De Idolos E Ideales
Pollitochiken10 de Abril de 2013
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DE IDOLOS E IDEALES
Edwald Vasílievich Iliénkov
El problema del ideal es complejo y polifacético. En primer lugar, naturalmente, surge la pregunta sobre el lugar que ocupa el concepto del “ideal” en la teoría del reflejo: cómo aquél puede ser interpretado desde el punto de vista de esta teoría. En todo caso, la teoría del reflejo nos enseña que es correcto y verdadero sólo aquel conocimiento que refleja lo que hay en la realidad. Y en el ideal se expresa no lo que es, sino lo que debe ser, o lo que el hombre quiere ver. ¿Se puede, acaso, interpretar lo deseado o lo debido, desde las posiciones de la teoría del reflejo? En otras palabras, ¿puede, acaso, ser “verdadero” el ideal?.
La filosofía hace mucho vio aquí una dificultad y también hace mucho que trató de resolverla. Los materialistas de épocas pasadas insistieron sobre este problema en el curso de su lucha contra las doctrinas idealistas de la iglesia, contra el ideal religioso, y pretendieron resolverlo de acuerdo, por un lado, a la teoría del reflejo y, por otro, a las exigencias de la vida real. Pero, lograr esto, sólo pudieron Carlos Marx y Federico Engels: y, precisamente, porque ellos fueron no sólo materialistas, sino materialistas dialécticos. Veamos cómo ocurrió.
“Dios creó al hombre a su imagen y semejanza” –se dice en un conocido libro -, y el hombre, a razón de ello, le pagó a Dios con una negra ingratitud –con ironía venenosa complementó el autor de otro libro. Y, si dejamos a un lado las bromas y los cuentos –desarrollaba la misma idea un tercer autor -, entonces, es necesario decir directa y claramente que el hombre creó a Dios exactamente tal y como creó libros y estatuas, cabañas y templos, pan y vino, ciencia y técnica; por eso, la confusa cuestión acerca de quién creó a quién y por qué imagen lo creó se resuelve en una verdad sencilla y clara: el hombre se creó a sí mismo y después creó su propio autorretrato, llamándolo “Dios”. Así que, bajo la forma de “Dios”, el hombre se conoció y se adoró sólo a sí mismo, pensando que conocía un ente diferente de sí; la religión, en definitiva, fue siempre sólo un espejo que reflejaba al hombre su propia fisonomía.
Pero en este caso –se agarra de esta explicación un cuarto pensador- el autor de la Biblia estaba, en esencia, totalmente claro; sólo que expresó la misma idea en relación con las ilusiones de su siglo: sí, el hombre realmente fue creado por el ser representado en el ícono, pues el ícono es sólo un retrato del hombre, creado por el propio hombre. Y si es así, entonces no hay nada de malo en que el hombre pretenda imitar en todo al personaje dibujado en el retrato. Y es que el pintor, dibujando su propio retrato, cuidadosamente copiaba en él sólo las ventajas, sólo los méritos del hombre vivo, pecaminoso; y en forma de “Dios” el hombre es representado exclusivamente desde la mejor de sus partes. “Dios” sólo es un seudónimo del Hombre Ideal, el modelo poético-ideal del hombre perfecto. El ideal que de sí mismo creó el Hombre, el Objetivo Supremo del autoperfeccionamiento humano... Y todos los malos rasgos humanos, los rasgos malévolos y sujetos a superación, fueron también dibujados por el pintor en otro autorretrato, llamado “Diablo”.
Así que “Dios” no es la representación naturalizante del pecaminoso y real Hombre terrestre, el cual es tanto “Dios” como el “Diablo” en una misma cara, en una aleación. “Dios” es el hombre tal como debe ser o convertirse, como resultado de su propio autoperfeccionamiento; el “Diablo” es el mismo hombre tal como no debe ser, tal como debe dejar de ser, como resultado del mismo proceso de autoeducación, es decir, el modelo humano de la imperfección y del mal.
En otras palabras, “Dios” y “Diablo” son categorías, con la ayuda de las cuales el hombre intenta separar y diferenciar en sí mismo el bien y el mal, las verdaderas perfecciones humanas de los atavismos de pura procedencia animal. Por eso es que, contemplando la imagen de “Dios”, el hombre puede juzgar sobre cuáles precisamente de los rasgos reales de su naturaleza él valora y exalta (“endiosa”), y cuáles odia y desprecia como “diabólicos”, intentando superarlos en sí mismo.
