Libro 1984
nilmary1628 de Abril de 2014
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1984
George Orwell
Título original: 1984
Traducción: Rafael Vázquez Zamora
© 1948 by George Orwell
© 1980 Salvat Editores S.A.
Edición electrónica de Utopía
R6 08/01
PRIMERA PARTE
CAPITULO I
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la
barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la
suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores,
demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba
sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos
cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas.
Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No
funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de
día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio.
Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de
varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En
cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba
desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a
uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la
producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie
de espejo empeñado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha.
Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las palabras
seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado teidoatítalia) podía ser amortiguado,
pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura
pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul, uniforme del
Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel embastecida por un
jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo
se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales
y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no
ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde
todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de
estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras
los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con
aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el
viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos,
un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se
lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la
gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos.
Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el
hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía
simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro, era
captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la
placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de
saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la
frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo
privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían
intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara. Tenía usted que vivir - y en esto
el hábito se convertía en un instinto - con la seguridad de que cualquier sonido emitido por
usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus
movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como
él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia,
el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se elevaba inmenso y blanco sobre
el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con una sensación vaga de disgusto;
Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de las
provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún recuerdo
infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de
decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de madera, las ventanas
tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc acanalado y trozos
sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de
yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los
lugares donde las bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en
ellos sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no
podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros
brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad - que en neolengua (La lengua oficial de Oceanía) se le
llamaba el Minver - era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto
que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento armado
blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de
altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca
fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del
suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros
tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la arquitectura
de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a
la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios entre los
cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se
dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio
de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la
ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos
económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca
había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él.
Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que pasar por
un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos
de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas, estaban muy
vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión
de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la
habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo que
renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le quedaban víveres en
la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno
del día siguiente. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla
etiqueta que decía: Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el
espíritu de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el
choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era
como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran a
uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos después,
desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba a resultar más alegre.
Winston
...