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Las Esmeraldas


Enviado por   •  4 de Mayo de 2014  •  2.729 Palabras (11 Páginas)  •  172 Visitas

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Sir Arthur Conan Doyle

—Holmes —dije una mañana, mientras contemplaba la ca¬lle desde nuestro mirador—, por ahí viene un loco. ¡Qué ver¬güenza que su familia le deje salir solo!

Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba lim¬pio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladi¬zo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excén¬trica conducta me había llamado la atención.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando salti¬tos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordi¬narias contorsiones.

—¿Qué demonios puede pasarle? —pregunté—. Está miran¬do los números de las casas.

—Me parece que viene aquí —dijo Holmes, frotándose las manos.

—¿Aquí?

—Sí, y yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? —mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas resonaron en toda la casa.

Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y si¬guió oscilando de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la ra¬zón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la cabe¬za contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Hol¬mes le empujó hacia una butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.

—Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? —de¬cía—. Ha venido con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme.

El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y vol¬vió el rostro hacia nosotros.

—¿Verdad que me han tomado por un loco? —dijo.

—Se nota que tiene usted algún gran apuro —respondió Holmes.

—¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene total¬mente trastornada la razón, una desgracia inesperada y te¬rrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas jun¬tas, y de una manera tan espantosa, han conseguido destro¬zarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le encuen¬tre una salida a este horrible asunto.

—Serénese, por favor —dijo Holmes—, y explíqueme con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido.

—Es posible que mi nombre les resulte familiar —respon¬dió nuestro visitante—. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, de Threadneedle Street.

Efectivamente, conocíamos bien aquel nombre, pertene¬ciente al socio más antiguo del segundo banco más impor¬tante de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más prominentes de Londres quedara reducido a aquella patética condición? Aguarda¬mos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió fuerzas para contar su historia.

—Opino que el tiempo es oro —dijo—, y por eso vine co¬rriendo en cuanto el inspector de policía sugirió que procu¬rara obtener su cooperación. He venido en Metro hasta Ba¬ker Street, y he tenido que correr desde la estación porque los coches van muy despacio con esta nieve. Por eso me he quedado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora ya me siento mejor y le expondré los hechos del modo más breve y más claro que me sea posible.

»Naturalmente, ustedes ya saben que para la buena mar¬cha de una empresa bancaria, tan importante es saber inver¬tir provechosamente nuestros fondos como ampliar nuestra clientela y el número de depositarios. Uno de los sistemas más lucrativos de invertir dinero es en forma de préstamos, cuando la garantía no ofrece dudas. En los últimos años he¬mos hecho muchas operaciones de esta clase, y son muchas las familias de la aristocracia a las que hemos adelantado grandes sumas de dinero, con la garantía de sus cuadros, bi¬bliotecas o vajillas de plata.

»Ayer por la mañana, me encontraba en mi despacho del banco cuando uno de los empleados me trajo una tarjeta. Di un respingo al leer el nombre, que era nada menos que... bueno, quizá sea mejor que no diga más, ni siquiera a us¬ted... Baste con decir que se trata de un nombre conocido en todo el mundo... uno de los nombres más importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentí abrumado por el honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue directa¬mente al grano del negocio, con el aire de quien quiere des¬pachar cuanto antes una tarea desagradable.

»—Señor Holder —dijo—, se me ha informado de que presta usted dinero.

»—La

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