El «Yo pecador» del artista
estrellitasurTutorial26 de Agosto de 2013
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Charles Baudelaire –
Poemas en prosa
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Índice
Poemas en prosa
- I -
El extranjero
- II -
La desesperación de la vieja
- III -
El «yo pecador» del artista
- IV -
Un gracioso
- V -
La estancia doble
- VI -
Cada cual, con su quimera
VII
El loco y la Venus
VIII
El perro y el frasco
IX
El mal vidriero
- X -
A la una de la mañana
- XI -
La «mujer salvaje» y la queridita
- XII -
Las muchedumbres
- XIII -
Las viudas
- XIV -
El viejo saltimbanqui
- XV -
El pastel
- XVI -
El reloj
- XVII -
Un hemisferio en una cabellera
- XVIII -
La invitación al viaje
- XIX -
El juguete del pobre
- XX -
Los dones de las hadas
- XXI -
Las tentaciones, o Eros, Pluto y la Gloria
- XXII -
El crepúsculo de la noche
- XXIII -
La soledad
- XXIV -
Los Proyectos
- XXV -
La hermosa Dorotea
- XXVI -
Los ojos de los pobres
- XXVII -
Muerte heroica
- XXVIII -
La moneda falsa
- XXIX -
El jugador generoso
- XXX -
La cuerda
- XXXI -
Las vocaciones
- XXXII -
El tirso
- XXXIII -
Embriagaos
- XXXIV -
¡Ya!
- XXXV -
Las ventanas
- XXXVI -
El deseo de pintar
- XXXVII -
Los beneficios de la Luna
- XXXVIII -
¿Cuál es la verdadera?
- XXXIX -
Un caballo de raza
- XL -
El espejo
- XLI -
El Puerto
- XLII -
Retratos de queridas
- XLIII -
El tirador galante
- XLIV -
La sopa y las nubes
- XLV -
El tiro y el cementerio
- XLVI -
Extravío de aureola
- XLVII -
La señorita Bisturí
- XLVIII -
Any Where Out of the World (En cualquier parte, fuera del mundo)
- XLIX -
¡Matemos a los pobres!
- L -
Los perros buenos
Epílogo
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Poemas en prosa
Baudelaire, Charles
- I -
El extranjero
-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu
madre, a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a
conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las
nubes maravillosas!
- II -
La desesperación de la vieja
La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda
criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo
ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni
cabellos.
Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.
Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer
decrépita, llenando la casa con sus aullidos.
Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un
rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas,
desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos
horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!»
- III -
El «yo pecador» del artista
¡Cuán penetrante es el final del día en otoño! ¡Ay! ¡Penetrante hasta
el dolor! Pues hay en él ciertas sensaciones deliciosas, no por vagas
menos intensas; y no hay punta más acerada que la de lo infinito.
¡Delicia grande la de ahogar la mirada en lo inmenso del cielo y del
mar! ¡Soledad, silencio, castidad incomparable de lo cerúleo! Una vela
chica, temblorosa en el horizonte, imitadora, en su pequeñez y
aislamiento, de mi existencia irremediable, melodía monótona de la
marejada, todo eso que piensa por mí, o yo por ello -ya que en la grandeza
de la divagación el yo presto se pierde-; piensa, digo, pero musical y
pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.
Tales pensamientos, no obstante, ya salgan de mí, ya surjan de las
cosas, presto cobran demasiada intensidad. La energía en el placer crea
malestar y sufrimiento positivo. Mis nervios, harto tirantes, no dan más
que vibraciones chillonas, dolorosas.
Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su
limpidez. La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me
subleva... ¡Ay! ¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello
eternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre
victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo! El
estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror
antes de caer vencido.
- IV -
Un gracioso
Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por
mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de
codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para
perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente,
arreado por un tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito
enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje
nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo,
quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con
aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran
aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde
le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel
magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de
Francia.
- V -
La estancia doble
Una estancia parecida a una divagación, una estancia verdaderamente
espiritual, de atmósfera quieta y teñida levemente de rosa y azul.
Toma en ella el alma un baño de pereza aromado de pesar y de deseo.
Es algo crepuscular, azulado, róseo; un ensueño de placer durante un
eclipse.
Tienen los muebles formas alargadas, postradas, languidecentes.
Tienen los muebles aire de soñar; creeríaselos dotados de vida
sonambulesca, como vegetales y minerales. Hablan las telas una lengua
muda, como las flores, como los cielos, como las puestas de Sol.
Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el
sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte
positivo, es blasfemia. Aquí todo tiene la suficiente claridad, la
deliciosa obscuridad de la armonía.
Un olor infinitesimal, exquisitamente elegido, al que se mezcla una
levísima humedad, nada en la atmósfera, donde mecen al espíritu adormilado
sensaciones de invernadero.
Llueve abundante muselina delante de las ventanas y delante del
lecho; derramase en cascadas nivosas. En el lecho está acostado el Ídolo,
la soberana de los ensueños. Pero ¿cómo está aquí? ¿Quién la trajo? ¿Qué
virtud mágica la instaló en este trono de ensueño y de placer? ¿Qué
importa? ¡Ahí está! La reconozco.
Esos son los ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo, miras sutiles y
tremendas que reconozco en su malicia espantosa. Atraen, subyugan, devoran
las miradas del imprudente que las contempla. A menudo estudió esas
estrellas negras que imponen curiosidad y admiración.
¿A qué demonio benévolo debo hallarme así, rodeado de misterio, de
silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh beatitud! Lo que solemos llamar vida,
aun en su más dichosa expansión, nada tiene de común con la vida suprema,
que ahora conozco y saboreo de minuto en minuto, de segundo en segundo.
¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! Desapareció el tiempo;
reina la Eternidad, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, pesado, resonó en la puerta, y, como en
sueños infernales, me ha parecido recibir un golpe de azadón en el
estómago.
Luego ha entrado un espectro. Es un alguacil que viene a torturarme
en nombre de la ley, una infame concubina que viene a dar gritos de
miseria y a echar las liviandades de su existencia sobre los dolores de la
mía, o el ordenanza de un director
...