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El Infierno Según David Lynch

Jumarti9624 de Octubre de 2014

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El infierno según David Lynch

“En todos nosotros reside la capacidad de apreciar como igualmente bellas cosas contrapuestas. No soy la excepción”.

David Lynch

David Lynch es un hombre que sabe mirar más allá de las apariencias para llegar a otras realidades que puedan y admitan otras perspectivas de lo real. Aproximarse a sus películas es descubrir la porosidad invisible de lo humano, que no se ve pero se percibe.

Tan amplias en texturas y formas como seres que circulan por este mundo.

El objetivo de este ensayo es desgranar las latitudes siniestras de un director de cine preocupado por mostrar el reverso tenebroso de la naturaleza humana.

Nacido un 20 de enero de 1946 en el seno de una familia de clase media americana en Missoula (Montana), hijo mayor de tres hermanos, su infancia transcurre entre traslados de residencia continuos y la normalidad de vivir con una familia feliz. Crecer durante toda una infancia y juventud en un ambiente de tan sobrecogedor estado de gracia, predispuso a Lynch a sufrir en su madurez el tremendo desengaño que supone abrir los ojos a otras realidades circundantes (muy alejadas de su idílica familia).

Su padre, que trabajaba para el Departamento de Agricultura, se encargaba de tratar las enfermedades de los bosques y su madre, tutora de lingüística, afianzaron a sus hijos en la idea del progreso y bienestar de la América próspera de la época de los cincuenta. Un paisaje emocional y plástico que le marcó profundamente a David Lynch, y que se traduce de forma artística en la mayoría de sus creaciones.

En un primer momento Lynch se interesó por la pintura como forma única de expresión, aunque posteriormente el cine le cautiva por tener una sensación de “pintura en movimiento”. Sus primeros cortometrajes son previos bocetos de ideas abstractas propias del proceso creativo pictórico, como pasos necesarios para saber usar el lenguaje cinematográfico. Six Figures Getting Sick (Seis figuras enfermándose, 1966), The Alphabet (El alfabeto, 1968), The Grandmother (La abuela, 1970) y The Amputee (La amputación, 1974) representan cuatro formas de iniciar un viaje por un recorrido personal e íntimo a través de un mundo interior atormentado. Estos cortos emulan unas ideas atropelladas y sin ningún aparente hilo conductor, ensayos de una misma obsesión de un director interesado en mostrar/ocultar los misterios de la vida.

La irrupción de David Lynch en el cine americano contemporáneo viene delimitado por lo inusual de su creación artística en comparación con la de sus coetáneos directores. Mientras la nueva generación de directores se estaba forjando con directores de la talla de John Casavettes, Paul Morrisey, Martin Scorsese, Brian de Palma, Woody Allen o el mismísimo Francis Ford Coppola o Steven Spielberg. David Lynch parecía estar en el otro extremo de sus compañeros de profesión, como si él mismo fuese capaz de lograr un arte totalmente autóctono, no contaminado por las circunstancias estéticas y artísticas de su tiempo.

El misterio desborda a Lynch en un intento por encontrar entre la fractura de la ignorancia y el ansia de conocer un punto de conexión, una nueva vía o búsqueda para permitir un acceso a una existencia personal más plena.

Abrir las construcciones creativas posibilita la ruptura de las anquilosadas fronteras formales del cine –forjado históricamente como una sucesión de imágenes encadenadas a través de una narración-, haciendo realidad una fuga del concepto tradicional de cine para expandirlo y abrirlo hacia posturas más radicales de hacer arte, no con el cine sino sobre el cine. Llegados a este punto, David Lynch se inició en el mundo del cine sin tener ninguna premisa constructiva cinematográfica, cuya finalidad más sincera era trasladar su pintura al mundo del movimiento, o lo que es lo mismo, al cine. Si se observa bien en sus cuadros existe un intento por liberarles de su estatismo. La fragilidad de sus formas, el predominio del uso de los colores marrón, amarillo y gris denotan cierta predisposición por la confusión, además de la premeditada desfiguración de las formas humanas, metáforas todas ellas de un intento por crear la sensación de paisajes movidos.

El salto de la pintura al cine se desenvuelve en Lynch como una extensión más de una forma de decir, de una forma de expresarse, siempre ambas se han desarrollado de manera paralela en su carrera, complementándose la una a la otra. Esa pintura lynchneana, que denomino cinemática ya que estudia el movimiento de los cuerpos sin hacer referencia a las causas que lo producen, me viene bien para hablar de las puertas traseras de la condición humana que Lynch quiere atravesar y sin decirnos cómo. “Cuanto más oscuridad puedes acumular, más luz puedes ver”. David Lynch

Existe un rasgo unificador en toda la obra de David Lynch que atañe a sus personajes y que consiste en la dificultad del acceso al mundo real. De Cabeza Borradora (Eraserhead, 1976) a Mulholland Drive (Mulholland Drive, 2001) sus criaturas pasean por un mundo no correspondido, ajeno y alienado. Conmocionados por el impacto de chocar con lo real de una forma súbita e irremediable.

