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Guerra Del Gas


Enviado por   •  9 de Julio de 2015  •  4.160 Palabras (17 Páginas)  •  250 Visitas

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Bolivia: ¿guerra del gas o guerra social?

La insurrección popular que en octubre pasado derribó al por entonces presidente de la República de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada (y que, en el momento en que estoy escribiendo, está encontrando su prolongación en la huelga general indefinida convocada para este mes de mayo), merece nuestra atención, según entiendo, por varias razones. En primer lugar, desde luego, por el hecho mismo de haberse atrevido los bolivianos a derrocar un gobierno por la vía de la insurrección de la gente de abajo, hecho que a estas alturas de la modernidad, según nos venían asegurando los expertos en fines de la Historia, era del todo imposible que sucediera; haber rectificado este prejuicio interesado era ya de por sí de agradecer. La hazaña es tanto más notable por cuanto no se derribó a una junta cualquiera de gorilas en vías de extinción, sino a un gobierno elegido con todas las bendiciones legales de la democracia parlamentaria (sin que eso comporte mucha diferencia en la manera de responder a las demandas de los gobernados); de modo que no será muy exagerado decir que la revolución boliviana ha empezado a tomar por blanco de su ataque directamente a la mentira democrática, que es el corazón de la ideología hoy dominante.

Más allá de las consignas enarboladas por las diversas organizaciones, los trabajadores y campesinos de Bolivia se han levantado, más que contra un gobierno particular, contra el conjunto del orden político, social y económico actualmente establecido. La cuestión que la prensa internacional ha señalado como motivo de la revuelta –la exportación de gas natural a cuenta y beneficio de empresas extranjeras, la española REPSOL entre las primeras- no fue, en principio, mucho más que la ocasión que propició la confluencia de los diversos movimientos de oposición. De todas maneras, el escándalo que hizo saltar la chispa no era para menos: la Ley de Hidrocarburos, promulgada por el gobierno de Sánchez de Lozada e impuesta por dictado del FMI, entrega los recursos de combustibles fósiles del país de modo prácticamente gratuito a las empresas transnacionales que los hayan “descubierto”, reservándose el Estado boliviano tan sólo un impuesto del 18 % sobre el valor a boca de pozo del crudo, que luego, una vez refinado y elaborado en industrias de Chile, Argentina o Brasil, se vuelve a vender a Bolivia a precios de mercado mundial. Las condiciones de secretismo, corrupción desaforada y abierta violación de las leyes del país en que se pactaron las cláusulas de venta, sacadas a luz por diputados opositores, acabaron por suscitar la indignación hasta del último demócrata bienpensante; además, la circunstancia peculiar de que la exportación de gas hubiera de pasar por los puertos del litoral pacífico, que el Estado de Chile había arrebatado a Bolivia en la guerra de conquista de 1879, añadió a la indignación la ponzoña del resentimiento patriótico. Pero todo eso, evidentemente, no habría levantado mucho más que bieneducadas protestas verbales de políticos y periodistas, de no haber caído en una situación que ya estaba lista para el estallido por otras razones. Y no me refiero a la circunstancia que lo más a menudo suelen invocar, a modo de explicación de lo ocurrido, los medios mal llamados de comunicación: a saber, las condiciones de abrumadora miseria en que supuestamente viven la mayoría de los bolivianos.

A decir verdad, la fama de “país más pobre del continente” de que goza esta república andina se debe más que nada a las virtudes milagrosas de la estadística, por efecto de las cuales el chabolista más miserable de México o Sao Paolo, gracias a su participación –puramente teórica- en un Producto Nacional Bruto mucho más elevado, disfruta de una Renta Per Cápita en dólares varias veces superior a la de los campesinos bolivianos que producen ellos mismos la mayor parte de lo que consumen (bienes que, por carecer del status de mercancía, no figuran en las estadísticas). En definitiva, la pobreza material que se padece en Bolivia, con ser notoria, no es peor que en cualquier otra parte de América Latina; y si el empeoramiento de las condiciones de vida durante el último decenio ha tropezado en este país con una resistencia popular mucho más contundente y eficaz que en otros lugares, no será tanto debido a lo extremo de la miseria como gracias a la tenaz persistencia de unas tradiciones de autoorganización comunitaria que permiten resistir con firmeza y dignidad a cada nuevo desafuero del poder, justamente porque desde siempre vienen resistiendo, aun sin que se tenga mucha conciencia de ello, a ese desafuero fundamental y perpetuo que es la asimilación de todas las relaciones sociales por el Estado y el mercado.

La insurrección de octubre no fue una revuelta de masas amorfas de hambrientos, sino un movimiento muy bien organizado desde las asambleas, las comunidades campesinas, las juntas vecinales y los comités de huelga, que supieron coordinar por su cuenta las luchas a lo largo y ancho del país, arrastrando finalmente tras de sí a las cúpulas sindicales y políticas. “Ningún líder ni ningún partido político dirigió este levantamiento popular… Los trabajadores bolivianos, desde abajo, fueron los que echaron a patadas del poder al del asesino de Goni (Gonzalo Sánchez de Lozada). Nadie, individual y partidariamente, se puede adjudicar el liderazgo de este conflicto”, reconoció a finales de octubre Jaime Solares, el secretario ejecutivo de la Central Obrera Boliviana (COB); y por más que semejante cargo de dirigente sindical no sea muy buen acreditativo en materia de autonomía obrera, estaba diciendo la pura verdad.

Muerte y resurrección del movimiento minero: una amarga victoria del Capital. El movimiento sindical minero, organizado desde los años cuarenta, fue el núcleo de las milicias populares que combatieron en la revolución democrática y nacional-desarrollista de 1952, que conquistó el sufragio universal, la reforma agraria y la nacionalización de las minas y demás recursos. Durante más de treinta años, los mineros agrupados en la Central Obrera Boliviana (COB) supieron mantener a raya a los sucesivos gobiernos, civiles y militares, de izquierdas o de derechas que fuesen; el desengaño del nacionalismo “revolucionario”, cuyas ambiciones progresistas iban menguando progresivamente, los fue acercando a la izquierda marxista, predominantemente trotsquista.

A finales de los años ochenta, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), el mismo partido que había encabezado la revolución de 1952, entre tanto despojado ya de toda veleidad revolucionaria o tan siquiera nacionalista, volvió al poder para deshacer las conquistas de antaño, privatizando las empresas que en aquel entonces había nacionalizado. Fue

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