EL HOMBRE DE LA BANDERA
alex ramirez sotoBiografía13 de Noviembre de 2015
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EL HOMBRE DE LA BANDERA
Enrique López Albújar (*)
Fue en los días que pesaba sobre Huánuco una enorme vergüenza. No sólo era ya el sentimiento de la derrota, entrevista a la distancia como un desmedido y trágico incendio, ni el pavor que causan los ecos de la catástrofe, percibidos a través de la gran muralla andina, lo que los patriotas huanuqueños devoraban en el silencio conventual de sus casas solariegas; era el dolor de ver impuesta y sustentada por las bayonetas chilenas a una autoridad peruana, en nombre de una paz que rechazaba la conciencia pública. La lógica provinciana, rectilínea, como la de todos los pueblos de alma ingenua, no podía admitir, sin escandalizarse, esta clase de consorcios, en los que el vencido, por fuerte que sea, tiene que sentir a cada instante el contacto depresivo del vencedor. ¿Qué significaban esos pantalones rojos y esas botas amarillas en Huánuco, si la paz estaba ya en marcha y en la capital había un gobierno que nombraba autoridades peruanas en nombre de ella?
El patriotismo no sabía responder a estas preguntas. Sólo sabía que en torno de esa autoridad, caída en Huánuco de repente, se agitaban hombres que días antes habían cometido, al amparo de la fuerza, todos los vandalismos que la barbarie triunfante podía imaginar. Un viento de humillación soplaba sobre las almas. Habríase preferido la invasión franca, como la primera vez; el vivir angustioso bajo el imperio de la ley marcial del chileno; la hostilidad de todas las horas, de todos los instantes; el estado de guerra, en una palabra, con todas sus brutalidades y exacciones. ¡Pero un prefecto peruano amparado por fuerzas chilenas!... Era demasiado para un pueblo, cuyo virilidad y soberbia castellana estuvieron siempre al servicio de las más nobles rebeldías. Era lo suficiente para que a la vergüenza sobreviniera la irritación, la protesta, el levantamiento.
Pero en esos momentos faltaba un corazón que sintiera por todos, un pensamiento que unificase a las almas, una voluntad que arrastrase a la acción. La derrota había sido demasiado dura y elocuente para entibiar el entusiasmo y el celo patrióticos. La razón hacía sus cálculos y de ellos resultaba siempre, como guarismos fatales, la inutilidad del esfuerzo, la esterilidad ante la irremediable. Y al lado del espíritu de rebeldía se alzaba el del desaliento, el del pesimismo, un pesimismo que se intensificaba al verse a ciertos hombres —ésos que en todas partes y en las horas de las grandes desventuras saben extraer de la desgracia un beneficio o una conveniencia—paseando y bebiendo con el vencedor.
II
Pero lo que Huánuco no podía hacer iban a hacerlo los pueblos. Una noche de agosto de 1883, cuando todas las comunidades de Obas, Pachas, Chavinillo y Chupán habían lanzado ya sobre el valle millares de indios, llamados al son de los cuernos y de los bronces, todos los cabecillas —una media centena— de aquella abigarrada multitud, reunidos al amparo de un canchón y a la luz de las fogatas, chacchaban (1) silenciosamente, mientras uno de ellos, alto, bizarro y de mirada vivaz e inteligente, de pie dentro del círculo, les dirigía la palabra.
—Quizás ninguno de ustedes se acuerde ya de mí. Soy Aparicio Pomares, de Chupán, indio como ustedes, pero con el corazón muy peruano. Los he hecho bajar para decirles que un gran peligro amenaza a todos estos pueblos, pues hace quince días que han llegado a Huánuco como doscientos soldados chilenos. ¿Y sabes ustedes quiénes son esos hombres? Les diré. Esos son los que hacen tres años han entrado al Perú a sangre y fuego. Son supaypahuachashgan (2) y es preciso exterminarlos. Esos hombres incendian los pueblos por donde pasan, rematan a los heridos, fusilan a los prisioneros, violan a las mujeres, ensartan en sus bayonetas a los niños, se meten a caballo en las iglesias, roban las custodias y las alhajas de los santos y después viven en las casas de Dios sin respeto alguno, convirtiendo las capillas en pesebreras y los altares en fogones. En varias partes me he batido con ellos... En Pisagua, en San Francisco, en Tacna, en Tarapacá, en Miraflores... Y he visto que como soldados valen menos que nosotros. Lo que pasa es que ellos son siempre más en el combate y tienen mejores armas que las nuestras. En Pisagua, que fue el primer lugar en que me batí con ellos, los vi muy cobardes. Y nosotros éramos apenas un puñado así. Tomaron al fin el puerto y lo quemaron. Pero ustedes no saben dónde queda Pisagua, ni qué cosa es un puerto. Les diré. Pisagua está muy lejos de aquí, a más de trescientas leguas, al otro lado de estas montañas, al sur... Y se llama puerto porque está al pie del mar.
—¿Cómo es el mar, taita (3)? —exclamó uno de los jefes.