Crecer supone para Lynch un espacio doloroso que se debe afrontar con magia, ilusión y misterio. Magia para hacer de puente entre lo real y la fantasía, ilusión para potenciar una mirada que apueste por la vida, y misterio para aprender a convivir con aquellos hechos que no podemos comprender.

De una forma muy sabia, el director norteamericano expone en su discurso el temor de afrontar la madurez, no desde la perspectiva del compromiso sino desde la brecha de la experiencia compartida y vivida. Lynch es consciente de que la soledad aletea desde los primeros instantes después de la separación del hijo con respecto a la madre. Y desde la soledad se accede a lo social, y es en ese entorno social donde se verifica la trágica sensación de saberse único y crecer sin el amparo de nadie. Por eso los temas más recurrentes en la filmografía del director son el sexo, la inocencia, el amor, la familia; para irradiar desde el desconocimiento inicial de uno mismo hasta la autoconciencia del ser (con todas sus carencias y excesos).

El compromiso que adquiere Lynch con su cine radicaría en ver la condición humana expuesta en escena para comprobar las variaciones que sufre entre los distintos tipos de individuos, y observar como interactúan y ver que posibilidades ofrecen.

David Lynch es un creador coherente con su obra. Cada una por si sola demuestra un avance con respecto a la anterior, además de proyectar claridad y perspectiva a su creación. La primera película exhibida en salas comerciales fue Cabeza Borradora. Su protagonista Henry Spencer (John Nance) configura el arquetipo de personaje jaula que tanto le gusta representar al autor. Un individuo sometido a la presión de un mundo exterior que golpea con fuerza su mundo interior y que inevitablemente subraya la naturaleza extraña del mismo. Esa belleza siniestra que Lynch se atreve a mostrar es fruto de la revelación de la locura o delirio con la que cada criatura suya que nace se enmascara para poder enfrentarse a una realidad desbordada.

De esta forma Henry Spencer es el personaje de todos los personajes, ser que contiene la inmensa mayoría de los rasgos que los restantes protagonistas de las demás películas tendrán. Las premisas de la identidad de este hombre serán su repulsa a cualquier ámbito familiar, también el miedo al sexo, a las grandes ciudades industriales y a toda forma o impedimento que suponga una pérdida de libertad personal.

Estéticamente Cabeza Borradora es una mezcla entre surrealismo y expresionismo; un poderoso blanco y negro ilumina espacios condenados a sufrir las heridas de las desgracias de un hombre cuya obsesión se plantea entre la paternidad y el hecho de compartir una vida en insoportable compañía.

La proyección del director con su cine va más allá de la mera habilidad artística, aproximándose hacia posturas catárticas, en la que la ficción de funde con la vida personal del autor. Se sabe que Cabeza Borradora es una película basada en las experiencias del propio autor viviendo en la ciudad de Filadelfia (Estados Unidos). Su lenguaje agresivo penetra en nuestras retinas por la ausencia de humanidad o precisamente por exceso de la misma. Visionar Cabeza Borradora es un acto puro de agresión, al contener en ella el desgarro de los temores íntimos del ser humano.

El propio entorno de Henry Spencer confirma que su desorden mental también tiene su dimensión con el exterior, originándose una confusión premeditada. Y no hay nada más inquietante en Lynch que la absoluta alteración reversible de los factores sensitivos en el que sus personajes viven, es decir, lo que sienten ellos se apodera del espectador como formulación de un hecho incontestable. No es de extrañar que Jeffrey Beaumont (Kyle MacLachlan), en la magistral Terciopelo Azul (Blue Velvet, 1986), fuera a la vez un joven voyeur reconvertido en sujeto exhibido. Con ello me refiero a que los espacios generados por sus personajes son una mezcla híbrida entre el cuestionamiento y la afirmación de su identidad. Todos los personajes de David Lynch parten de una identidad –de una puerta de entrada- vulnerable al cambio, al considerarse ellos mismos como simples procesos de un cambio inevitable, para dirigirse al impulso indescriptible de la curiosidad de su propio deseo.

Y precisamente es esta puerta de entrada la que da lugar al acceso a otro espacio que capacita la diferencia entre uno y otro, como bien dice Michel Chion,

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