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Las más importantes novelas Мarquez

konyonedirectionTutorial2 de Octubre de 2014

14.080 Palabras (57 Páginas)374 Visitas

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Se lo mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a

comprar la leche para las monjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de

Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba todos

los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo

estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no sabíamos que los gemelos Vicario

estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el motivo con sus pormenores

completos.

Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos Vicario con

otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una hoja oxidada y dura de

doce pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de

una segueta, en una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más

corto, pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo

describir, y se arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos

que se cometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.

Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos

—me dijo— y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a Santiago Nasar, así

que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que

eran los mismos». Esta vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los vio entrar que no

llevaban la misma determinación de antes.

En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos por dentro

de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían caracteres contrarios. Sus

amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria. Pablo Vicario era seis minutos mayor que el

hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre

más sentimental, y por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los

20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario

cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público. El régimen de tropa, agravado

por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar y la costumbre de decidir por su

hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la

medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor

Dionisio Iguarán. Sólo en la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que Pablo

Vicario desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario regresó

con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla

una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a sentir, inclusive, una especie de fervor

ante la blenorragia de hombre grande que su hermano exhibía como una condecoración de guerra.

Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y

al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él quien pareció dar por

cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el

mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas ante el

instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias veces que no le fue fácil convencer al hermano de la

resolución final. Tal vez no fuera en realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo

Vicario entró solo en la pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a

gota tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso —me dijo

Pedro Vicario en nuestra única entrevista—. Era como orinar vidrio molido». Pablo Vicario lo

encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba sudando frío del dolor

—me dijo— y trató de decir que me fuera yo solo porque él no estaba en condiciones de matar a

nadie». Se sentó en uno de los mesones de carpintero que habían puesto bajo los árboles para el

almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones hasta las rodillas. «Estuvo como media hora

cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se

demoró más de diez minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo

interpretó como una nueva artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo

que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra perdida de la

hermana.

—Esto no tiene remedio —le dijo—: es como si ya nos hubiera sucedido.

Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por el alboroto

de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al

contrario —recordaba Pedro—: había viento de mar y todavía las estrellas se podían contar con el

dedo». La noticia estaba entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo

cuando ellos pasaban frente a su casa, y fue la primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya

lo habían matado —me dijo—, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban

chorreando sangre». Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de

Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa hora, y en

especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el primer café. Empujaron la

puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a

la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aún no estaba el café.

—Lo dejamos para después —dijo Pablo Vicario—, ahora vamos de prisa.

—Me lo imagino, hijos —dijo ella—: el honor no espera.

Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el hermano estaba

perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia Cotes salió a la cocina en

plena adolescencia con un rollo de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en

qué andaban —me dijo— y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no

cumplía como hombre». Antes de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de

periódicos y le dio una al hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando

en la cocina hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin un

instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de toda la vida.

—Cuídense mucho —les dijo.

De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que los gemelos no

estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de vaporino con la esperanza

de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta —me dijo— de lo solas que estamos las mujeres en el mundo!»

Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el

jabón, el espejo de colgar y la máquina con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de

destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine»,

me dijo. Sin embargo, él me explicó después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido a afeitarse

con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del

modo más humilde con la máquina prestada de don Rogelio de la Flor. Por último se bebieron la

botella en silencio, muy despacio, contemplando con el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada

en la casa de enfrente, mientras pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y

preguntando por cosas de comer que no existían, con la intención de ver si era cierto que estaban

esperando a Santiago Nasar para matarlo.

Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su casa a las

4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque el foco de la escalera

permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta,

pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo encontró Victoria Guzmán cuando subió a

despertarlo para que recibiera al obispo. Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina

Cervantes hasta pasadas las tres, cuando ella misma despachó a los músicos y apagó las luces del

patio de baile para que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hacía tres días con sus

noches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los invitados de honor, y después

destrampadas a puertas

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