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Corazon Diario De Un Niño

maria5614 de Septiembre de 2013

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Hoy hemos empezado el nuevo curso. Han pasado como un sueño los tres meses de vacaciones transcurridos en el campo. Mi madre me llevó esta mañana al grupo escolar Baretti para matricularme como alumno de quinto. Mientras tanto pensaba en el campo e iba de bastante mala gana. Las calles adyacentes eran un hervidero de chiquillos, y las dos librerías próximas al grupo estaban llenas de padres y de madres que compraban carteras, cartillas, libros, estuches o plumieres con útiles de trabajo y cuadernos. Delante de la escuela se agolpaba tanta gente, que el bedel hubo de pedir la presencia de guardias municipales para que mantuviesen orden y quedase expedita la entrada.

Cerca de la puerta sentí unos golpecitos en el hombro. Me los dio mi anterior maestro de cuarto, alegre, jovial, de pelo rubio, rizoso y encrespado, que me dijo:

- ¿Qué, Enrique? ¿Nos separamos para siempre?

Demasiado lo sabía yo, pero sus palabras me apenaron mucho. Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, militares, abuelas, criadas, todos con chicos de una mano y el material escolar en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor como al entrar al teatro después de larga espera en la cola.

Volví a ver con alegría el amplio zaguán de la planta baja al que dan las puertas de siete aulas, por donde había pasado casi todos los días durante tres años. Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venían en todas direcciones. La que había sido mi profesora dos años antes me saludó desde la puerta de su clase, añadiéndome:

- Enrique, este año vas al piso de arriba, y ni siquiera te veré pasar. Habló mirándome con aire entristecido.

El Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera a sus hijos, no matriculados por falta de espacio. Me pareció que tenía la barba algo más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y fuertes que al terminar el curso.

En la planta baja ya se había hecho la distribución de los escolares; había pequeñines que no querían entrar en el aula y se encabritaban como potrillas, debiéndoseles forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban de los bancos que les habían asignado y otros rompían a llorar en cuanto sus padres o acompañantes se marchaban, quienes volvían para consolarlos o hacerlos sentar nuevamente. Con esto las maestras se desesperaban. Mi hermanito se quedó en la clase de la maestra Delcati, y yo en la del maestro Perboni, situada en el piso principal.

A las diez todos estábamos en nuestros sitios respectivos. En mi clase éramos cincuenta y cuatro, pero apenas quince o dieciséis habían sido compañeros míos el curso anterior, figurando entre ellos Derossi, el que siempre obtenía las mejores notas y acaparaba el primer premio.

Pensando en los bosques y en las montañas por donde me había solazado el verano, me parecía muy pequeño y triste el recinto escolar. También me acordaba con pena de mi anterior maestro, tan bueno y alegre y tan bajo que casi parecía uno de nosotros; sentía no verlo delante de mí con su cabeza rubia de pelo enmarañado.

Nuestro actual maestro es alto. No se deja la barba; tiene el pelo bastante largo y gris, aunque bien peinado, y una arruga recta en la frente; su voz es algo ronca. Nos mira fijamente uno a uno, como queriendo leer en nuestro interior. En ningún momento le he visto reír.

Esta mañana decía para mí: Es el primer día. Tengo nueve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales he de realizar! Sentía verdadera necesidad de ver a mi madre y, al salir, he corrido a besarla. Ella, para tranquilizarme, me ha dicho:

- No te apures, Enrique. Estudiaremos los dos juntos.

Al entrar en casa ya estaba mucho más contento. Pero no tengo el mismo maestro, ese tan buenazo y siempre sonriente. Por eso no me ha gustado, de primeras, la escuela tanto como antes. Veremos lo que ocurre este año.

Nuestro maestro

Martes, 18

También me gusta desde esta mañana mi nuevo maestro.

Al entrar, estando él sentado en su sillón, se asomaban de vez en cuando a la puerta de la clase algunos alumnos suyos del curso anterior para saludarle.

- Buenos días, señor maestro.

- Buenos días, señor Perboni.

Algunos entraban, le estrechaban la mano y se marchaban de prisa. Se notaba que le querían y que gustosamente habrían continuado en su clase. El maestro les respondía:

- Buenos días.

