Allport Gordon
Enviado por • 16 de Octubre de 2013 • 4.388 Palabras (18 Páginas) • 518 Visitas
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¿LA PERSONALIDAD ES UN PROBLEMA
CIENTIFICO O ARTÍSTICO?
Hay dos enfoques principales desde los cuales se puede
abordar el estudio minucioso de la personalidad humana: el
de la literatura y el de la psicología.
Ninguno de ellos es "mejor" que el otro; ambos tienen
sus méritos propios y sus ardientes defensores, pero con
demasiada frecuencia los partidarios de uno lanzan su des-
precio sobre el otro. Nos proponemos en estas líneas conci-
liar ambos métodos, forjando con ello un marco científico
humanista para el estudio de la personalidad.
Tres grandes revoluciones se produjeron en el siglo XX
en las ideas del hombre sobre la mente humana. La primera,
el psicoanálisis freudiano, con su descubrimiento de la pro-
fundidad y la emoción de la vida mental; segunda, el con-
ductismo (o behaviorismo), con su descubrimiento de que es
posible el estudio objetivo de la mente; tercera, la psicología
de la configuración (o de la Gesialt) , con su descubrimiento
del método fundamental y la autorregulación de la mente.
No es difícil que estas nuevas maneras de pensar trastrue-
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quen nuestras formas de vida durante la presente centuria,
como lo hicieron durante el siglo pasado las ciencias natura-
les y biológicas. Podemos muy bien anticipar que modifica-
rán profundamente las normas éticas, las costumbres y la
salud mental de nuestra generación y las generaciones veni-
deras. Ira psicología, suele decirse, está destinada a ser la
ciencia por antonomasia del siglo XX.
Uno de los hechos más importantes de la primera parte
de este siglo ha sido el descubrimiento -al que contribuyeron
las psicologías de Freud, del conductismo y de la Gestalt- de
que la personalidad humana es un sujeto accesible para la
exploración científica. Creo que este acontecimiento es el
que mayores consecuencias podrá tener en la educación, la
ética y la salud mental.
Antes de entrar en el problema de la personalidad, quie-
ro referirme brevemente al estado un tanto tempestuoso de
la ciencia psicológica actual. Tengo a veces la impresión de
que los cuatro vientos del cielo intelectual se toparon en un
centro de tormenta, en una competencia de dominio de re-
sultados por el momento indecisos.
Según una división generalmente adoptada, hay cuatro
vientos en el cielo intelectual, procedentes de las cuatro divi-
siones fundamentales del estudio y la investigación: las cien-
cias naturales, las ciencias biológicas, las ciencias sociales y
las humanidades. Obsérvese que esos cuatro vientos inte-
lectuales chocan e inician una carrera tempestuosa en el
campo de la psicología, y sólo allí. Pienso que es natural que
procedan de ese modo, porque la mente creadora puede ser
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convenientemente explorada únicamente con el auxilio de
los inventos y los recursos de la mente.
Del campo de las ciencias naturales llegó el enorme im-
pacto de la metodología científica. No creo que en la historia
del pensamiento humano exista el caso de alguna otra ciencia
que sea tan reñida como lo es la psicología por su hermana
mayor, la física. Y creo que ninguna hermana menor debe
tener un complejo de inferioridad tan agudo como el que
tiene la psicología frente a su atildada y sociable hermana
mayor. El deseo de repetir el buen éxito de la física indujo a
la psicología a introducir en el tratamiento de la vida mental,
en cantidades crecientes, instrumentos de precisión matemá-
tica. Pobre del psicólogo actual que no conozca los amplifi-
cadores y circuitos eléctricos. Las ciencias físicas dominan a
la psicología principalmente en el estudio en toda la estructu-
ra de la ciencia psicológica.
Del campo de las ciencias biológicas llegaron tanto los
métodos exigentes de investigación de alto nivel como los
criterios de la evolución y la organización, sin los cuales la
psicología seguiría conservando su carácter escolástico. Pero
los vientos refrescantes de la biología no soplaron con ama-
ble moderación, sino con la fuerza de un ventarrón que en
muchas zonas amenazó desalojar hasta los últimos vestigios
de humanismo, dejando en la psicología una plaga de ratas.
