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Los Gorgojos


Enviado por   •  9 de Diciembre de 2012  •  2.840 Palabras (12 Páginas)  •  325 Visitas

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Yo no tuve el privilegio de ser amigo de Serafín Paniego, pero recuerdo, sí, su manera de andar, quieta y oscilante, como abriéndose a cada paso de algún obstáculo que le molestase entre las piernas. Habrá sido a causa de las hemorroides o de cualquiera otra derivación de digestiones hiperácidas. Y no era sólo eso: todo el cuerpo parecía blandujo y con un apenas visible vaivén de espiral. Era un andar predestinado al desvanecimiento o a la trituración, ¡qué se yo! Esto ocurre por ponerse uno a especular acerca de los movimientos y su correspondencia con el misterio.

Cuando Paniego murió, la imagen que me había formado de su predestinación cobró lucidez. Fue una muerte extraña, que nadie pudo explicar bien. Sin embargo, Maclovia, una mujer de grandes ojos cargados de sospecha, a quien conocí varias noches, me contó la historia de su conjetura, de su investigación y hasta de su testimonio, según atrevidamente lo juró en la confidencia que me hiciera, he de confesarlo, entre nieblas de borrachera.

Maclovia era un espíritu débil, que se recuperaba, así podía hablar sin reservas, por más que su voz no variase la dulzura del tono, aún en los instantes en que le fluía exaltadamente de la lengua toda su capacidad de confesión. No era la, que se suele llamar una prostituta. Corría sus aventuras y me consta que amaba sinceramente cada vez, porque su apego al sexo opuesto era intenso y no extenso, de lo cual sólo la naturaleza tenía la culpa.

Debe haber sido mentirosa o, por lo menos, sazonadora de la verdad. No creo que pudiera continuar viviendo si la mentira no la ayudase.

Es útil, de todos modos, conversar con las mujeres, aunque a las veces hablen y se muevan como pequeños animalitos, lo cual, por cierto, no merma sus encantos. Como quiera que sea, ellas se constituyen en afirmación de lo que uno, con toda vanidad: masculina, va proyectando fuera de sí.

En este caso, había otras razones, más allá de que Maclovia no me disgustaba, pues era hermosa y sabía entretener. Me carece verla cómo se sentaba al desgano y miraba al sesgo, pero sin ocultarse, y entonces empezaba a parlotear. Yo sabía -he aquí una de las razones para mis contactos con ella, Maclovia-, de sus relaciones con Serafín Paniego. Y no me fue difícil buscarle el encuentro y quedar solo con ella en el cuarto que ocupaba en la pensión de la Casa Azul.

Tenía en la mano un vaso de licor. Con la otra, llevaba repetidamente a los labios un cigarrillo. Las piernas cruzadas, de buenas formas, y la mirada un poco perdida en algo que hubiera podido llamarse ensoñación. De súbito, un haz de luz me vino directamente de sus ojos, se inclinó sin cuidar el descote y dijo:

-Yo vi morir a Serafín Paniego.

Antes de continuar, se echó a temblar.

Paniego, según Maclovia, era hombre de cuyas intenciones jamás se podía adquirir certeza. No llegaba, desde luego, a poseer un alma en abismo, sino más bien en abismo disimulo... Le había hecho un hijo, que se cuidaba en casa de parientes, porque, aunque su avidez era el dinero, no lo escatimaba cuando por otorgarlo cobraba su precio.

Sus relaciones habían empezado uno diez años atrás, pero nunca fueron continuas sino ocasionales. La tomaba por temporadas breves -un año fue la de mayor duración le daba dinero y luego se alejaba, preocupado, según decía, por los negocios, que no le daban paz, aunque sí placer, ni de día ni de noche.

Desde los diez y ocho años, pues, Maclovia vivía, quiera que no, bajo la influencia de un hombre que jamás perdía la paciencia y que sonreía con cierta forma de repugnancia, como si alguna fetidez recóndita le trepara a la boca.

Había sido pobre, pero supo robar. Y aunque ya inmensamente rico, no era bruto. Hay que saber que no es aventura fácil vencer los inconvenientes de un nacimiento oscuro, de la pobreza, del aislamiento social, y de una voz atiplada y mofletuda, que concedíale la apariencia de un invertido frustrado, pero irremediablemente pasivo.

Hizo y ganó muchos negocios. Tendero, agricultor, garitero, comprador y vendedor de bienes raíces, viajante, y, por fin, ya acaudalado, después de haber adquirido y enajenado varias empresas, señor de sociedad y jugador de cartas.

Alguna vez, de joven -Maclovia sonreía, no podría decir yo si por censura o por admiración- se dedico a la política. Y como las izquierdas andaban con pronósticos de éxito, le oyó decir a un amigo:

-No seas tonto. Tenemos que fingirnos socialistas y verás cómo nos adueñamos de este país.

Pero el socialismo se quedó en promesa, y nunca más le oyó Maclovia hablar del propósito, sino que tomó la carrera liberal, pero con una gran debilidad por los conservadores, con quienes solía mantener provechosas relaciones de negocios confidenciales. Como veis, era un hombre de balance, de saldo oportuno y movedizo.

No comprendo, en fin de cuentas, que sentimiento abrigó Maclovia para él.

Parecíame, a ratos, que había odio en lo que me contaba, pero también algo más que eso, que no sé si sería amor o alguna aberración tan íntima que no podía ser delatada. Lo averiguaré con el tiempo y con el conocimiento de sus gustos. La verdad es que Serafín Paniego cobraba, al calor de ciertas frases, destellos de héroe, por lo constante, paciente y audaz; y en otros momentos, calificaciones de perverso y de cobarde. Pensé interrogar a Maclovia sobre este punto, pero me abstuve, pues temí interrumpir la fluidez de su relato, la magia de su confesión, y, por otra parte, comprendí que del estado de su corazón nada me hubiera podido afirmar. Ni ella misma lo sabía, sería capaz de apostarlo. Sobre todo, en ese instante, Maclovia me contaba de la única hora de sinceridad que pudo comprobar en él, cierta ocasión en que alguna tristeza y muchas copas le dispusieron el ánimo.

--No, muchacha, la gente me da su aprobación, porque me teme. ¿De qué otra manera podría imponerme yo sino fuera por e] miedo? ¡El miedo de que los perjudique! Me saben capaz. ¡Con el nombre que tengo! Don Serafín por aquí, don Serafín por allá. Señor Paniego, señor Paniego, señor *Paniego...

¡Paniego! La gente se habrá acostumbrado a llamarme así, pero yo odio mi nombre. ¡Paniego! Si viviera en los Estados Unidos, me lo hubiera cambiado.

Allá se hacen estas cosas. Aquí no, y a uno lo conocen hasta las cucarachas.

¿Y qué puedo hacer, sino seguir llamándome así, hasta el día de mi muerte? Y más allá, porque mis hijos y mis nietos serán Paniegos y Paniegos sin fin.

Sacudíale los labios un ligero temblor, se dio la vuelta

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