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Gabriel García Márquez, Crónica De Una Muerte Anunciada

crisledezma30 de Marzo de 2013

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Crónica de una muerte anunciada

Gabriel García Márquez

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El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para

esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de

higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al

despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con

árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores

de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de

papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una

reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se

los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos

sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las

mañanas que precedieron a su muerte.

Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin

quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre

en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se

había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas personas que

encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo

una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les

comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se

refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana

radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de

pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de

acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de

aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna

menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba

reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina

Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato,

porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.

Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin

almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo

de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el vestido de

caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de

ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin

mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,

según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba

también sus aperos de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06

Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica

de dos poderes, y una Winchester de repetición. Siempre dormía como durmió su padre,

con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la

casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.

«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que

guardaba las armas en un lugar y -escondía la munición en otro lugar muy apartado, de

modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas dentro de la casa.

Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta

sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el

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suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, * pasó con

un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a

un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.

Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel

percance.

La última imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio.

La había despertado cuando trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín

del baño, y ella encendió la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la

mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó entonces el

sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.

-Todos los sueños con pájaros son de buena salud -dijo.

Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré postrada

por las últimas luces de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando de

recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria. Apenas si

distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las sienes para el dolor de

cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de

costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y

había en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana del

crimen.

Apenas aparecí en el vano. de la puerta me confundió con el recuerdo de Santiago

Nasar. «Ahí estaba», me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola,

porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón.» Estuvo un largo

rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasó la

ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».

Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y era

esbelto y pálido, y tenía los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el

hijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad,

pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, tres años antes, y

siguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó el

instinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las armas de fuego, el

amor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de él aprendió

también las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero

no delante de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados

en el pueblo, y la única vez que trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una

demostración de altanería en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo había

forzado a abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse

cargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre y

pacífico, y de corazón fácil.

El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha

cuando lo vio vestido de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo. Pero él le explicó

que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella

no dio ninguna muestra de interés.

-Ni siquiera se bajará del buque -le dijo-. Echará una bendición de compromiso, como

siempre, y se irá por donde vino. Odia a este pueblo.

Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una

fascinación irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, en

cambio, lo único que le interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a

mojar en la lluvia, pues lo había oído estornudar mientras dormía. Le aconsejó que

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llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la mano y salió del cuarto. Fue

la última vez que lo vio.

Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni en

todo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de su

muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto.» Estaba descuartizando tres

conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró en

la cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria

Guzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvió a Santiago Nasar

un tazón de café cerrero con un chorro de alcohol de caña, como todos los lunes, para

ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo

de la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía una respiración sigilosa.

Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a beber a sorbos lentos el tazón de café,

pensando despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejos

en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña,

todavía un poco montaraz,

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