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El Hombre Filosofo Por Naturaleza


Enviado por   •  23 de Septiembre de 2013  •  3.957 Palabras (16 Páginas)  •  422 Visitas

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INTRODUCCIÓN

En esta primera sesión se busca mostrar cómo lo que denominamos bajo el rótulo «filosofía» es una actividad inherente al ser humano, una reflexión propia de nuestra naturaleza. En tiempos donde la vorágine tecnológica y la búsqueda de lo útil hacen que se menosprecie la reflexión filosófica, debemos considerar que dicho menosprecio parte de una errónea comprensión de nuestra propia capacidad racional: toda búsqueda de conocimiento parte del asombro, de una incógnita que nos mueve; la Filosofía es ese asombro, esa maravilla, como lo señalaron con acierto tanto Aristóteles como Heidegger.

La visión extrema del cientificismo intenta eliminar la Filosofía sin entender que, como dice Jesús Mosterín, Filosofía y Ciencia forman un continuo, ambas están en permanente contacto: la Filosofía abre espacios para la Ciencia, la Ciencia refuta hipótesis especulativas y colabora con el porvenir del filosofar. Debemos atrevernos a filosofar desde la ciencia y a hacer ciencia teniendo en cuenta los presupuestos filosóficos.

LECTURA

EL POR QUÉ DE LA FILOSOFÍA

Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece

y da frutos insólitos: palabras.

Se enlazan lo sentido y lo pensado,

tocamos las ideas: son cuerpos y son números.

OCTAVIO PAZ

¿Tiene sentido empeñarse hoy, a finales del siglo XX o comienzos del XXI, en mantener la filosofía como una asig¬natura más del bachillerato? ¿Se trata de una mera super-vivencia del pasado, que los conservadores ensalzan por su prestigio tradicional pero que los progresistas y las personas prácticas deben mirar con justificada impacien¬cia? ¿Pueden los jóvenes, adolescentes más bien, niños in¬cluso, sacar algo en limpio de lo que a su edad debe re¬sultarles un galimatías? ¿No se limitarán en el mejor de los casos a memorizar unas cuantas fórmulas pedantes que luego repetirán como papagayos? Quizá la filosofía interese a unos pocos, a los que tienen vocación filosófi¬ca, si es que tal cosa aún existe, pero ésos ya tendrán en cualquier caso tiempo de descubrirla más adelante. En¬tonces, ¿por qué imponérsela a todos en la educación se¬cundaria? ¿No es una pérdida de tiempo caprichosa y reaccionaria, dado lo sobrecargado de los programas ac¬tuales de bachillerato?

Lo curioso es que los primeros adversarios de la filo¬sofía le reprochaban precisamente ser «cosa de niños», adecuada como pasatiempo formativo en los primeros años pero impropia de adultos hechos y derechos. Por ejemplo, Calicles, que pretende rebatir la opinión de Só-crates de que «es mejor padecer una injusticia que cau¬sarla». Según Calicles, lo verdaderamente justo, digan lo que quieran las leyes, es que los más fuertes se impongan a los débiles, los que valen más a los que valen menos y los capaces a los incapaces. La ley dirá que es peor co¬meter una injusticia que sufrirla pero lo natural es consi¬derar peor sufrirla que cometerla. Lo demás son tiquis¬miquis filosóficos, para los que guarda el ya adulto Calicles todo su desprecio: «La filosofía es ciertamente, amigo Sócrates, una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles, pero cuando se atiende a ella más tiempo del debido es la ruina de los hombres ». Calicles no ve nada de malo aparentemente en enseñar filosofía a los jóvenes aunque considera el vi¬cio de filosofar un pecado ruinoso cuando ya se ha creci¬do. Digo «aparentemente» porque no podemos olvidar que Sócrates fue condenado a beber la cicuta acusado de corromper a los jóvenes seduciéndoles con su pensa¬miento y su palabra. A fin de cuentas, si la filosofía de¬sapareciese del todo, para chicos y grandes, el enérgico Calicles -partidario de la razón del más fuerte- no se lle¬varía gran disgusto...

Si se quieren resumir todos los reproches contra la fi¬losofía en cuatro palabras, bastan éstas: no sirve para nada. Los filósofos se empeñan en saber más que nadie de todo lo imaginable aunque en realidad no son más que charlatanes amigos de la vacua palabrería. Y enton¬ces, ¿quién sabe de verdad lo que hay que saber sobre el mundo y la sociedad? Pues los científicos, los técnicos, los especialistas, los que son capaces de dar informacio¬nes válidas sobre la realidad. En el fondo los filósofos se empeñan en hablar de lo que no saben: el propio Sócrates lo reconocía así, cuando dijo «sólo sé que no sé nada». Si no sabe nada, ¿para qué vamos a escucharle, seamos jóvenes o maduros? Lo que tenemos que hacer es aprender de los que saben, no de los que no saben. Sobre todo hoy en día, cuando las ciencias han adelantado tan¬to y ya sabemos cómo funcionan la mayoría de las co¬sas... y cómo hacer funcionar otras, inventadas por cien¬tíficos aplicados.

Así pues, en la época actual, la de los grandes descu¬brimientos técnicos, en el mundo del microchip y del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la te¬levisión digital... ¿qué información podemos recibir de la filosofía? La única respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido el propio Sócrates: ninguna. Nos informan las ciencias de la na¬turaleza, los técnicos, los periódicos, algunos programas de televisión... pero no hay información «filosófica». Según señaló Ortega, antes citado, la filosofía es incom-patible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien, pero ¿es información lo único que buscamos para entendernos mejor a nosotros mismos y lo que nos rodea? Supongamos que recibimos una noti¬cia cualquiera, ésta por ejemplo: un número x de perso¬nas muere diariamente de hambre en todo el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos preguntamos) qué debemos pensar de tal suceso. Reca¬baremos opiniones, algunas de las cuales nos dirán que tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macro-económico global, otras hablarán de la superpoblación del planeta, algunos clamarán contra el injusto reparto de los bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la voluntad de Dios, o la fatalidad del destino... Y no faltará alguna persona sencilla y cándida, nuestro porte¬ro o el quiosquero que nos vende la prensa, para co¬mentar: «¡En

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