Es probable que en los laboratorios norteamericanos de psi-
cología se usen ahora como sujetos más ratas que hombres,
mujeres y niños juntos. Hay quien cree que lo que hace falta
a la psicología es un buen flautista.
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La sacudida que produjeron las ciencias naturales y
biológicas en la psicología explica el empeño de esta discipli-
na por alcanzar la cumbre de la respetabilidad científica. Los
progresos metodológicos han sido realmente grandes; pero
los resultados obtenidos mediante estos dos procedimientos
no han resuelto de ningún modo, hasta ahora, el problema
de la personalidad humana. Su valor reside principalmente
en los adelantos que lograron en la psicología de las sensa-
ciones y los reflejos, o, como dijo alguien con un dejo de
burla, la psicología "oftalmootorrino-laringológica".
En estos últimos años el tercer viento comenzó a soplar
a su vez con fuerza de ventarrón. La ciencia social se está
convirtiendo en huracán. Se niega a alternar amistosamente
con las ciencias naturales y biológicas, y reclama poco menos
que la exclusividad para el estudio de la zona mental. Los
antropólogos y los sociólogos no dan cuartel. La mente, in-
sisten en afirmar, se modela casi completamente por el in-
flujo de las exigencias culturales. El lenguaje es anterior al
individuo, lo mismo que la religión, las normas éticas y el
régimen económico, dentro de los cuales el individuo nace.
La mente no es materia para el estudio instrumental o bioló-
gico, sino para el estudio cultural. Numerosos psicólogos
adoptaron, al menos parcialmente, este criterio, y reciente-
mente provocaron una rebelión en sus filas, con el resultado
de que cuatrocientos de ellos formaron una sociedad para
investigar, de la manera más realista que se pueda, el destino
de la mente, determinada y restringida por los gigantescos
movimientos de la sociedad contemporánea.
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El cuarto viento que sopla en nuestro centro tormento-
so es más suave y menos voraz. Pero siempre se siente su
presencia. Pese a las corrientes contrarias, quizá sea el viento
que predomina. Es el viento del humanismo. Dígase lo que
se diga, son la filosofía y la literatura, y no las ciencias natu-
rales, biológicas o sociales, las que fomentaron la psicología a
través de los siglos. Hace relativamente pocos años que la
psicología se desprendió de la filosofía y el arte para trans-
formarse en el centro tormentoso que es ahora.
Llegamos a la personalidad. El descubrimiento de la
personalidad es uno de los acontecimientos de la psicología
más destacados del siglo actual. La personalidad, dejando de
lado todo lo demás que pueda ser, constituye la unidad fun-
damental y concreta de la vida mental que tiene formas cate-
góricamente singulares e individuales. En el transcurso de los
siglos los hombres no dejaron de describir y explorar este
fenómeno de la personalidad individual. Fue motivo de inte-
rés para los filósofos artistas y los artistas filósofos.
Los psicólogos salieron tarde a la escena. Podría decirse
que comenzaron con dos milenios de retraso. La obra de los
psicólogos fue hecha por otros, que la hicieron espléndida-
mente. Con sus antecedentes escasos y recientes, los psicó-
logos parecen intrusos presuntuosos. Y eso es lo que opinan
de ellos muchos eruditos. Stephan Zweig, por ejemplo, ha-
blando de Proust, Amiel, Flaubert y otros grandes maestros
de la descripción, dice: "Escritores como éstos son gigantes
de la observación y la literatura, mientras que en la psicología
el campo de la personalidad está en manos de hombres infe-
riores, meras moscas, que tienen el ancla segura de un marco
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científico para ubicar sus insignificantes trivialidades y sus
pequeñas herejías".
