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Ensayo Las Babas Del Diablo

edlyn29 de Agosto de 2012

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Las babas del diablo

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,

usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no

servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me

duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las

nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus

rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina

siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un

modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar

es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor

puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer

rubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy,

esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de

doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.

Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es

que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy

menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo

pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde

gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata

de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna

manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del

comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere

contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a

preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente

por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece

que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en

seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo

hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién

entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo

sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y

contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse

los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro

del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio

roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la

oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,

siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera

de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja

cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre

en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar

fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va

a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a

ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está

contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a

veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi

verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas

de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo

escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y

empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo

continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso...

Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la

oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar,

quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a

sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo

7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los

bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés

del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor

en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho

menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las

viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras

comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos

años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los

gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena

y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran

apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor

posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louis

y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me

recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza

cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro

poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el

sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, pero

en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente

feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar

fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues

exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata

de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida

silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de

todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar

atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una

vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con

un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre

como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la

cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no

desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el

tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora

mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en

el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se

me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir

en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no

soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla,

donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo

el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una

pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que

estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y

atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los

guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un

cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo

al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su

madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su

madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas

cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las

plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por

qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre,

metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la

otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo

por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo

sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como

si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último y

lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra el

parapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no me

dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese

primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta

...

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