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Las Babas De Diablo

alejoiceheart4 de Septiembre de 2011

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Las babas del diablo

Julio Cortázar

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera

del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir

la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen

corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque

escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero

que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor puede ser que

una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ellala

mujer rubiay

las nubes. Pero de tonto sólo tengo

la suerte, y sé que si me voy, esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de

doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno

de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy

muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin

distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que

estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de

alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y

al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por

qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora

pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en

seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al

lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo.

Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin

y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa

algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto,

entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada

vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta

el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol

insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos

(porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de

contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que

verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una

paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo

para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen,

si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea

estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del

«si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas

no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, francochileno,

traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11

de la rue Monsieur LePrince el domingo 7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas,

con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre

recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que

haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las

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viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la

inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo

de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la

Conserjería y la SainteChapelle.

Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la

mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louis y me puse a andar por

el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me

vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta,

pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más

grande (quiero decir más tibio, pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí

terriblemente feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad

que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y

dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida

silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda

con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de

sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de

leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el

mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no

desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin

encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía

quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera

pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo

inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita

(íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No

había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo.

De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las

dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por

hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al

mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido

que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de

las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito

estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en

seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué

tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de

echarse atrás que se advertía como si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último

y lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metrosy

estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la

isla,

que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo

mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre,

y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y

me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo

que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de

nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler,

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