Es verdad que junto a los gigantes de la literatura, los
psicólogos, que se dedican a presentar y explicar la persona-
lidad, parecen ineficaces y a veces un poco tontos. Sólo un
pedante puede preferir la árida colección de hechos que
ofrece la psicología acerca de la vida mental del individuo, a
los gloriosos e inolvidables retratos de los novelistas, dra-
maturgos y biógrafos talentosos. El artista de las letras crea
sus relatos; el psicólogo no hace más que recopilar los de él.
En un caso emerge una unidad, consecuente consigo misma
a pesar de sus sutiles variaciones. En el otro caso se va acu-
mulando un pesado conjunto de datos deshilvanados.
Un crítico hizo una observación áspera. Cuan do la psi-
cología habla de la personalidad humana, expresó, no dice
más que lo que siempre dijo la literatura, sólo que lo hace
con menos arte.
Pronto veremos si esa opinión poco halagadora es
acertada. Por el momento servirá para llamar la atención
sobre el hecho significativo de que en cierto sentido la lite-
ratura y la psicología rivalizan; son los dos métodos por ex-
celencia para tratar de la personalidad. Los métodos de la
literatura son los del arte; los métodos de la psicología son
los de la ciencia. Nuestro planteo es el siguiente: ¿qué proce-
dimiento es el más indicado para el estudio de la personali-
dad?
La literatura tiene siglos de delantera, y fue manejada
por genios de la más alta calidad. La psicología es joven y
engendró hasta ahora muy pocos genios en la descripción y
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explicación de la personalidad humana. Siendo joven, le
convendría a la psicología aprender algunas verdades básicas
de la literatura.
Para señalar lo que puede aprender provechosamente,
veamos un ejemplo concreto. Lo tomo de la antigüedad para
mostrar con claridad la madurez y la sazón de la sabiduría
literaria. Hace veintitrés siglos Teofrasto, discípulo y sucesor
de Aristóteles en el Liceo de Atenas, escribió una serie de
breves caracterizaciones de ciertos atenienses. Treinta de
esos bosquejos han sobrevivido.
El que elegí se llama "El cobarde". Nótese su intempo-
ralidad. El cobarde de hoy es esencialmente el mismo tipo de
mortal que el cobarde de la antigüedad. Adviértase también
la notable prescindencia de subterfugio y la concisión del
retrato. No hay palabras innecesarias. Es como un soneto en
prosa. No se le podría agregar ni quitar ni una sola frase para
mejorarlo.
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EL COBARDE
La cobardía es una contracción del alma causada por el
miedo. Veamos qué clase de ser es el cobarde. Cuando está
en el mar cree que los peñascos son piratas, y en cuanto el
mar comienza a alborotarse pregunta ansiosamente si todos
los pasajeros están iniciados [en los misterios de Cabiria];
cuando el timonel mira al cielo le pregunta si ya están a mi-
tad de camino y qué le parece el tiempo; le dice al que está a
su lado que tuvo un sueño perturbador; se quita la túnica y
se la da al esclavo [para poder nadar]; finalmente ruega que
lo lleven a la costa. Cuando está en las filas y la infantería se
dispone a entrar en acción, llama a su lado a los soldados del
cuerpo y les dice que observen con atención, porque no se
puede distinguir fácilmente cuál es el enemigo. Luego, cuan-
do se oye el ruido de la batalla y se ve caer a los hombres, les
dice a sus compañeros que con la prisa olvidó la espada;
corre a su tienda, se libra de su esclavo enviándolo a explo-
rar, esconde la espada bajo la almohada y pierde tiempo fin-
giendo buscarla. Cuando ve que traen a un amigo que
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sangra, corre a su encuentro, lo anima, lo sostiene tomán-
dolo bajo los brazos; luego lo atiende, le restaña la sangre y
se queda a su lado para espantarle las moscas; en suma, hace
de todo menos combatir. Las trompetas tocan a la carga y él
murmura, sentado en la tienda: “¡Malditos sean! ¡No dejan
dormir al pobre hombre, con sus eternas trompetas!” Cu-
bierto por la sangre del otro, sale al encuentro de los solda-
dos que vuelven y les dice que salvó a un amigo con riesgo
de su vida; y lleva a los soldados de su pueblo y tribu a la
cabecera de la cama y les explica a cada visitante que con sus
propias manos llevó al herido a la tienda.1
Hay un aspecto en este boceto clásico sobre el cual
quiero llamar particularmente la atención. Teofrasto elige
