Hush Hush
LucianaCalvino8 de Mayo de 2014
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Claro está que no pretenderé considerar como sorprendente el hecho de que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado discusiones. El milagro hubiera sido que no las hubiese provocado, dadas las circunstancias. Por el deseo de todos los interesados en mantener al público en la ignorancia con respecto a ese asunto, por lo menos durante el presente, o hasta que tuviéramos mayores oportunidades de investigación y por nuestro empeño en llevarla a cabo, se abrió camino en la sociedad una versión falsa y exagerada, causa de muchas tergiversaciones desagradables y, naturalmente, de una incredulidad casi general.
Es, por lo tanto, necesario que yo exponga los hechos como los entiendo. Ellos son, en resumen, los siguientes:
Durante los últimos tres años, el tema del mesmerismo había captado mi interés repetidas veces; hace unos nueve meses, se me ocurrió de pronto que en todos los experimentos realizados hasta entonces existía una laguna considerable e inexplicable: ninguna persona había sido hipnotizada "in articulo mortis". Quedaba por ver, primero, si en tal condición existía en el paciente sensibilidad ante la influencia magnética; segundo, si, existiendo, era disminuida o aumentada por tal condición, y, tercero, hasta qué punto, o durante cuánto tiempo, se podía detener el avance de la muerte por medio de ese proceso. Había otros puntos que aclarar, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, por las importantísimas consecuencias que podía tener.
En busca de alguna persona por medio de la cual pudiese hacer estas experiencias, pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el conocido compila¬dor de la Bibliotheca Forensica y autor, bajo el seudónimo de Issachar Marx, de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.
Valdemar, que residió principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año 1839, es -o era- notorio por la extrema delgadez de su figura; sus piernas se parecían mucho a las de John Randolph . Otro rasgo que llamaba la atención era la blancura de sus patillas, que contrastaba violentamente con la oscuridad de sus cabellos; éstos eran tan negros que muchas veces se los confundía con una peluca. Era excesivamente nervioso, lo que lo hacía un sujeto apropiado para los experimentos hipnóticos. En dos o tres ocasiones lo hice dormir sin mayor dificultad, pero me defraudó el hecho de no obtener otros resultados que había espera¬do lograr, dada la naturaleza peculiar de mi paciente. Su voluntad no estaba, en ningún momento, completa o positivamente bajo mi gobierno, y en lo que a clarividencia se refiere, no conseguí con él nada digno de mención. Siempre atribuí mi fracaso en estos puntos a su estado de salud. Algunos meses antes de haber hecho relación con él, sus médicos lo habían declarado tuberculoso. Por cierto que ya tenía por costumbre hablar serenamente de su muerte cercana como de algo que no se puede evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que ya aludí se me ocurrieron por primera vez, era muy natural que pensase en Valdemar. Conocía muy bien su modo de ser para temer algún escrúpulo de su parte y, además, no tenía parientes en América que pudiesen intervenir o poner obstáculos. Le hablé con toda franqueza del asunto y, para mi sorpresa, se mostró sumamente interesado. Digo para mi sorpresa porque, si bien se había prestado a mis experimentos sin ningún inconveniente, nunca demostró mayor interés en lo que yo hacía. El carácter de su enfermedad permitía calcular exactamente la fecha de su muerte y, así, nos pusimos de acuerdo en que mandaría a buscarme unas veinticuatro horas antes del momento que los médicos habían fijado como el de su fallecimiento.
Hace ahora poco más de siete meses que recibí del mismo Valdemar la siguiente nota:
Estimado P Puede venir ahora mismo. D. y E creen que no pasaré de mañana a medianoche y me parece que han calculado bastante bien. VALDEMAR.
Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita y en quince minutos ya estaba yo en la pieza del agonizante. No lo había visto desde hacía diez días y me impresionó el horrible cambio que había sufrido en ese período. Su rostro tenía un tinte plomizo, sus ojos carecían por com¬pleto de brillo y estaba tan demacrado que la piel había sido cortada por los pómulos. Expectoraba mucho y su pulso era apenas perceptible. Conservaba, sin embargo, su poder mental y, hasta cierto punto su fuerza física, de un modo notable. Hablaba con claridad y tomó todos sus remedios sin ayuda alguna. Cuando entré en la pieza estaba ocupado en escribir algunas notas en su libreta de apuntes. Se hallaba sentado entre almohadas, y los doctores D. y E lo acompañaban.
