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El Amor Por Las Tinieblas

312522342117 de Mayo de 2015

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Tengo catorce años.

Hace seis aprendí a leer.

Soy uno de los pocos niños que lo hace. Es extra-

ño que un niño como yo haya aprendido a leer y escribir,

porque no soy noble.

Mi papá tiene una recua de mulas con la que

transportamos carga entre Popayán, La Plata y Quito,

o donde sea necesario. De él dicen que es indio. Nunca me

ha hablado de eso. Pero ahora más que nunca creo que es

necesario que me lo aclare.

Para empezar, quiero decir que estoy preso por

patriota.

Mi país está en guerra. Me han preguntado muchas

veces si sé por qué luchamos los patriotas. Luchamos

por la libertad. Eso lo tengo claro.

A mí me trajeron aquí a esta prisión hace ya varios

meses. Espero que decidan qué hacer conmigo. Sé que

a algunos les permiten servir al rey de España. Eso sería

El amor por la tinieblas

(c) 2009, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. (c) 2009, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.

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traicionar a la patria y salvar la vida. No sé qué haría yo si

me lo proponen.

Por ahora creo que las cosas van bien. Me han permitido

escribir. Quieren que haga un relato de lo que conocí.

Ya habían intentado preguntarme, pero hablo muy poco y

cuando lo hago me enredo. En cambio las palabras escritas

salen muy fácil. Por eso me han dado papel y pluma. Tengo

que escribir. Y lo primero que se le ocurre recordar a mi

memoria es la forma en que aprendí a escribir, siendo yo

quien soy.

A Don Francisco José lo conocí en un mercado.

Yo acompañaba a mi papá. Lo ayudaba cuidando

las mulas. Y en uno de esos mercados nos encontramos

con él.

Ya casi todos los negocios se habían terminado

y mi papá me había dejado cuidando a los animales

mientras él hacía algo más. Yo me entretenía mirando

cómo la mula hacía temblar el pellejo de su panza

para espantar las moscas que se le paraban sobre su

piel. Me parecía bonito que temblara exactamente en

el sitio donde la mosca estaba parada, como si la mula

tuviera ojos en cada centímetro de su cuerpo. Yo no

podía hacer eso. Me imaginaba una mosca caminando

sobre mi barriga y por más que lo intentaba no conseguía

espantarla con el temblor de mi piel.

Y en esas estaba, imaginando moscas que caminaban

sobre mi cuerpo, cuando un señor, más bien

joven, bajito, con cara de serio se acercó a preguntar

por mi papá.

Desde el miedo templado

como la panza de una bestia

hasta el agua que me calma

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Yo le respondí lo que sabía, es decir, que se

había ido. El hombre se quedó mirándome un buen

rato y yo esperando que me dijera por fin lo que quisiera

y me quitara esa mirada de encima.

A mí siempre me ha costado mirar a la gente

a los ojos. Me parece que les molesta mi mirada

sobre ellos. Y entonces yo también me siento mal.

Pero como él no dejaba de hacerlo, yo me atreví

a mirarlo. Levanté mis ojos y los quise poner en

los suyos, como preguntándole qué más quería. Al

contrario de lo que me pasaba casi siempre, fui yo

el que no resistió un solo instante la intensidad de

su mirada. Mis ojos solitos, sin que yo les diera ninguna

orden, corrieron a refugiarse en las manos del

hombre.

Y en sus manos descubrí algo que no había

visto nunca. Un círculo blanco y brillante, como del

tamaño de un plato de vajilla. Tenía unas vetas amarillas

muy delgadas. Seguramente no era madera. Seguramente

no era un plato.

Muchas veces me ocurre que me dejo llevar

por la curiosidad. Es algo superior a mí mismo o al

miedo que me hacen sentir los demás con sus amenazas.

Mi papá, por ejemplo, me ha dicho que si pregunto

todo lo que se me ocurre, no sólo voy a ganarme

unos buenos golpes, sino que además mi lengua se

va a convertir en un pescado que nunca va a dejar de

moverse en mi boca.

Nadie puede hablar con un pescado moviéndose

en la boca.

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Me da miedo no poder volver a hablar y entonces

dejo de preguntar sobre todo lo que se me ocurre.

Pero después de un tiempo se me olvida la amenaza del

pescado en la boca y empiezo a tratar de averiguar por

las cosas que hay en el mundo. No puedo evitarlo.

