológica y lo articula en una narración en la que el fatalismo es inevitable. En cambio, la autoridad judicial evade su responsabilidad delegando a un tercero la impartición de justicia. Por lo tanto, la teodicea del mexicano —“Dios quiso que así fuera así”— y su esperanza redentora —“ya verás cómo algún día pagan esos criminales”— son sublimaciones de la narrativa melodramática recibida previamente. El problema con estas narrativas es el residuo teológico que suponen y la disposición melodramática que anteponen. Sin el ethos melodramático, el mexicano no podría explicar su conducta, puesto que las formas narrativas que conoce para orientar sus acciones responden a la educación sentimental obtenida por medio de la cultura popular.

La segunda tesis de Monsiváis es la insistencia en que existe un núcleo común entre melodrama y pobreza: la apología de la pobreza es enmarcada positivamente por la estructura melodramática. Esta descripción densa, aunque apoyada empíricamente y con pretensiones de neutralidad, representa un problema en el momento que asocia como compatibles pobreza con pureza moral. El decadentismo de los ricos en oposición a la humildad natural de los pobres. Al respecto, existen múltiples ejemplos de las telenovelas mexicanas: “Sí, ya sé. Los ricos también lloran, pero los pobres lloramos más” (Thalía en María la del Barrio) o, en palabras de nuestra egregia primera dama: “A nadie le pertenece más que a mí, porque yo...yo...soy la dueña” (Angélica Rivera en La Dueña). El punto nodal es que la política del melodrama fomenta y enaltece la cultura de la pobreza, puesto que la narrativa melodramática opera como espejo de virtud en la que ser pobre es sinónimo de dignidad moral. La pobreza,

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