Así, aunque el hombre creó tanto a “Dios” como al “Diablo” y no al revés, no fue “Dios” quien creó, sino el “Diablo” quien corrompió al hombre –la leyenda sobre la creación y el pecado original del hombre es una obra artística de gran sentido poético, en cuya forma el hombre hizo el primer intento de autoconocimiento, de diferenciar en sí mismo el bien y el mal, la razón y la sinrazón, lo humano y lo inhumano. De modo que no se debe simplificar la religión, con sus representaciones sobre lo “divino” y lo “pecaminoso”, sino que basta con revalorar los cuentos antiguos (no creyendo en ellos al pie de la letra) en categorías morales humanas. Es necesario comprender que, adorando a “Dios”, el hombre adora lo mejor de sí mismo, que la religión creó en forma de Dios la imagen Ideal del perfeccionamiento humano superior y que en el cristianismo el hombre encontró el Ideal humano superior, entendido por todos y por todos aceptado. ¡Y los ateos intentando demostrar que no hay ni Dios, ni Diablo, resulta que le prestan al hombre muy mal servicio, privándolo de criterios de discernimiento entre el bien y el mal, entre lo permitido y lo prohibido!.
¡Alto! –respondieron los ateos. Aunque todo resulta bastante lógico, no lo es del todo. Realmente, el hombre proyecta hacia la azul pantalla del firmamento sólo sus propias representaciones sobre sí mismo, sobre el bien y el mal, divinizando (es decir, relacionándolas con “Dios”) sólo sus rasgos reales y enjuiciando (es decir, declarando “alucinaciones diabólicas”) los demás. En todo caso, el hombre se vio obligado desde el inicio a contraponer a sí mismo sus propias fuerzas activas y sus capacidades, representándolas como fuerzas y capacidades de algún otro ser, para verlas como un “objeto” fuera de sí y valorarlas críticamente, a fin de, en adelante, apropiarse sólo de aquellas que conduzcan al mal. Estuvo obligado a esto, precisamente, porque otro espejo, fuera de la bóveda celestial, no tenía entonces; y sin espejo, contemplarse a sí mismo, evidentemente, es imposible.
Pero, no nos queda del todo claro por qué y para qué en lo sucesivo realizar el “autoconocimiento del hombre”, bajo la forma del “conocimiento de Dios”. ¿Para qué mirarse en el espejo del cielo cuando ya han sido creados espejos mucho más perfectos y claros, que reflejan al hombre todos los detalles de su propia imagen?. Claro, la religión solamente es un espejo, pero un espejo primitivo y, por tanto, muy opaco y, además, bastante curvo, cuya superficie, así como la “bóveda celeste”, posee una pérfida curvatura. Este aumenta, aumentándolo hasta dimensiones cósmicas, todo lo que se refleja en él, y, como espejo esférico, invierte al hombre que en él se mira patas arriba... este refleja en forma aumentada hipertróficamente todo lo que ante él se encuentra y, hasta cierto punto, es parecido al microscopio, que permite ver lo que no es visible al ojo desarmado. ¿Pero qué es lo que atesora el hombre en el cristal de tan original microscopio?. ¿Qué es lo que precisamente ve en el ocular?.
¿El bien y el mal real en sí mismo, en el hombre real?.
Si el asunto fuera así, entonces no habría que buscar mejor espejo que la azul bóveda celeste. Lo malo de esto radica en que el refractor de los cielos religiosos refleja no el bien y el mal real, sino sólo las representaciones del propio hombre sobre lo que es el bien y lo que es el mal. Y ya esto no es ni remotamente la misma cosa. El hombre es capaz, por desgracia, de equivocarse trágicamente en esta cuenta. Entonces, el cristal de aumento de la religión sólo amplía las dimensiones de su error.
La inadvertida y modesta semilla del mal, tomada por su parecido embrión del bien, crece ante sus ojos en montes enteros de flores aromáticas. Y, al contrario, el débil e inmaduro germen de la felicidad humana, tomado equívocamente por germen de la mala hierba, se convierte en gran cardo espinoso, que destila el veneno del pecado y la perdición y –lo más trágico de todo- el hombre verá rosas paradisíacas allí donde afloran sólidas espinas, y huirá del olor de las verdaderas rosas, convencido de que los sentidos lo engañan, de que ante él sólo hay alucinaciones diabólicas, tentaciones.
¿Acaso no pasó con el cristianismo?. ¿Acaso no rezaron los hombres siglos enteros ante la cruz –ese bárbaro cadalso, en la que crucificaron al hombre, al “hijo del hombre”?. ¿Acaso no lloraron de conmoción, viendo el semblante de “el Salvador” demacrado y cubierto de sudor crucificado, para alegría de los fariseos?. ¿Acaso no vieron ellos en este cuadro la imagen de la suprema dicha y el honor divino?. Lo vieron y rezaron. La iglesia cristiana siglos enteros se esforzó por inculcar a la gente que el objetivo superior y la predestinación del hombre implica la preparación para la vida de ultratumba, hacia la vida eterna, más allá de la sepultura. Lo real está en la tumba. Para lograr una vida eterna de forma más rápida y segura es necesario comportarse de acuerdo a formas y modos. Si está dado el objetivo del movimiento, entonces habrá que escoger los caminos a él adecuados: maceración de la carne y sus tentaciones, renuncia a la felicidad del “más acá”, sumisión al destino y al poder de los poseedores, oración y ayuno –la senda más fiable hacia la tumba -. Entonces, el “mejor hombre” resultaría ser el monje asceta en deplorables harapos, atados
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