dos situaciones para registrar sus observaciones. En una de
ellas, el cobarde viaja; en la otra se ve envuelto sin querer en
una batalla. En la primera situación pinta siete episodios
típicos: la ilusión del cobarde de ver los riscos como piratas,
su temor supersticioso de que alguno de los pasajeros traiga
la mala suerte por haber descuidado un rito religioso, su de-
seo de haber hecho por lo menos la mitad de la peligrosa
travesía, su consulta al experto sobre el tiempo, su temor a
sus sueños perturbadores, sus preparaciones para salvarse a
nado y, por último, su derrumbe emocional al pedir que lo
lleven a la costa. Más sutiles aún son los siete reveladores
episodios de la batalla. En total se describen catorce situa-
ciones; todas ellas son equivalentes para el cobarde: cuales-
quiera de los estímulos que obran sobre él despiertan la
misma tendencia, profunda y dominante. Sus actos son to-
1 R. Aldington: A book of characters. Londres. Rotledge, sin fecha, pág. 47.
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dos distintos, pero todos equivalentes porque cada uno de
ellos es una manifestación del mismo ánimo cobarde.
En resumen, Teofrasto empleó hace más de dos mil
años un método que sólo ahora vislumbran los psicólogos; el
de definir, con la ayuda de estímulos equivalentes y respues-
tas equivalentes y las principales tendencias de un carácter.
Para expresarlo con mayor amplitud, diremos que casi
toda la literatura de caracteres -ya sea por descripciones es-
critas, como la de Teofrasto, de imaginación, dramáticas o
biográficas- se desenvuelve sobre la hipótesis psicológica de
que cada personaje posee ciertos rasgos peculiares privativos,
que pueden ser definidos mediante el relato de episodios
típicos de la vida. En la literatura la personalidad no es, co-
mo se considera a veces en la psicología, una serie de accio-
nes específicas inconexas. La personalidad no es como un
patín acuático que se lanza de un lado para otro sobre la
superficie de un estanque, sin que haya ninguna relación
intrínseca entre sus diversas excursiones fugitivas. La buena
literatura no comete el error de confundir la personalidad del
hombre con la del patín acuático. La psicología a menudo la
confunde.
La primera lección que la literatura puede enseñar a la
psicología se refiere a la naturaleza de las características fun-
damentales y a veces permanentes que componen la perso-
nalidad. Es el problema de los rasgos, y yo sostengo que en
todos sus aspectos ha sido encarado con mejor éxito por las
suposiciones de la literatura que por las hipótesis de la psi-
cología. Más concretamente, creo que el concepto de la
equivalencia de los estímulos y la equivalencia de las res-
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puestas, visto con tanta claridad en los antiguos esquicios de
Teofrasto, puede servir como guía asombrosamente eficaz
para el estudio científico de la personalidad, en el que las
equivalencias pueden ser determinadas con más exactitud y
verificadas mejor que en la literatura. Mediante los recursos
del laboratorio y la observación externa controlada, la psi-
cología está en condiciones de establecer, con precisión mu-
cho mayor que la literatura, los límites exactos dentro de los
cuales las distintas situaciones de la vida son equivalentes
para cada individuo, y las series exactas de respuestas que
tienen para él importancia equivalente.
Otra valiosa lección de la literatura es la relativa a la de
sus productos. Nadie pidió a los autores de Hamlet, Don
Quijote, Ana Karenina, Hedda Gabler o Babbit que proba-
ran la realidad y autenticidad de sus personajes. Las grandes
caracterizaciones por virtud de su grandeza se prueban por sí
mismas. Son admisibles; son incluso necesarias. Todas las
acciones parecen poseer la propiedad sutil de ser el reflejo y
el contorno de un personaje preciso y bien armado. La uni-
formidad de la conducta satisface el requerimiento del test
de confrontación: cada una de sus partes respalda a otra,
pudiéndose concebir la totalidad como una unidad conse-
cuente, aunque sea intrincada. La confrontación interna es el
único método que se aplica para validar la obra de los artistas
(salvo, quizá, para la obra de los biógrafos, que deben hacer
frente a ciertas exigencias de validación externa). Pero el
método de la confrontación interna podría decirse, creo que
acertadamente, que apenas si ha comenzado a aplicarse a las
producciones de la psicología.
