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La Venganza De C. Magno


Enviado por   •  23 de Abril de 2013  •  1.393 Palabras (6 Páginas)  •  382 Visitas

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LA VENGANZA DE CARLOS MANGO

Atardecía en Chalma. Era la víspera del día de Reyes. Sobre las baldosas de cantera rosada que cubren el piso del atrio del Santuario, habían desfilado muchas ―compañías‖ de danzantes: los otomíes de las vegas de Meztitlán ejecutaron, en su turno y al son de los tamboriles y pitos de carrizo, el baile bárbaro de ―Los Tocotines‖; los matlazincas de Ocuilán ensayaron la danza de ―La Mariposa y la Flor‖, con melodías de violines y arpas; los pames de San Luis, cubiertos sus rostros con máscaras terribles y empenachados de plumas de águila, lucieron sus trajes de lustrina morada y amarilla en la danza de ―La Conquista‖, entre alaridos calosfriantes y guaracheo rotundo. Una cuadrilla de muchachas aztecas de Mixquic, llenas de encogimientos y rubores, ofrendaron al trigueño crucificado retablos floridos e incensarios humeantes de mirra. Un caballero tepehua del norte de Hidalgo, metido en levita porfiriana y cubierto con cachucha de casimir a cuadros, había puesto a prueba la habilidad de sus pies desnudos en una pantomima estridente y ridícula. La orquesta de tarascos llegada desde Tzintzuntzan ejecutó durante largas horas ―Nana Amalia‖, esa cancioncilla pegajosa que habla de amores y de ―sospiros‖.

Ahora que atardecía en Chalma, ahora que el estupendo crepúsculo ondeaba en la cúspide de las torres agustinas como un pendón triunfal, estaban en escena los mazahuas de Atlacomulco. Danzaban ellos ante el Señor farsa de ―Los Moros y Cristianos‖, de coreografía descriptiva y complicada; simulábase una batalla entre gentiles y ―los doce Pares de Francia‖, que encabezaba nada menos que el ―Emperador Carlos Mango‖, ataviado con ferreruelo y capa pluvial, aderezada con pieles de conejo a falta de armiños, corona de hojalata salpicada de lentejuelas y espejillos, pañuelo de percal atado al cuello y botines muy gastados, sobre medias solferinas con rayas blancas, que sujetábanase con la jareta de los pantalones bombachos. ―Carlos Mango‖ habíase echado sobre el rostro lampiño unas barbazas de ixtle dorado, y en sus carrillos de bronce, dos manchones de arrebol y un par de lunares pintados con humo de ocote.

El resto de la comparsa lo integraban ―moros‖ por un lado y ―cristianos‖ por el otro, los unos tocados con turbantes y envueltos en caftanes de manta de cielo, en sus manos alfanjes y cimitarras de palo dorado con mixtión de plátano; los otros, apuestos caballeros galos, con lentes deportivos ―niebla de Londres‖ y arrebujados en capas respingonas al impulso del estoque de mentirijillas; monteras de terciopelo con penachos de plumas coloreadas con anilinas, polainas de paño y, por chapines, guaraches rechinadores y estoperolados.

El aspecto y el además de ―Carlos Mango‖ ganaron mi simpatía; lo seguí en todas sus evoluciones, en su incansable ir y venir, en sus briosas arremetidas contra los ―infieles‖, en la arrogante actitud que tomó cuando las ―huestes cristianas‖ habían dispersado a la morisma y al recitar con voz de trueno esta cuarteta:

Detente moro valiente,

no saltes el muralla,

si quieres llevarte a Cristo,

te llevas una tiznada…

y finalmente, cuando una vez terminada la danza, ya al pardear, de rodillas y corona en mano, rendía fervores al crucificado de Chalma en medio de la nave del Santuario. Después lo vi salir altivo, las barbas y la peluca rubias enmarcaban unos ojos negros y profundos; la nariz chata, fuerte, sentábase sobre los bigotes alacranados que se desbordaban sobre una bocaza abierta aún por el jadeo, resultado de la acalorada danza recién concluida.

Salió mi hombre del templo. Pude comprobar cómo su presencia impresionaba, igual que a mí, a sus paisanos los mazahuas que se hallaban dispersos en el atrio. ―Carlos Mango‖ saludaba a la multitud con grandes ademanes; un chiquillo se llegó hasta las piernas robustas del danzante y tocó con veneración las pieles que adornaban el atavío maravilloso; mas ―Carlos Mango‖ apartó con dignidad al impertinente y se dirigió hacia un extremo del atrio, en donde un grupo de mujeres y niños habíanse acurrucado unos en otros, echados sobre el suelo, tratando de conservar lo mejor posible el calorcillo que generaba la hoguera a la que alimentaban con ramas resinosas.

A poco, mi admirado personaje hacía

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