Y esa vez tampoco pude. El círculo blanco había

atrapado mi mirada y necesitaba saber para qué

podría servir semejante cosa.

Seguro mis ojos se abrieron mucho, mis manos

se cerraron y dejaron de acariciarle la panza a la

mula o, tal vez, era que ese hombre se daba cuenta de

las cosas más rápido que los demás, pero lo cierto es

que no tuve que preguntar nada, fue él el que lo hizo.

–Bonito, ¿verdad?

Seguro lo que quería era picarme la lengua.

Yo sabía que tenía que controlarme y no ponerme a

preguntar como loco todo lo que se me ocurriera, y

menos a un desconocido. Entonces moví la cabeza un

poquito, como diciéndole que sí, pero no del todo.

–¿Quieres tocarlo? –me preguntó con una voz

firme de una dulzura que nunca antes en mi vida había

conocido. Volví a mover la cabeza. En ese momento

lo que más quería era tocar esa cosa extraña.

Recibí el círculo blanco en mi mano. Era liviano.

No me pregunten por qué, pero yo esperaba que

algo tan blanco fuera muy pesado, y entonces cuando

lo tuve en la mano lo moví en el aire tratando de confirmar

que en efecto era muy liviano.

Después se me ocurrió llevármelo a la nariz.

Lo hice porque quién sabe de dónde me llegó un olor

a tierra podrida, a lo mismo que huelen las alforjas

cuando se quedan mojadas, y pensé que ese material

era el que despedía ese olor. Pero no. En verdad no

recuerdo bien si me olió a algo, pero ahora creo que

olía un poco a animal. No sabría cómo decirlo mejor,

lo que pasa es yo podía distinguir por los olores si las

cosas habían sido piedras, animales o matas, sólo con

el olor. Después supe que aquello que distinguía eran

los reinos. Y, aunque ese círculo blanco parecía hecho

de madera, o de una piedra muy fina y desconocida en

estas tierras, me olía a animal.

En seguida lo levanté hacia la luz. Tal vez lo

hice para espantar una mosca que me tenía aburrido

dando vueltas encima de mi ceja; pero lo cierto es que

cuando lo hice me di cuenta de que el círculo era casi

transparente y que a través de él se filtraba una suave

luz. Me imaginé cómo se sentiría estar bajo un toldo

hecho con ese material. Me sentí fresco y tranquilo

con lo que pasó por mi mente.

El hombre, que no se había perdido un solo detalle

de lo que yo estaba haciendo, notó la sonrisa que

se me había escapado de los labios y sonriendo él mismo

me dijo:

–¿Te gusta? –pero seguramente, como yo me

demoré en responder, él ya se había puesto a pensar

en otra cosa; así que recogió el círculo de mi mano y

preguntó–: ¿Dentro de cuánto viene tu papá?

–No sé –respondí.

–Necesito hablar con él –dijo. Yo no respondí

nada. ¿Qué podía decir? Además ustedes ya saben

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que soy malo con las palabras–. Y también necesito

un ayudante para mi viaje –continúo sin que yo entendiera

si me hablaba a mí o si simplemente dejaba que

sus pensamientos salieran en palabras. Eso le pasa algunas

veces a la gente. Habla sin que necesariamente

uno pueda decir que le habla a alguien–. Uno que

quiera aprender algunas cosas de astronomía y que

pueda leerme los libros que mi mala cabeza no me

deja leer. ¿Dirías que estoy enfermo? –preguntó de

repente.

–No –respondí. El extraño me había parecido

elegante, rico, amable. De él podía decir que no era

español. Eso era una cosa buena para mí. Los españoles

nunca eran tan amables con alguien como yo. Pero

no podría decir de él si estaba o no enfermo, ¿cómo

iba yo a saberlo?

–Pues según el doctor y mi familia estoy enfermo.

Enfermo de leer, ¿puedes creerlo? Pero no

puedo dejar de leer. Necesito los libros –se quejó. Yo

asentí aunque no estaba entendiendo nada de lo que

decía. ¿Cómo podía uno enfermarse de leer? Yo había

oído decir que uno podía volverse loco, pero enfermarse…–.

Por eso necesito un asistente personal

–terminó y clavó su mirada intensa sobre mi frente,

como al principio,

...

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