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Comentando cierta vez un personaje de Thackeray, ob-
servó Gilbert K. Chesterton: "La mujer bebía, pero Thacke-
ray no estaba enterado". La pulla de Chesterton procedía de
la exigencia de que todas las buenas descripciones de un
personaje sean "sistemáticamente pertinentes" dentro de
ellas mismas. A una serie dada de hechos acerca de una per-
sonalidad deben seguirla otros hechos pertinentes. Es indu-
dable que antes de poder extraer esas inferencias necesarias
es preciso poseer un conocimiento íntimo y profundo del
personaje. Deben conocerse en cada caso cuáles son los ras-
gos causales más recónditos. Wertheimer propuso por este
núcleo más central, y por consiguiente más unificador, de
cualquier personalidad, el concepto de la radix, la raíz de la
que crecen todos los tallos. Ilustra su idea con el caso de la
alumna que era muy estudiosa pero al mismo tiempo aficio-
nada a los afeites de tonos vivos. Exteriormente no parece
haber aquí pertinencia sistemática. Las dos formas de con-
ducta se estrechan. La aparente contradicción se resuelve
explorando debajo de la superficie para descubrir la raíz. En
este caso la alumna siente una profunda admiración (los psi-
coanalistas la llamarían fijación) por una maestra que, ade-
más de ser una mujer erudita, tiene un cutis naturalmente
rosado. La alumna quiere ser como su maestra. Los mismos
hechos en otros casos podrían representar un deseo básico
de poder, o simplemente la tentativa con pertrechos reforza-
dos de hacer zozobrar al muchacho estudioso del banco
vecino. Cualquiera sea la explicación de este caso, lo impor-
tante es que la aprehensión de la raíz permite armonizar la
aparente falta de consecuencia de la personalidad.
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El problema no siempre es tan sencillo. No todas las
personalidades tienen unidad básica. Los conflictos, la muta-
bilidad, hasta la disociación de la personalidad son cosas
comunes. Mucha de la literatura que leemos exagera la con-
secuencia de la personalidad; lo que sale es más una caricatu-
ra que un personaje. En obras de teatro, novelas y biografías
se encuentran simplificaciones excesivas. La confrontación
parece surgir con demasiada facilidad. Los personajes de
Dickens son un ejemplo de simplificación exagerada. No
tienen conflictos internos; son siempre lo que son. Suelen
encontrar fuerzas hostiles en el ambiente, pero ellos mismos
son de una consecuencia perfecta y carecen de problemas
íntimos.
La literatura se equivoca a menudo exagerando me-
diante la selección la consecuencia de la personalidad; la psi-
cología, en cambio, por su falta de interés y la limitación de
su técnica, deja generalmente de descubrir o de explorar la
consecuencia que existe.
El defecto más grande del psicólogo actual es su incapa-
cidad para probar lo que tiene la certeza de saber. Sabe, no
menos que el artista literario, que la personalidad es una es-
tructura mental complicada, bien proporcionada y más o
menos consecuente; pero no puede probarlo. No emplea,
como el escritor, el método evidente de la confrontación
interna de los hechos. En lugar de emular al artista, se refu-
gia en las malezas de la correlación estadística.