Y les apretaba la mano que le ofrecían, pero sin fijarse en ninguno; a cada saludo permanecía serio y vuelto hacia la ventana, con la arruga de la frente más pronunciada, mirando al tejado de una casa próxima. En lugar de alegrarse por los salUdos, parecía que le causaban pena. Luego nos miraba uno a uno detenidamente.

Para el dictado, bajó del estrado e iba pasando por entre los bancos. Viendo que un chico tenía la cara enrojecida y llena de granitos paró de dictar, se le acercó, le empinó un poco la cara y lo observó atentamente; después le preguntó qué le ocurría y le puso la mano en la frente para saber si la tenía caliente. Mientras tanto, un chico se puso de pie por detrás en su banco y empezó a hacer muecas y tonterías con las manos. El maestro se volvió de repente y el chiquillo se sentó instantáneamente permaneciendo con la cabeza gacha en espera de la merecida reprimenda. Pero el señor Perboni sólo le puso una mano en la cabeza y le dijo:

- No lo vuelvas a hacer.

Y nada más. Volvió a la mesa y acabó de dictar.

Al concluir, nos miró unos instantes en silencio y a continuación, con su robusta, pero agradable voz, empezó a decirnos:

- Escuchad: hemos de pasar juntos casi un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Aplicaos y sed buenos chicos. Yo no tengo familia. Vosotros constituís la mía. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto y he quedado solo. Ahora solamente os tengo a vosotros, que sois el centro de mis afectos y de mis pensamientos. Debéis ser como hijos míos. Os quiero y creo tener derecho a que me queráis, pagándome con la misma moneda. No deseo castigar a ninguno. Demostradme que sois chicos de buen corazón; nuestra clase será una familia y vosotros, mi consuelo y mi orgullo. No os pido promesas de palabra, porque estoy seguro que ya lo habéis prometido en el fondo de vuestro corazón. Y os lo agradezco sinceramente.

En aquel momento entró el bedel a dar la hora y todos salimos de los bancos muy silenciosos. El chico que se había levantado en el banco se acercó al maestro y le dijo con voz temblorosa:

- ¡Perdóneme!

El maestro le dio un beso en la frente y le contestó:

- Está bien; vete, hijo mío.

¡Qué desgracia!

Viernes, 21

Yendo esta mañana a la escuela refiriendo a mi padre lo que nos dijera ayer el maestro, vimos de pronto mucha gente apiñada ante la puerta del grupo escolar.

- ¡Alguna desgracia! -dijo mi padre-. ¡Mal empieza el curso!

Entramos no sin dificultad. El gran zaguán se hallaba repleto de padres de alumnos y de chicos a los que los maestros no lograban hacer entrar en clase y todos miraban con insistencia hacia el despacho del Director, oyéndose decir: ¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robetti!

Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación, llena de gente, sobresalían el quepis de un guardia municipal y la gran calva del señor Director. Entró un señor con sombrero de copa, y dijeron:

- Es el médico.

Mi padre preguntó a un maestro:

- ¿Qué ha sucedido?

- Le ha pasado una rueda por el pie y se lo ha lastimado -respondió el interpelado.

- Se ha roto el pie -dijo otro.

Se trataba de un chico de la segunda, que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grossa, al ver caer en medio de la calle, a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, a un niño de párvulos, que se había soltado de la mano de su madre, corrió en su ayuda, lo cogió y lo puso a salvo, pero sin poder impedir que le pasara por encima de un pie la rueda del ómnibus.

Mientras nos referían esto, entró en el zaguán como loca una mujer que se abría paso con decisión entre la gente. Era la madre de Robetti, a la que habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello: era la madre del niño salvado del peligro.

Ambas entraron en el cuarto de la dirección y al punto se oyó un grito desgarrador:

- ¡Julio! ¡Hijo de mi alma!

En aquel momento se detuvo un coche delante de la puerta y poco después apareció el señor Director con el chico herido en brazos, que estaba muy pálido y con los ojos cerrados, apoyando la cabeza sobre el hombro del Director.

Todos guardamos silencio absoluto, tan sólo roto por los sollozos de la madre. El señor Director se detuvo un instante y levantó con los dos brazos al muchacho que llevaba para que lo viésemos todos. Los maestros y maestras, los padres y los chicos, exclamamos a una:

- ¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un verdadero héroe! ¡Pobre chico!

Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos que se hallaban más cerca de él le besaban las

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