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El amor es una falacia


Enviado por   •  23 de Agosto de 2018  •  Resúmenes  •  3.387 Palabras (14 Páginas)  •  312 Visitas

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EL AMOR ES UNA FALACIA

Capitulo I

Yo era frío y lógico. Agudo -calculador, perspicaz, certero y astuto- todo eso era yo. Mi cerebro era tan poderoso como un dínamo, tan preciso como las balanzas de un químico, tan penetrante como el bisturí de un médico. Y -¡piensen en esto!- solo tenía 18 años. No sucede a menudo que alguien tan joven tenga un intelecto tan gigantesco. Tomen, por ejemplo, a Petey Bellows, mi compañero de cuarto en la universidad. La misma edad, el mismo origen social, pero tonto como un buey. Un tipo bastante agradable, pero sin nada en la cabeza. Del tipo emocional. Inestable. Impresionable. Y lo peor de todo, esclavo de la moda. Opino que las modas son la verdadera negación de la razón. Ser barrido y arrastrado por cada nueva locura que llega, rendirse a la idiotez sólo porque todos los demás lo hacen -esto, para mí, es la cima de la irracionalidad-. Sin embargo, no lo era para Petey. Una tarde encontré a Petey tirado en su cama con una expresión tal de desesperación en su cara, que inmediatamente diagnostiqué apendicitis. “No te muevas”, le dije. “No tomes ningún laxante. Llamaré un médico”.

– “Mapache”, murmuró con voz ronca.

– “¿Mapache?” pregunté, deteniéndome en mi carrera.

– “Quiero un abrigo de mapache”, se lamentó Petey.

Me di cuenta de que su problema no era físico, sino mental. -“¿Por qué quieres un abrigo de mapache?”– “Debí haberlo sabido”, gritó, golpeándose las sienes. “Debí haber sabido que volverían cuando el Charleston volvió. Como un estúpido gasté todo mi dinero en textos de estudio y ahora no puedo comprarme un abrigo de mapache.”

– “¿Quieres decir”, dije incrédulamente, “que la gente realmente está usando abrigos de mapache de nuevo?”.– “Todos los grandes hombres del campus los están usando. ¿Dónde has estado?”

“En la biblioteca”, dije, nombrando un lugar no frecuentado por los grandes hombres del campus. Petey saltó de la cama y se paseó por el cuarto. “Tengo que tener un abrigo de mapache”, dijo apasionadamente. “¡Tengo que tenerlo!”.-“¿Por qué, Petey? Míralo desde una perspectiva racional. Los abrigos de mapache son insalubres. Echan pelos. Huelen mal. Pesan demasiado. Son desagradables de ver. Son…” – “Tu no entiendes”, me interrumpió con impaciencia. “Es lo que hay que hacer. ¿No quieres estar en onda?” – “No”, respondí con toda verdad.

– “Bueno, yo sí”, declaró. “Daría cualquier cosa por un abrigo de mapache. ¡Cualquier cosa!”. Mi cerebro, ese instrumento de precisión, comenzó a funcionar a toda máquina. “¿Cualquier cosa?”, pregunté mirándolo escrutadoramente.

– “Cualquier cosa”, respondió en tonos vibrantes.

Golpeé mi barbilla pensativamente. Sucedía que yo sabía cómo poner mis manos sobre un abrigo de mapache. Mi padre había tenido uno en su época de estudiante. Ahora estaba en un baúl en el altillo de mi casa. También sucedía que Petey tenía algo que yo quería. No lo tenía exactamente, pero tenía los primeros derechos sobre eso. Me refiero a su chica, Polly Espy. Por mucho tiempo yo había ambicionado a Polly Espy. Permítanme enfatizar que mi deseo por esta joven no era de naturaleza emocional. Ella era, por cierto, una chica que me excitaba las emociones, pero yo no era alguien que fuera a dejar que mi corazón gobernara mi cabeza. Quería a Polly por una razón enteramente cerebral, calculada astutamente. Yo era un estudiante de primer año de leyes. En pocos años saldría a practicar la abogacía. Era bien consciente de contar con el tipo adecuado de esposa para promover la carrera de un abogado. Los abogados exitosos que yo había observado estaban, casi sin excepción, casados con mujeres hermosas, gráciles e inteligentes. Con una sola omisión, Polly llenaba estas características perfectamente. Era hermosa. Aún no tenía las proporciones de una modelo, pero yo estaba seguro de que el tiempo supliría la falta. Ella ya tenía todos los elementos necesarios. Era grácil. Por grácil quiero decir llena de gracia. Tenía una distinción al caminar, una libertad de movimiento, un equilibrio, que claramente indicaba la mejor educación. En la mesa sus modales eran exquisitos. La había visto en el Kozy Kampuis Korner comiendo la especialidad de la casa -un sándwich que consistía en trozos de carne asada, salsa, nueces picadas y un cucharón de chucrut- sin ni siquiera humedecerse los dedos. Inteligente no era. De hecho, se orientaba en la dirección opuesta. Pero yo creía que bajo mi guía ella se despertaría. En todo caso, valía la pena hacer un intento. Después de todo, es más fácil hacer inteligente a una hermosa niña tonta que hacer hermosa a una inteligente niña fea.

– “Petey”, le dije, “¿estás enamorado de Polly Espy?”. – “Pienso que es una chica perspicaz”, contestó, “pero no sé si llamarlo amor. ¿Por qué?”.

– “¿Tienes”, le pregunté, “algún tipo de arreglo formal con ella? Me refiero a sí estás noviando con ella o algo por el estilo.” – “No. Nos vemos bastante, pero ambos tenemos otras citas. ¿Por qué?”

– “¿Existe”, pregunté, “algún otro hombre por el cual ella siente algún cariño en particular?” – “No que yo sepa. ¿Por qué?”. Asentí con satisfacción. “En otras palabras, si tú estuvieras fuera del cuadro, el campo estaría libre. ¿No es así?”

– “Supongo que sí. ¿Qué estas tramando?” – “Nada, nada”, dije inocentemente, y saqué mi valija del ropero. – “¿Dónde vas?” preguntó Petey. – “A casa por el fin de semana”. Puse unas pocas cosas dentro de la valija.

– “Escucha”, me dijo, tomándome del brazo con entusiasmo, “mientras estás en tu casa, ¿no podrías conseguir algo de dinero de tu viejo, podrías, y prestármela para que yo pueda comprarme un abrigo de mapache?”

“Puedo hacer algo mejor que eso”, dije haciéndole un misterioso guiño y cerré mi valija y me fui.

 Capítulo II

“¡Mira!” le dije a Petey cuando volví el lunes en la mañana. Abrí de golpe la valija dejando ver el grande, peludo y deportivo objeto que mi padre había usado en su Stutz Bearcat en 1925.

– “¡Santo Toledo!”, dijo Petey reverentemente. Hundió sus manos en el abrigo de mapache y luego hundió su cara. “¡Santo Toledo!” repitió quince o veinte veces. – “¿Te gustaría?”, le pregunté. – “¡Oh sí!” gritó, apretando la grasienta piel contra su cuerpo. Luego una mirada prudente apareció en sus ojos: “¿qué quieres a cambio?” -“A tu chica”, dije sin escatimar palabras. – “¿Polly?” dijo en un horrorizado suspiro. “¿Quieres a Polly?” – “Así es”.

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