Un investigador estudia la virilidad de sus sujetos, para
toda la población, relacionando el ancho de las caderas y los
hombros con el interés en los deportes; otro busca las bases
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de la inteligencia comparando cuidadosamente el cociente
intelectual de la niñez con la osificación de los huesos de la
muñeca; otro compara la proporción de fósforo con relación
al peso del cuerpo con la afabilidad del carácter o la capaci-
dad para dirigir. Esta clase de investigaciones, aunque es la
que se acostumbra en los estudios de la personalidad, se de-
senvuelve en un nivel completamente subpersonal. La devo-
ción al microscopio y a la matemática llevó a los
investigadores a rehuir las formas complejas, modeladas, de
conducta y pensamiento, aunque sólo en esas formas com-
plejas podría decirse que existe la personalidad. Intimados
por los instrumentos de la física, muchos psicólogos aban-
donaron el instrumento más delicado que se haya inventado
para registrar la relación de los hechos y su apropiada agru-
pación: la mente.
La psicología necesita técnicas de confrontación interna,
técnicas capaces de determinar la unificación de la personali-
dad. Pocas y elementales tentativas se hicieron para lograr-
las.2
En un estudio se emplearon las composiciones de inglés
de setenta estudiantes secundarios. Nueve trabajos de cada
alumno: tres en octubre, tres en enero y tres en mayo. Los
temas fueron indicados, los mismos para todos. Después de
pasar a máquina los trabajos y despojarlos de cualquier señal
que los pudiera identificar, dos experimentadores trataron de
clasificarlos cuidadosamente para reunir, guiándose por el
estilo solamente todos los trabajos de cada estudiante. Am-
2 El siguiente experimento se describe en mi libro Personality: a psychological
interpretation, Nueva York, Holt, 1937.
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bos experimentadores lograron resultados asombrosamente
positivos, mucho más allá de las posibilidades del azar.
Lo que aquí interesa es el método empleado para reunir
acertadamente los trabajos. Es posible que de tanto en tanto
algún detalle mecánico especial habrá llamado la atención,
ayudando a identificar a un autor. La preferencia por el uso
del punto y coma, o alguna otra peculiaridad de la puntua-
ción o la ortografía, pudieron haber descubierto a otro estu-
diante, pero la mayor parte del trabajo de identificación se
hizo, no sobre esa base, sino mediante el diagnóstico de los
rasgos personales de los autores. "Los investigadores se en-
contraron analizando la calidad estilística individual". Advir-
tieron en cada escrito un reflejo de los complejos caracteres
del escritor. Estos caracteres eran distintos en cada caso y a
los experimentadores les resultó difícil condensarlos en pala-
bras.
A pesar de la dificultad para dar expresión verbal a las
hipótesis de la "calidad estilística", lo cierto es que fueron el
fundamento general del juicio y que los juicios emitidos fue-
ron acertados en significativa proporción.
Es interesante observar algunas de las bases que sirvie-
ron para hacer la clasificación. Los trabajos de uno de los
estudiantes, por ejemplo, parecían reflejar siempre "una sen-
sibilidad por el ambiente; un bien equilibrado sentido del
humor; una tolerancia serena, risueña por las relaciones y las
situaciones sociales". Otro revelaba en sus escritos "una fir-
me confianza en sí mismo, definida, pero sin prejuicios ni
obstinaciones, y sentido del humor". Otro tenía un "tedio
permanente; ve la vida como una experiencia monótona en
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la que se sigue la línea del menor esfuerzo". Otro mostraba
"una actitud simple, optimista hacia la vida y la gente; sus
frases son sencillas, directas, afirmativas".
Otra lección importante puede enseñar la literatura a los
psicólogos: la forma de conservar un sostenido interés en
una persona durante un largo espacio de tiempo. Se dijo de
un famoso antropólogo inglés que aunque escribía sobre los
salvajes no había visto ninguno. El aludido admitió la impu-
tación y agregó: "Y ojalá no los vea nunca". Hay muchos
psicólogos que profesionalmente no han visto nunca un
individuo; y no son pocos, lamento decirlo, los que esperan
no verlo jamás.
Siguiendo el ejemplo de las ciencias mayores creen que
al individuo hay que dejarlo a un lado. La ciencia, afirman,
sólo se ocupa de leyes generales. El individuo es un estorbo.
