LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE
milagros2718 de Enero de 2013
4.594 Palabras (19 Páginas)1.057 Visitas
LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE
2.- ANÁLISIS DE LA ACCIÓN
• RESUME EL ARGUMENTO EN 15 LÍNEAS:
La familia de Pascual Duarte narra las desgracias que vive Pascual Duarte escritas por él durante su periodo de estancia en prisión desde que es un niño hasta que muere.
Pascual Duarte nació allá por principios del siglo XX en un pequeño pueblo dedicado a la agricultura de Extremadura. Era el hijo mayor de un matrimonio pobre que vivía constantemente en la pelea. Su padre llamado Esteban era un hombre autoritario y violento que nunca demostró cariño ninguna hacia Pascual. Por lo contrario agredió tanto física como psíquicamente a su mujer y al pequeño Pascual, heredando así una actitud violenta. Por otro lado, la madre era ignorante, desagradable y alcohólica.
A los pocos años, la madre de Pascual volvió a quedar embarazada y tras un parto doloroso y lento, nació Rosario, una niña algo débil en sus primeros años de vida. La niña en seguida demostró ser bastante avispada, pero en lugar de tomarla por su buen uso, la utilizó como arma de malos actos como robar, marcharse de casa... De todas formas, era la reina de la casa y todos, incluyendo a su padre, estaban embobados con ella.
Años más tarde nació Mario, otro hermano de Pascual de quien nunca se pudo saber con exactitud quien era su padre, a la par que murió de forma horrorosa el padre de Pascual. Mario, que no era del todo normal, no hizo más que sufrir durante los pocos años de vida que vivió hasta que finalmente murió ahogado en una tinaja de aceite.
La mala suerte continuaba de lado de Pascual y tras casarse con Lola después de haber dejado embarazada a ésta y cuando todo parecía marchar bien, a la vuelta del viaje de bodas Lola sufrió un accidente con la yegua y perdió al niño que esperaba.
Sin embargo, al año Lola volvió a quedarse encinta y dio a luz a un niño al que llamaron Pascual, como el padre. Pero, la suerte volvió a ponerse en contra de Pascual y un día, debido a unas fuertes corrientes de viento, el bebe enfermó y más tarde falleció. Esto afectó mucho a Pascual.
Posterior a esto, Pascual huyó primero a Madrid, y de aquí a la Coruña con intención de ahorrar para partir a América, pero sus pensamientos hicieron que regresase.
A la vuelta se encontró se encontró con una situación terrible: su mujer se había quedado embarazada del Estirao (anterior novio de Rosario). Con que estos dos tuvieron una fuerte pelea, y Pascual estuvo ingresado en prisión durante tres años, pues Pascual le mató pisándole el pecho. Al salir de prisión, su hermana le busca una nueva mujer. Pero Pascual huye, no sin antes haber asesinado a su madre.
Finalmente Pascual es nuevamente ingresado en prisión, desde donde narra su propia biografía, y por último muere.
• RESUME EL TEMA O IDEA CENTRAL EN TRES LÍNEAS:
El libro pretende demostrar la tremenda influencia que tiene el entorno en el que se vive durante la infancia en las personas; es decir, si un persona ha nacido en un entorno pobre, falto de cariño, humilde, violento... y su destino le ha marcado ser una persona desgraciada, esta persona no podrá escapar de su pasado y vivirá eternamente en un infierno sin poder ascender a otro estatus. Y esto es lo que le pasa Pascual, que nació desgraciado, vivió desgraciado y murió desgraciado.
LA PASAJERA DEL SAN CARLOS
Cuento de Arturo Perez Reverte
I.
Eran otros tiempos. Ahora cualquier imbécil puede llevar un barco a base de apretar botones y con una terminal de satélite; pero entonces todavía quedábamos hombres en los puentes, en cubierta y en los sollados. Hombres para palear carbón empapados en sudor como en la boca del infierno, o pasar días con el sextante en la mano, acechando la aparición del sol o de una estrella para determinar la latitud o longitud sobre una carta náutica. Hombres para destrozar un burdel en Rótterdam, secar un bar en Tánger, o mantenerse al timón con olas de ocho metros y a la capa, mirando al capitán silencioso y acodado junto a la bitácora como quien mira a Dios.
También eran otros barcos, y otros pasajeros. Los unos eran motoveleros que parecían aves blancas en el horizonte, o vapores de hierro testarudos y sólidos en el andar. Los otros eran tipos cuya fisonomía delataba su pasado o su futuro: plantadores tostados por el sol, con ojos amarillos de malaria; misioneros jóvenes acariciando sueños de martirio y gloria, o barbudos, flacos y febriles, atiborrados de dudas y de quinina; militares de caqui abrevando en grupos; funcionarios de blanco colonial, hundida la nariz en vasos de ginebra; esposas de tez pálida o
enrojecida, avejentadas por los trópicos; negros de corbata, miembros del clan favorecido por la metrópoli, futuros ministros y también futura carne de linchamiento tras la independencia.