Después de estrechar la mano de Valdemar, me hice a un lado con esos caballeros y los interrogué minuciosamente sobre el estado del enfermo. Por lo visto, el pulmón izquierdo se encontraba desde hacía dieciocho meses en un estado semióseo o cartilaginoso y, por lo tanto, estaba inutilizado para cualquier propósito vital. El derecho, en su parte superior, estaba parcial, si no completamente, osificado, mientras que la parte inferior no era más que un montón de tubérculos purulentos unidos unos con otros. Existían varias perforaciones dilatadas y en cierta región se había producido una adhesión permanente a las costillas. Estas lesiones en el lóbulo derecho eran relativamente nuevas. La osificación había sido muy rápida, pues un mes antes no se veían signos de ella y la adhesión sólo fue observada en los últimos tres días. Además de la tuberculosis, se sospechaba que el enfermo sufría de un aneurisma en la aorta, pero los síntomas óseos impedían hacer un diagnóstico exacto a este res¬pecto. Los dos médicos tenían la opinión de que Valdemar moriría a la medianoche del día siguiente, que era domingo. Mi entrevista tenía lugar a las siete de la tarde del sábado.
Al separarse del lecho del enfermo para conversar conmigo, los doctores D. y E le habían hecho una última visita, pero a pedido mío consintieron en hacerle otra a las diez de la noche siguiente.
Una vez que se fueron, hablé libremente con Valdemar sobre su próxima muerte y, en especial, sobre el experimento propuesto. Se demostró deseoso y hasta impaciente por empezarlo en seguida. Lo cuidaban un enfermero y una enfermera, pero yo no me sentía inclinado a iniciar una tarea de ese carácter sin más testigos que esas dos personas, por cualquier accidente imprevisto que pudiera acaecer. Por lo tanto, dejé mi experimento para comenzarlo a eso de las ocho de la noche siguiente, momento en que llegó Theodore L., estudiante de medicina con quien tenía cierta relación. Mi propósito original había sido esperar a los médicos, pero me convencieron de que debía proceder de una vez, primero, los urgentes pedidos de Valdemar, y segundo, mi convicción de que no debía perder un momento, pues mi paciente sucumbía a ojos vistas.
Th. L. se prestó gustosamente a tomar nota de todo lo que ocurriese. Lo que voy a relatar ha sido resumido o copiado fielmente de sus apuntes. Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, tomando la mano del paciente, le pedí que declarase a L., con tanta claridad como le fuese posible, que él, Valdemar, deseaba que yo hiciese el experimento de hipnotizarlo en la condición en que estaba.
Contestó débil pero distintamente:
-Sí, deseo que se me hipnotice-. Luego agregó: -Temo que usted haya tardado dema-siado.
Mientras así hablaba, comencé a efectuar los movimientos que resultaban más efectivos para hacerlo dormir. Fue evidentemente influido por el primer movimiento lateral de mi mano por encima de su frente, pero, a pesar de que puse en ejercicio todos mis poderes, no se notó ningún efecto perceptible hasta unos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D. y F, de acuerdo con lo arreglado. Les expliqué en pocas palabras lo que me proponía y, como no pusieron ningún inconveniente, puesto que el enfermo estaba ya en agonía, procedí sin vacilación, cambiando los movimientos laterales por otros descendentes y dirigiendo mi mirada al ojo derecho del enfermo.
Ya el pulso era imperceptible y en su respiración estertórea se pro¬ducían a veces intervalos de medio minuto. Este estado duró, sin alteraciones, un cuarto de hora. Al terminar dicho período, un suspiro natural y muy profundo escapó del pecho del agonizante y cesaron los estertores; es decir, se hicieron imperceptibles y los intervalos no se acortaron. Las extremidades del paciente estaban frías como el hielo.
A las once menos cinco percibí señales inequívocas de influencia hipnótica. La mirada vidriosa de los ojos se cambió en esa expresión de intranquila introspección que sólo se ve en algunos casos de sonambulismo y que es muy difícil confundir. Con unos cuantos movimientos laterales hice palpitar los párpados, como en un sueño incipiente, y con unos ademanes más los hice cerrar por completo. Pero yo no estaba satisfecho con esto y continué mis movimientos vigorosamente, con pleno ejercicio de mi voluntad, hasta que llegué a endurecer los miembros del durmiente después de colocarlos en una posición cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos, también, y descansaban sobre el lecho a pequeña distancia de las costillas. La cabeza estaba ape¬nas inclinada hacia arriba.
Cuando llegué a este punto ya era medianoche y pedí a los presentes que examinasen a Valdemar. Después de algunos experimentos, llegaron a la conclusión de que se encontraba en perfecto estado hipnótico. El hecho excitaba la curiosidad de ambos médicos. El doctor D. decidió quedarse con el paciente toda la noche y el doctor E se fue, pero prometió volver al amanecer. El
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