Lo que hace falta es la uniformidad. Esta tradición creó en
psicología una vasta abstracción indefinida llamada la mente
humana adulta generalizada. Y la mente humana no existe de
ese modo; sólo existe en forma concreta, intensamente per-
sonal. No hay una mente generalizada. La abstracción que
cometen los psicólogos al medir y explicar una mente ine-
xistente en general, es una abstracción en la que nunca incu-
rren los escritores. Los escritores saben perfectamente que la
mente sólo existe de manera singular y particular.
Ésta es la contrariedad básica que existe entre la ciencia
y el arte. La ciencia, se afirma, siempre trata de lo general; el
arte, de lo particular. Pero si esta diferencia es exacta, ¿dónde
queda la personalidad? La personalidad no es general; es
siempre peculiar. ¿Debe ser entregada íntegramente al arte?
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¿La psicología no puede hacer nada? Estoy seguro que muy
pocos psicólogos aceptarán esta solución. Pero me parece
que el dilema es inexorable. Renunciamos al individuo, o
aprendemos de la literatura a ocuparnos más de él, modifi-
cando, si hace falta, nuestra noción del campo de la ciencia
para acomodar al caso singular más hospitalariamente que
hasta ahora.
Ustedes se habrán hecho la reflexión de que los psicólo-
gos que conocieron no entendían a la gente mejor que cual-
quier otra persona; que no eran excepcionalmente
perspicaces, ni siempre sabían dar buenos consejos sobre los
problemas de la personalidad. Es, si se la hicieron, una ob-
servación acertada. Y diré más aún; debido a excesivos há-
bitos de abstracción y generalización muchos psicólogos son
inferiores a otras personas para comprender las vidas aisla-
das que se les presentan.
Cuando digo que para establecer una ciencia apropiada
de la personalidad los psicólogos deben ocuparse más dete-
nidamente en los casos individuales, podría creerse que in-
vado el dominio de la biografía, cuyo objetivo preciso es el
de dedicarse a una sola vida en toda su amplitud.
En Inglaterra la biografía comenzó como hagiografía y
como relato de hazañas legendarias. No había interés por la
objetividad ni por la veracidad. El término biografía lo em-
pleó por primera vez Dryden, en 1683, definiéndolo como
"historia de vidas particulares". La biografía inglesa, que al-
canzó un valor elevado con la Vida de Johnson, de Boswell,
y luego con la Vida de Scott, de Lockhart, y nuevamente con
Padre e hijo, de Edmund Grosse, fue una carrera de ascen-
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sos y descensos. Hay biografías que son chatas y sin vigor
como panegíricos de sepulcro; otras son sentimentales y
falsas.
La biografía se va haciendo rigurosa, objetiva, y hasta
despiadada. En esta tendencia influyó mucho la psicología.
Los relatos biográficos se parecen cada vez más a una autop-
sia científica, hecha más para comprender que para servir de
inspiración o de aplauso. Hay ahora biografías psicológicas y
psicoanalíticas, y hasta biografías médicas y endocrinas.
También se siente la influencia de la ciencia psicológica
en las autobiografías. Se han hecho muchos experimentos de
auto descripciones y autoexplicaciones objetivas, mejorando
las fingidas confesiones de Casanova, Rousseau y Barbellion.
Dos ejemplos fascinantes que ilustran la influencia directa de
la psicología son el experimento autobiográfico, de H. G.
Wells (1935), y el Dios locomotora, de W. E. Leonard
(1927). A pesar de su mayor calor e intimidad, los autobió-
grafos tienen una desventaja con respecto a los biógrafos.
A1 autobiógrafo no le gusta escribir su propio vituperio, y al
lector no le gusta leer el autoelogio del autor. Quizá con el
tiempo los escritores aprendan a controlar sus poderosos
impulsos de justificar sus hazañas en el relato, y los lectores,
a su vez, a ser menos desconfiados de la virtud que se revela
por sí misma.
Dije que los psicólogos debían aprender tres cosas de la
literatura para perfeccionar sus actividades. La primera es la
noción universal de la literatura sobre la naturaleza del ca-
rácter. Los escritores trabajan con la idea de que sus perso-
najes tienen inclinaciones interiores ampliamente
...