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Pulseando Con El Dificil

kanice25 de Septiembre de 2013

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Ana Lydia Vega

I. PRIMER ROUND

En 1952, ondeó oficialmente la monoestrellada por primera vez en cielo boricua. Bien

acompañadita, claro está, por la inevitable Old Glory, mejor conocida en estos lares criollos

como la pecosa. Supongo que fueron los independentistas los que, en justa revancha por su

presencia non grata, le endilgaron tan infamante apodo a la bandera americana.

Ese también fue el año de mi ingreso a la escuela. Como muchos matrimonios procedentes de “la

isla” y recién agregados, con mucho esfuerzo, a la incipiente clase media urbana de Santurce,

mis padres hicieron mil malabarismos económicos para mandar a sus hijas a un colegio católico

de monjas U.S. number one. No se trataba tanto de evangelizamos en la fe del Cardenal Aponte

—mi padre era masón y decididamente anticlerical— como de poner en el buen camino de la

promoción social vía el aprendizaje religioso del inglés. Así pues, un buen día me encontré, más

pasmada que triste, sentadita en un salón de clases con mi uniforme verde trébol, mi blusita

blanca y mis recién brilladitos zapatitos marrón.

Las monjas, que eran en su mayoría de origen irlandés, se tiraron de pecho ingrata tarea de

convertimos en buenos americanitos. Cada mañana cantábaamos el oseicanyusí y jurábamos la

bandera gringa con todo y mano en el pecho. El inglés era, por supuesto, la lengua de estudios en

todas las clases menos la de español. Hasta para ir al baño había que pedir permiso en inglés.

Muchos fuimos los que tuvimos que mojar el pupitre por no atrevernos a formular o pronunciar

goletamente el complicado santo y seña del acceso a los meatorios. No resulta entonces

sorprendente que desde los cinco añitos comenzara para nosotros, los niños mimados del ELA,

una conflictiva y apasionada love/hate relationship con el idioma que nuestro pueblo, entre

temeroso y reverente, ha apellidado “el difícil’.

Ya para tercer grado nos tenían entendiendo los mandatos pavlovianos de las monjas y mascando

mal que bien el basic English para sobrevivir en la jungla escolar. Los libros de texto importados

y las actitudes transmitidas por las maestras-misioneras creaban en nuestras cabecitas un mundo

alterno, completamente distinto del que conocíamos y vivíamos en nuestros hogares. Mientras en

la calle Feria papá improvisaba décimas y nos prohibía llamarle ‘papi’, relegando el cariñoso

apelativo al rango de indeseable anglicismo, en la escuela era anatema, aún en pleno tranque,

recurrir al español para expresar alguna idea escurridiza. Poco a poco se iba consolidando la

visión del inglés como lengua de cachet, de progreso y de modernidad mientras el español

quedaba reducido a la esfera de lo anticuado, de lo doméstico. En inglés era todo el vocabulario

técnico, científico y literario que incorporábamos para nombrar los más diversos aspectos del

conocimiento. Recuerdo que cuando llegué a la Universidad de Puerto Rico tenía a menudo que precipitarme urgentemente sobre el diccionario en busca de términos matemáticos, nombres de

personajes históricos o de países “exóticos” que no sabía decir en español.

Las lagunas léxicas, aunque incomodantes, no eran lo más grave del caso. Para eso, después de

todo, estaba el Velázquez revisado. Lo más insidioso de todo resultaba ser la doble escala de

valores que nos habían infiltrado sutilmente en el sistema circulatorio. Estábamos absolutamente

convencidos de que el inglés nos daba acceso, como diría Almodóvar, a las grandes conquistas

del mundo occidental. El español, por otra parte, nos ataba irremediablemente al atraso, al

subdesarrollo, a la vulgaridad. Era una íntima convicción, como la de que Dios existe, que no se

cuestionaba, que ni siquiera se ponía en palabras. El mal gusto de aquellas santas mujeres que

tenían a cargo nuestra domesticación jamás llegó tan lejos como para arrancarles el vil

pronunciamiento de que el inglés era el boarding pass para llegar al cielo. Años de atenta

observación e inteligente deducción nos lo habían probado silenciosamente.

Por lo tanto, las tarjetas de felicitación para cualquier ocasión especial tenían que ser en inglés.

No era lo mismo enviar unos versos babosos y melodramáticos en la lengua de Felipe Rodríguez

que un sucinto y discreto mensaje de sofisticado afecto en la de Perry Como. Y más todavía si la

cursilería hispana del poema era precedida por un estridente despliegue de corazones sangrantes

sobre fondo de terciopelo violeta... Al lado de eso, hasta el kitsch americano pasaba por savoir

faire. Hallmark había establecido subrepticiamente su gentil monopolio sobre nuestra naciente

sensibilidad.