Ésos eran mis pasajeros. Durante muchos años los estuve llevando con sus equipajes, ida y vuelta una vez al mes, entre Cádiz y Santa Isabel, con buen y mal tiempo, sin ningún percance que anotar en el cuaderno de bitácora del San Carlos. Salvo la última maniobra, con doscientos treinta y cuatro refugiados, veinte guardias civiles y dos ametralladoras en el puente, cuando largamos amarras de Santa Isabel pegando tiros al aire para mantener alejada a la muchedumbre que pretendía asaltar el barco; aún no estoy seguro si para cortarnos el cuello o para que los sacáramos de allí. Pero ésa es otra historia.
La que pretendo contarles empezó seis o siete años antes del último viaje. Corrían los tiempos en que Fernando Poo era todavía eso: una colonia próspera y ejemplar habitada por blancos altaneros y negritos buenos, con plantadores de cacao que dedicaban el tiempo libre a emborracharse y a engendrar mestizos, y con un gobernador militar, hombre recto y católico practicante, que iba a misa los domingos y que, al caer cada tarde, rezaba el rosario en familia en la veranda de su residencia, un palacete colgado entre buganvillas, ceibas y cocoteros, sobre el Atlántico.
A ella la vi subir al barco en Cádiz. Recorrió la escala real, cinco metros de plancha inestable vibrando bajo sus tacones altos, como sólo una de cada cien mujeres sabe hacerlo: con seguro balanceo de piernas y caderas, leve como un soplo, con la brisa cómplice haciendo ondear la falda de su vestido blanco. Todo en ella parecía dorado: el cabello, las pestañas, la piel. Martín, mi tercero, que por aquel entonces era aún demasiado joven y demasiado impresionable, alargó una mano para ayudarla a pisar cubierta y ella se lo agradeció con una mirada azulque lo hizo enrojecer. Una mirada de esas por las que un hombre de los de antes era capaz de hacerse matar en el acto. Pero de todos nosotros fue el contramaestre Ceniza, acodado en la regala con los ojos entornados por el humo de un cigarrillo, quien resumió mejor la cuestión: <<He ahí una mujer>>, dijo entre dientes. Y aunque yo, que estaba cerca, apenas pude escuchar el comentario, bastó el gesto de homenaje, una breve señal de asentimiento que hizo inclinando un poco la cabeza gris, para que leyese en sus labios sin palabras. Porque, de una u otra forma, el contramaestre se limitaba a expresar un sentimiento general, compartido desde el puente, donde yo mismo estaba con un ojo en la maniobra y otro en la escala real, hasta el muelle, donde los estibadores, con los brazos en jarras, observaban admirados el paisaje. Ella era, exactamente, lo que en aquel tiempo aún llamábamos una mujer de bandera.
Él subió detrás. Flaco y bien vestido, sombrero de paja y corbata con calcetines a juego, con una maleta de piel en cada mano. Se le veía chico de buena familia en pos de un destino decente al regreso, dieciocho meses en los trópicos, funcionario medio de la administración colonial con prometedora carrera más adelante, si lograba sobrevivir a la humedad, a la fiebre, al alcohol, al aburrimiento. Le calculé treinta años; un par más que a ella. Y poco tiempo de casados. Dos o tres meses, a lo sumo.
II.
Fue un viaje tranquilo. Tuvimos buen tiempo y hermosas puestas de sol costeando África hasta el golfo de Guinea. Ella solía pasar el tiempo en una hamaca de cubierta, bronceándose la piel con el cabello recogido en un pañuelo de seda, gafas oscuras y un libro en las manos. Al atardecer, antes de vestirse para la cena, la veíamos siempre a popa, observando las aves marinas que planeaban en la estela mientras la corredera desgranaba millas tras milla en el Atlántico. Tenía una forma peculiar de inclinar el rostro sobre la borda, como si la espuma de las hélices, al batir las aguas, arrastrase imágenes que no le disgustara ver desvanecerse mar adentro. Sólo en aquel momento parecía sonreír como para sí misma, algo distante, con ese leve toque de fatiga, o de hastío, que a veces es posible percibir en algunas mujeres jóvenes a las que suponemos una historia que contar.
Pero ella jamás contó nada. Se limitaba a una breve inclinación de cabeza cuando algún pasajero o tripulante le dirigía un saludo, o cuando alguien, más atrevido, se hacía el encontradizo sobre cubierta. Creo que jamás la vi reír, o pronunciar diez palabras seguidas; ni siquiera cuando Martín, las dos o tres veces que ella y su marido fueron invitados a cenar a mi mesa de la cámara, hacía esfuerzos desesperados para llamar su atención. A pesar de ello, cuando dejamos atrás el trópico de Cáncer mi tercero estaba enamorado hasta la médula, y su dolencia aumentó a medida que nuestra latitud se aproximaba al Ecuador. Aquello me hubiera dado lo mismo en otras circunstancias; pero a fin
...