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LA CRUZ DE SANTA CATARINA


Enviado por   •  14 de Diciembre de 2011  •  Informes  •  1.829 Palabras (8 Páginas)  •  631 Visitas

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LA CRUZ DE SANTA CATARINA

-Vivía en Méjico un viejecito llamado Juan Rodríguez de Berlanga en la más absoluta soledad. Todos sus deudos habían ido desapareciendo poco a hasta quedar completamente abandonado; sin embargo, su rostro no dejó de sonreír con atrayente ingenuidad. Su casa estaba medio derruida y el huertecillo que la circundaba, un tanto desaliñado y agreste, denotaba falta absoluta de cuidado. A pesar de contar con tan pocos recursos, sentía un deseo irresistible de levantar una Cruz en el atrio de la Iglesia de Santa Catarina. Obsesionado con esta idea, recordaba las muchas cruces que se levantaban en Méjico en iglesias, plazas y edificios, y citaba entre otras la de la catedral, llamada de Mañozca, traída del pueblo de Tepeapulco, la soberbia de Santiago Tlatelolco, y la del convento de San Francisco, hecha con el más alto ahuehuete de Chapultepec o ciprés de Moctezuma. Decía para sí:

- En mi iglesia de Santa Catarina, donde recibieron el bautismo y descansan en paz los restos de mis padres y mi esposa, no hay ninguna cruz. Además, ese templo está en donde estuvo el horrible y carnicero Tezontlalamacayocan de los aztecas y quizá se encuentre ese dios agazapado.

» Pero - continuaba - soy tan pobre, que no tengo con qué levantar esa cruz. Ni siquiera es mío este huerto, ni esta casucha, pues, a cuenta de ellos, tuve que pedir dinero prestado para curar primero a mi mujer y más tarde para enterrarla. Tan sólo me quedan dos perales, tan viejos como yo. ¡Qué puedo hacer!

Pero, de pronto, replicó:

- ¡Ya tengo una idea! ¡Bendito sea Dios! Con esos mismos perales haré la cruz que, tanto he deseado.

En efecto, tuvo hasta para pagar al carpintero con el fruto de les árboles, y ya, por fin, se erigía magnífica y airosa la cruz de madera en el atrio de santa Catarina Mártir. Pero su amor incesante a la Santa Cruz le hizo pensar en otra de hierro que rematara la torre de la iglesia y, a pesar de su extrema necesidad y pobreza, vendió lo poquísimo que le quedaba y llevó a cabo su propósito. Lo invadía el gozo y la felicidad al contemplar aquellas dos cruces, pero sus ojos cansados no acertaban a distinguir desde el suelo, las filigranas de la cruz de hierro de la torre. Una tarde soleada quiso contemplarla de cerca, y saltándose desde la torre, se encaramó en una bóveda de medio cañón.

El sitio no permitía distraerse, pero don Juan no se cansaba de admirarla, enternecido y arrobado. Entonces, con los ojos arrasados en lágrimas de felicidad, cruzó sus brazos sobre el pecho, inclinó la cabeza y balbuceó una oración aprendida de boca de su misma madre cuando era pequeño. Tras el recuerdo de su madre, sintió vivos deseos de unirse con ella cuanto antes y la invocaba repetidas veces y decía consolándose: «menos mal que ya mis años me van acercando a ti». Alzó otra vez los ojos para contemplar de nuevo la cruz, pero... tan ensimismado, que dio un fatal resbalón y, aunque intentó sujetarse, el pobre viejo cayó, con un grito espanto, dando vueltas en el vacío. Pero a tierra no llegó, pues antes la cruz del atrio había extendido amorosamente hacia delante sus brazos y lo había recogido agonizante con el amor de una madre. Al día siguiente, todo Méjico desfiló para contemplar al viejecito Don Juan, como adormecido en dulce sueño en los brazos de la Cruz del atrio de Santa Catarina.

LA CALLE DE LA QUEMADA

Después de haber demostrado su valor y arrojo en las campañas de Flandes, llegó a Nueva España un joven noble y rico. Apenas llegado a la ciudad de Méjico, se enamoró apasionadamente de una bellísima dama, llamada Marina. Vivía ésta con sus padres en una espaciosa casa, donde con frecuencia se celebraban fiestas y saraos, ya que sus relaciones eran distinguidas. Marina tenía numerosos admiradores que la cortejaban y aspiraban a su mano, pero ella no había sentido preferencia por ninguno hasta el momento en que comenzó a pasear su calle el nuevo enamorado, recién llegado de España. El galán rondaba a su dama, caballero en bravo potro, dando al viento las plumas de su sombrero. Ella, desde sus ventanas, protegidas por bellas rejas vizcaínas, lo veía pasar, conmovido por primera vez su corazón por un puro y fiel amor.

El galán, rendido a su hermosura, ciego de amor por ella, cayó al poco tiempo en las redes engañadoras de los celos. Sabía que muchos estaban prendados, como él, de la hermosísima Marina, y dio en pensar que su amor era indigno de ella y en creer que otros podrían arrebatársela. Sus relaciones, tiernas y sosegadas al principio, se fueron convirtiendo en un verdadero infierno, a pesar de los juramentos de ella, viviendo los dos amantes en un constante martirio.

Marina, desesperada, tomó una trágica decisión. Ya que era su excepcional belleza la causa del tormento en que vivía su amado, ella la sacrificaría y así pondría a prueba la profundidad de su amor. Escribió una carta en la que le daba cuenta de su propósito y esperó la hora en que solía pasear el galán debajo de sus rejas para arrojarla a sus pies. Así fue, y al recogerla del suelo la leyó con el espanto retratado en sus facciones. Echó a correr, ciego, al interior de la casa, pero aun así llegó tarde. Su amada había deshecho su maravilloso rostro, hundiéndolo en un braserillo de plata, lleno de ascuas encendidas. Y él la encontró tendida en su rico lecho, perdidos los sentidos

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