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LA RUE SANS NOM


Enviado por   •  29 de Noviembre de 2013  •  1.534 Palabras (7 Páginas)  •  235 Visitas

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XV

Un día, llegó la primavera. Un sol liberador bañó la calle, entibiando el blando suelo de la calzada. La suavidad del cielo era insinuante y liberaba sus caprichos. En los sucios muros de las casa, la hierba crecía, empujando las tiernas briznas, y las piedras reflejaban los destellos del oriente. La vida, los colores y las formas de las cosas se alejaban de los problemas. El aire era ligero, tenía la exaltante transparencia de un deseo repentino.

En la esquina de los andrajosos, las obras de demolición parecían carruseles de feria, el polvo que se levantan entre los escombros era de un oro vibrante; los llamados y cánticos de los obreros se escuchaban a lo lejos. Las jarras de Minche estaban tan llenas de sol que no era necesario venderlas caras.

Al final de la fuente, la casa de los viejos estallaba de juventud; todas las ventanas estaban abiertas y la Jimbre, cantando, ofrecía su cuerpo a tres amantes que la manoseaban de manera superficial debido a su avanzada edad.

En la calle, se respiraba un aire celestial.

La primavera también entraba a las casas en donde la vida se tornaba impaciente. Los chiquillos se mostraban turbulentos, solo anhelaban jugar en la calle donde la primavera abundaba. Una numerosa fauna, compuesta de cucarachas, piojos, grillos, pulgas, arañas, escarabajos, chinches, termitas y ciempiés, se elevaba en los pisos, en los muros y en las camas. Las tibias exhalaciones, que temperaban las viviendas, los corredores y las escaleras, incrementaban la pestilencia.

Y, entonces, las enfermedades invadieron la calle. Algunos días, permanecían frente a las casa para levantarse con el sol. La caricia de sus efluvios languidecía la carne de las mujeres, exaltaba a los hombres y mostraba la fiebre en los ojos de los niños. Cuando se paseaban solitarias, bajo el mayor esplendor de mediodía, las enfermedades se llamaban por sus nombres con voces de largo aliento, susurrados, que semejaban las oscilaciones del viento entre los húmedos pasillos. Eran nombres femeninos, fluidos - difteria, tifoidea – se arrastraban en las calles como pesados vapores y avivaban el ardor primaveral de la vida que envolvían en sus suaves espirales. Toda la calle suspiraba de placer.

Y, una mañana, Louise Johannieu, al ver que la muerte yacía en su cocina, corrió hacia la casa de Méhoul en busca de ayuda. La Méhoule no se encontraba. Noa, quien se encontraba sola en casa, se preparaba para salir. Louise Johannieu se acercó a ella tomándole las manos.

- Mi pobre Louiset se acaba de enfermar, comentó. Me dijo: "tengo frío", toqué sus pobres manos que ardían y su cuerpecito tembló entre mis brazos. Lo recosté sobre mi cama, está rojo, tiene los ojos grandes como los de un miserable animal y respira con dificultad. Morirá.

-No, protestó Noa, no debe tener miedo. Yo iré con usted.

Johannieu se sentó en su lugar habitual, en el marco de la ventana. Al abrirse la puerta, echó una distraída mirada a Noa y su mujer y, volviendo la cabeza, siguió el hilo de sus pensamientos. Los niños, sentados en medio de la habitación, jugaban silenciosamente con unas habichuelas.

Noa se acercó a la cama situada en un rincón de la cocina y se inclinó sobre el enfermo.

Louiset, apoyado sobre su espalda, la miró con sus grandes ojos tristes, brillantes por la fiebre y sonrió haciendo un esfuerzo. Su rostro alargado, de mejillas hundidas, tenía un color rojo oscuro. Respiraba con dificultad, tenía la boca abierta y los dedos crispados sobre la sábana. Con una voz sibilante y poco entendible, repetía:

-Mamá, tengo calor...

-¡Cómo transpira! dijo la madre. Ayer, me dijo que le dolía la garganta. Le di unas infusiones, pero no sé...

Noa posó su mano sobre la sudorosa frente y se volvió hacia la madre con cara de preocupación.

-Debemos llamar al médico. Su marido irá a buscarlo.

Como su esposa le pidió que buscara al doctor, Johannieu respondió con total parsimonia:

-No puedo.

Se volvió hacia las dos mujeres y, con una sonrisa misteriosa, confesó:

-Hace un rato, vi a la pequeña salir de la casa de Méhoul, estaba con mi esposa.

Louise Johannieu se le acercó y murmuró con ira.

-¿No te das cuenta que Louiset está muriendo? No te importa. Sólo te interesa tragar y mirar. No harás nada para salvarlo, absolutamente nada.

Johannieu le propinó un gesto afectuoso.

-¡Déjame!

...

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