—¿Cómo es el mar...? Una inmensa pampa de agua azul y verde, dos mil, tres mil veces más grande que la laguna Tuctugocha, y en la que puede caminarse días enteros sin tocar en ninguna parte, viéndose apenas tierra por un lado y por el otro no. Se viaja en buque, que es como una gran batea llena de pisos, y de cuartos y escaleras, movida por unos hornos de fierro que tragan mucho carbón. Y una vez adentro se siente uno mareado, como si se hubiese tomado mucha chacta (4).
III
El auditorio dejó de chacchar y estalló en una estrepitosa carcajada. ¡Qué cosas las que les contaba este Pomares!... Habría que verlas. Y el orador, después de dejarles comentar a sus anchas lo del mar, lo de la batea y lo del puerto, reanudó su discurso.
—Como les decía, esos hombres, a quienes nuestros hermanos del otro lado llaman chilenos, desembarcaron en Pisagua y lo incendiaron. Y lo mismo vienen haciendo en todas partes. Montan unos caballos muy grandes, dos veces nuestros caballitos, y tienen cañones que matan gente por docenas, y traen escondido en las botas unos cuchillos curvos, con los que les abren el vientre a los heridos y prisioneros.
—¿Y por qué chilenos hacen cosas con piruanos?—interrogó el cabecilla de los Obas—. ¿No son los mismos mistis (5) ?
—No, esos son otros hombres. Son mistis de otras tierras, en las que no mandan los peruanos. Su tierra se llama Chile.
—¿Y por qué pelean con los piruanos? —volvió a interrogar el de Obas.
—Porque les ha entrado codicia por nuestras riquezas, porque saben que el Perú es muy rico y ellos muy pobres. Son unos piojos hambrientos.
El auditorio volvió a estallar en carcajadas. Ahora se explicaban por qué eran tan ladrones aquellos hombres: tenían hambre. Pero el de Obas, a quien la frase nuestras riquezas no le sonaba bien, pidió una explicación.
—¿Por qué has dicho Pomares, nuestras riquezas? ¿Nuestras riquezas son, acaso, las de los mistis? ¿Y qué riquezas tenemos nosotros? Nosotros sólo tenemos carneros, vacas, terrenitos y papas y trigo para comer. ¿Valdrán todas estas cosas tanto para que eses hombres vengan de tan lejos a querérnoslas quitar?
—Les hablaré más claro —replicó Pomares—. Ellos no vienen ahora por nuestros ganados, pero sí vienen por nuestras tierras, por las tierras que están allá en el sur. Primero se agarrarán esas, después se agarrarán las de acá. ¿Qué se creen ustedes? En la guerra el que puede más le quita todo al que puede menos.
—Pero las tierras del sur son de los mistis, son tierras con las que nada tenemos que hacer nosotros —argulló nuevamente el obasino—. ¿Qué tienen que hacer las tierras de Pisagua, como dices tú, con las de Obas, Chupán, Chavinillo, Pachas y las demás?
—Mucho. Ustedes olvidan que en esas tierras está el Cusco, la ciudad sagrada de nuestros abuelos. Y decir que el misti chileno nada tiene que hacer con nosotros es como decir que si mañana, por ejemplo, unos bandoleros atacaran Obas y quemaran unas cuantas casas, los moradores de las otras, a quienes no se les hubiera hecho daño, dijeran que no tenían por qué meterse con los bandoleros ni por qué perseguirlos. ¿Así piensan ustedes desde que yo falto de aquí?
—¡No! —contestaron a un tiempo los cabecillas, Y el obasino, casi convencido, añadió:
—El que daña a uno de nuestra comunidad daña a todos.
—Así es. ¿Y el Perú no es una comunidad? —gritó Pomares—. ¿Qué cosa creen ustedes que es Perú? Perú es muy grande. Las tierras que están al otro lado de la cordillera son Perú; las que caen a este lado, también Perú. Y Perú también es Pachas, Obas, Chupán, Chavinillo, Margos, Chaulán... y Panao, y Llata, y Ambo y Huánuco. ¿Quieren más? ¿Por qué, pues, vamos a permitir que mistis chilenos, que son los peores hombres de la tierra, que son de otra parte, vengan y se lleven mañana lo nuestro? ¿Acaso les tendrán ustedes miedo? Que se levante el que le tenga miedo al chileno.
Nadie se levantó. En medio del silencio profundo que sobrevino a esta pregunta, sólo se veía en los semblantes el reflejo de la emoción que en ese instante embargaba a todos; una emoción extraña, jamás sentida, que parecía poner delante de los ojos de aquellos hombres la imagen de un ideal hasta entonces desconocido, al mismo tiempo que la voz del orgullo elevaba en sus corazones una protesta contra todo asomo de cobardía.
Pero el viejo Cusasquiche, que era el jefe de los de Chavinillo, viejo de cabeza venerable y mirada de esfinge, dejando de acariciar la escopeta que tenía sobre los muslos, dijo, con fogosidad impropia de sus años:
...