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La verdad es que no recuerdo su nombre, ni su rostro. Por más que me esfuerzo en hacer memoria, cada vez la imagino con uno distinto: irrepetible. Toda ella es una mancha borrosa, difusa, y sin embargo indeleble.


Enviado por   •  1 de Marzo de 2016  •  Biografías  •  1.051 Palabras (5 Páginas)  •  365 Visitas

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La muerta

La verdad es que no recuerdo su nombre, ni su rostro. Por más que me esfuerzo en hacer memoria, cada vez la imagino con uno distinto: irrepetible. Toda ella es una mancha borrosa, difusa, y sin embargo indeleble.

Lucio tocó el timbre esa mañana. Desde la ventana le hice una seña y salí enseguida. Su visita me resultó extraña puesto que lo había conocido apenas la noche anterior en una reunión. ¿Qué quería? ¿Cómo dio con mi casa? De todos modos salí y lo saludé como a un viejo camarada. Tras las preguntas obligadas, tras charlar un poco sobre los amigos y sobre no sé qué más, me pidió que lo acompañara a hacer algo. ¿Algo? ¿Así? ¿Sin más? Sin preguntarlo en voz alta, asentí. Puse llave, trabé el candado y salimos juntos. Yo tenía trece o catorce años, y cualquier llamado a la libertad, a esa inocente libertad, me resultaba ineludible.

Caminamos cerca de veinte minutos a pleno sol, y con cada paso, un hacia-dónde-vamos martilleaba mi cabeza. Atravesamos el parque, el mercado; cruzamos el puente (sobre el río que todavía hoy, después de veinte años, sigue oliendo a mierda), hasta llegar a una gasolinera abandonada, frente a la terminal de autobuses. Lucio se detuvo y, sin darme más detalle, me pidió que lo esperara justo ahí, que no me moviera. Caminó un poco y, antes de llegar a la esquina, entró a una casa. Era de esos lugares que inexplicablemente pasan desapercibidos ante uno (aunque hayamos andado mil veces antes junto a ellos), pero que de pronto se nos revelan como una epifanía.

Esperé en la gasolinera no más de cinco minutos; pateando latas, lanzando piedras, escribiendo sobre la costra de polvo de las bombas, hasta que Lucio volvió.

-Vamos -me dijo, y dimos la vuelta.

Apenas habíamos caminado un poco, cuando se detuvo de nuevo.

-Oye, olvidé darle esto a alguien, ¿puedes llevarlo tú? Entra ahí y pregunta por A, dile que vas de mi parte. Aquí te espero.

Tomé el billete, lo guardé, y me dirigí hacia la casa, no sin algo de desconfianza.

Aunque era medio día, al cruzar la puerta todo se tornó oscuro. Un pasillo angosto con puertas a ambos lados; unas abiertas, otras cerradas; sin más luz que la que entraba por una ventana, al fondo. Cerca de la entrada había una mujer sentada en una silla, fumando y tarareando una canción que llegaba desde un bar al otro lado del río. Fui hasta donde estaba, pregunté si era ella y le di el dinero.

-Se lo manda Lucio.

Apenas daba la vuelta, cuando me tomó del brazo y me dijo que esperara un poco, que la siguiera. Se levantó, me dio la mano y caminamos hasta la última puerta a la izquierda. Sólo entonces comprendí lo que ocurría. Mi temor se transformó en algo más; algo con la misma intensidad. Cómo no adivinarlo antes: la plática en la fiesta, lo que dije… -Me la hiciste, Lucio.

Pasamos a un pequeño cuarto; trabó el pasador y entró al baño dejando la puerta abierta. Sólo había una cama, un buró y, a un costado, una ventana que daba al río. Esta vez el hedor era opacado por un perfume penetrante que llenaba en la habitación.

-Siéntate -me dijo, mientras se desnudaba para meterse en la regadera.

La vi enjabonarse, más nervioso que excitado, al tiempo que repasaba desordenadamente en mi cabeza todo lo que alguna vez había oído sobre mujeres, sobre sexo; con el afán de quien ordena apresuradamente un montón de hojas que se ha esparcido por el suelo. En algún momento sentí ganas de huir, de desaparecer.

-Así que nunca lo has hecho -me dijo mientras se secaba-. No pasa nada, desnúdate. Y ven acá, te voy a poner esto. Siempre tienes que ponértelo.

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