Lo mismo ocurría con nuestras preferencias cinematográficas. La charrería personificada eran

aquellas películas de Chachita y Pedro Armendáriz que nos atragantaba inmisericordemente la

televisión. Y, aunque uno lloriqueara en secreto con Pedro Infante y Dolores del Río o se tirara

su buena risotada con Cantinflas y Tintán, ni la fuerza unida de mil jabalíes histéricos hubiera

podido extirparnos confesión ante nuestros pares escolares. Las películas del perverso Presley,

del buenazo Pat Bonone y de aquel role model generacional de la All-american girl que fue

Gidget eran el status symbol de nuestro clan. Sin olvidar las series tipo Lassie, Cisco Kid, I love

Lucy y Boston Blackie que —dobladas, muy a pesar nuestro, en español— hicieron las delicias

de nuestro colonizadito corazón.

Para esa época, surgió un programa que sentó las bases para la futura polémica de roqueros y

cocolos: el famoso e inolvidable Teenager’s Matinee, animado por el hoy psicólogo de nuestra

middle-age, Alfred D. Herger. Con el majamos papas bajo la rítmica consigna de Dee-Dee Sharp

y remeneamos las caderas, para escándalo de nuestros padres y vecinos, a los gritos roncos y los

contoneos desenfrenados de Chubby Checker. Nuestra formación musical básicamente roquera

nos alejó bastante del bolero, portador —para bien o para mal— de una ideología latina del

amor. Mi hermana, que hizo la high en la Central y tuvo una infancia menos sujeta a la

americanización, suspiraba por Tito Lara y cantaba boleros de Disdier mientras yo jirimiqueaba

de emoción con Rick Nelson, Neil Sedaka y Paul Anka.Lo más pintoresco de todo eran las sajonadas que salpicaban nuestra conversación. No se trataba

de un Spanglish bien mixturado o un inglés sometido a la dictadura morfológica del español sino

de un súbito code-switching que nos hacía pasar, en una frase, del mundo cultural en el que nos

movíamos al mundo transcultural de nuestra educación. No era tampoco exclusivamente cuestión

de pura comemierdería. Recurríamos a la lengua injertada en busca de conceptos que reflejaran

la realidad cambiante de nuestras costumbres, la modernidad vertiginosa de nuestras

aspiraciones. Decir date era, por ejemplo, mucho más libre y chévere que echarse encima el yugo

verbal de la palabra ‘novio”, evocadora de chaperonas y sortijas de compromiso. Cuando había

que espepitar algo demasiado pachoso, el inglés servía de cojín amortiguador. Se hablaba de

French-kissing (aunque los franceses jamás han reclamado la autoría de tan ancestral práctica)

para evitar la grosera referencia a un “beso de lengua”. Y ¿quién no preferiría que lo llamaran

square (ahora sería nerd) a que le sacaran en cara su pendejería total? Los tiempos de España, en

los que nos tenían —malgré nous— nuestros queridos padres, estaban tocando a su fin.

Había, indudablemente, pequeñas grietas en aquel proceso de coloniaje lingüístico que intentó

abilinguarnos a ultranza. Aún a esas fervientes embajadoras de la americanización civilizadora

que eran las monjas dominicas de mi escuela, se les escapaban detalles portadores del virus de la

contradicción. Su nacionalismo irlandés irrumpía, incontenible, el 17 de marzo de cada año,

cuando nos obligaban a cantar, montaditos en banquetas verdes, el repertorio completo de

baladas patrióticas como “Galway Bay”, “Oh Danny Boy” y “When Irish Eyes Are Smiling”.

Por algo no he olvidado yo nunca una estrofa de la primera, vibrante de pasión antibritánica y, en

el contexto de la academia, peligrosamente subversiva:

For the strangers carne and tried to teach us their ways

And scorned us just for being what we are

But they might as well go chasing after moonbearns

Or light a penny-candle from a star.

Tuve, además, en la escuela intermedia, dos excelentes maestras de español que hicieron honor a

la magia inesperada de sus apellidos, Betances y Palés, desviviéndose por sembrar en nosotros

alguna semillita de puertorriqueñidad. Los primeros poemas que aprendí en español fueron

“Ausencia” y “Regreso” de Gautier Benítez.

Con la perspectiva del tiempo, caigo en cuenta de que los alumnos de las escuelas privadas

americanas éramos los conejillos de

...

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