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Doce Cartas A Dios


Enviado por   •  3 de Abril de 2014  •  2.345 Palabras (10 Páginas)  •  291 Visitas

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¿Y DIOS GUARDA SILENCIO?

Carta cuarta

Mi querido Alo:

¿Que por qué Dios guarda silencio frente al dolor de sus hijos? Esa es una pregunta radical, última, definitiva, sobre el Dios verdadero. ¿Que por qué ha permitido que hagamos de esta historia un desastre, sin que intervenga para aliviar el sufrimiento, la injusticia, el abuso, de unos seres humanos para con otros? Es otra pregunta igualmente fundamental, pero con una respuesta distinta a la primera. De la respuesta que demos a ambas cuestiones depende en buena medida el que nuestro Dios sea creíble en este mundo crucificado. De hecho, he conocido a personas de muy buena voluntad que, como en la novela “ La peste” de Albert Camus, se niegan a creer en un Dios “que se goza frente al sufrimiento de un niño”, como decía el personaje principal de esa obra genial.

Para tomar aliento e intentar una explicación a lo que me planteas, permíteme iniciar con un nuevo relato de lo que sucedió en mi primera juventud.

Cuando era novicio, es decir, en mis primeros años de formación como religioso jesuita, fui enviado al hospital de enfermos crónicos de Tepexpan, en el Estado de México, a cubrir mi experiencia de servicio en hospitales.

Había allí cientos de personas aquejadas de varios males incurables, en su mayoría abandonadas por sus familiares. Había hombres y mujeres con parálisis cerebral, con deformaciones físicas severas, muchos hemipléjicos y cuadripléjicos (con parálisis en la mitad o en todo el cuerpo), algunos simplemente imbéciles o autistas.

Recuerdo, por ejemplo, a alguno con cáncer en el rostro, cuyas facciones se caían a pedazos; otro más que carecía por completo de miembros desde su nacimiento y que sólo tenía un gran hueco en la cara que le servía para comer; había también una mujer que no se separaba de una muñeca a la que trataba como si fuera su hija, y muchos paralíticos con grandes llagas en todo el cuerpo, cuyo olor fétido inundaba el hospital entero.

Recién llegado al hospital, me fue asignado el torreón poniente, especializado en personas, o seres apenas, sin facultades de razonamiento o movimiento, es decir, en fenómenos humanos. Allí estaba, por ejemplo, aquella masa informe, que era sólo un tronco humano con cabeza, que sólo podía comer y defecar. También había algunos cuadripléjicos sin aparente uso de razón. Un cuadro, en verdad, deprimente y dramático.

Con mis diecinueve años, y con toda la generosidad propia de un nuevo religioso, opté por, además de cubrir las necesidades básicas de alimentación, aseo y curación de aquellas personas, alegrar de tarde en tarde, con mi guitarra y algunas canciones, el ambiente del torreón que se me había asignado.

Se encontraba en una de las camas un individuo de alrededor de sesenta o setenta años que llevaba por lo menos veinte sin mover el cuerpo en absoluto, sin casi nunca pronunciar palabra, que sólo podía movilizar uno de sus brazos. Los demás internos y su expediente hospitalario, señalaban que en su juventud había sido profesor de inglés en escuelas secundarias y que hacia los cuarenta años había sufrido un grave accidente. Tenía fama de irascible y de rebelde con las enfermeras y los intendentes. Me tocó presenciar una ocasión, por ejemplo, en que, con el brazo hábil, arrojó con violencia a una de las enfermeras una taza de café que había quedado sobre su mesilla de noche al tiempo que la insultaba de manera ininteligible. Estaba delgado al extremo, y tenía unas enormes escaras - llagas purulentas - a todo lo largo de la parte izquierda de su cuerpo, por el prolongado reposo en el que se encontraba. Me había tocado curarlo en algunas ocasiones con pinzas quirúrgicas, gasas y yodo. Entre otras cosas, había yo advertido su poca paciencia, pues se exasperaba con rapidez, y de una gran oreja que le había crecido en la parte izquierda de la cabeza, sobre la cual estaba siempre recostado. El personal hospitalario, pues, le tenía cierto miedo y alguna dosis de repugnancia.

Una vez que estaba yo cantando en la sala, bajo el supuesto de que poco podían entender los enfermos, este hombre comenzó a agitar su brazo todavía capaz con el fin de llamar mi atención. Me acerqué a él para ver lo que le aquejaba. A señas, me pidió entonces que me inclinara para escucharlo. Lo hice así y con una voz muy queda, y un esfuerzo patente, sobrehumano para su situación, me pidió que cantara “White Christmas”, así, en inglés. Comprender lo que me pedía fue difícil, consumió varios intentos suyos por hacerse entender, pero él no se desesperó.

Sorprendido por su solicitud, no tuve más que pedirle disculpas porque yo no sabía la letra de la canción. Ni en inglés ni en castellano. Su gesto, entonces, fue de una gran tristeza. Sin embargo, me pidió de nuevo que me inclinara para escucharlo. Entonces, con el mismo esfuerzo, me indicó que él me dictaría la letra de esa canción.

De inmediato fui por papel y lápiz. Comenzamos entonces, juntos, la ardua labor de ir anotando, verso a verso, palabra por palabra, la letra de “Blanca Navidad” en inglés.

“I'm dreaming a white Christmas,

in every Christmas card I write…”

Y así sucedió a lo largo de varias sesiones agotadoras para él, inquietantes para mí, durante varios días.

Una semana después de haberlo iniciado, nuestro esfuerzo había culminado. Contaba ya con la letra completa de la composición que me había solicitado. Me puse entonces a cantarla lo mejor que pude, de cabo a rabo.

Conforme lo hacía, y conforme se sucedían las notas de la melodía, el hombre aquel lloraba. Ríos de lágrimas, de dolor, de nostalgia, escurrieron por sus ojos en silencio. Me pidió que repitiera la canción no recuerdo si diez o veinte veces. Después se durmió con una sonrisa. Al día siguiente no despertó. Murió durante la noche, probablemente abrazado a sus recuerdos, a algún amor de antaño, a su vida útil, productiva, cabalmente humana.

Quizá yo conocí en algún momento el nombre de este hombre despojado de sí mismo, pero también en algún momento lo olvidé. Sin embargo no he podido borrar de mi memoria lo sucedido con él. De él aprendí que la vida es un regalo valioso, que se construye de experiencias sencillas y de memorias. Y que la muerte puede sobrevenir en paz cuando uno se reconcilia consigo mismo, con su historia, con sus amores.

Pero también la pregunta por el sentido que tiene el sufrimiento humano se me quedó prendida en el corazón. La perturbadora certeza de que Dios nada tenía que ver con el dolor

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