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La Seca - Richard Villanueva


Enviado por   •  13 de Noviembre de 2012  •  1.314 Palabras (6 Páginas)  •  336 Visitas

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La seca

En un lugar desolado del trópico había un pueblo parecido a Luvina, por su tristeza polvorienta y porque hacía años que no llovía. La gente vagaba por las calles como husmeando el tiempo, con un sabor persistente a tierra en la boca y los ojos redondos como platos trancados en la claridad demasiado intensa. Los campos ardían por combustión espontánea y en los troncos de palmeras desmochadas, ennegrecidos por los incendios, se paraban los cuervos taciturnos hasta que se les evaporaban las carnes y los derribaba el viento. Hacía tiempo que era un páramo ese pueblo borroneado en la desolación del trópico. Fantasmales los rostros se pegaban a los huesos tomando la expresión estática de las máscaras. Se bebían los orines y las lágrimas, y cuando nacía un niño rara vez sobrevivía a la lactancia, porque no faltaba un hermano o el propio padre para tomarse la leche de la madre. Se morían nomás, sin dar trabajo: los niños con el grito detenido en la sequedad de los labios: los viejos, de puro resecos, bajo el alero de los ranchos. No había entierros desde la seca, porque la tierra, cada vez más dura, no se abría ya al golpe de los picos. El sol, por otra parte, no daba tiempo a que se pudriesen las carnes; al poco rato del deceso la piel quedaba tensa como cuero estaqueado y los muertos cobraban el aspecto de momias desenterradas.

En las orillas del pueblo se escurría hasta el horizonte una vía por donde, de tanto en tanto, un tren aguatero [106] dejaba sentir su rítmico traqueteo. No resultaba tan pavorosa la tristeza como la esperanza, el día del paso. Hacinada al costado de la vía, la gente lo aguardaba tratando de encaramarse a las lisas paredes de su tanque, lo miraba pasar después, e irse sin remedio con su fresca y custodiada resonancia. Bocas abiertas y manos implorantes nunca pararon el tren. Se anunciaba desde lejos con un breve pitar entrecortado y se perdía como había aparecido, llevándose las esperanzas muertas.

Esa tarde volvió más cansado que nunca. El calor lo asaba en su piel. La frente, las axilas, le hervían como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no contaban los años. Él sabía que no habían muerto hasta entonces porque aprendieron a beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podían, y así llevaban los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre después de todo. Cuestión de acostumbrarse, no pensar en el agua. Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar y los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron. retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado.

El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleando de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento. Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las [107]calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero. Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas

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