El Llano En Llamas
baudhel3 de Mayo de 2015
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ACUERDATE
ACUÉRDATE de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de
Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el
"rezonga, ángel maldito" cuando la época de la influencia. De esto hace
ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le
decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez,
tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal
nombre le decían la Arremangada, y la otra, que era retealta y que tenía
los ojos zarcos; y que hasta se decía que ni era suya y que por más
señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando
estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su
ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la
vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y
entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la
mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino
de linaza de los Teódulos.
Acuérdate
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre
andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que
tuvo su dinero pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se
le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas,
llevándolos al pantéon entre músicas y coros de monaguillos que
cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando;
Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le, resultaba caro
cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del
velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron
pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto
que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato
andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le
querían dar muy caro los jitomates; pegaba de gritos y decía que la
estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la
basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que
otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos".
Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron.
Después no se supo ya de ella.
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Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas
unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las
trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las
comprábamos c uando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía
mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la
escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos
y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media
traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta
mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata
para que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los
pocos días de casado y que Natalia, su mujer, para mantenerse, tuvo
que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras
Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina
que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el
tepache, que siempre le. quedábamos a deber y que nunca le
pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin
amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera
a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo
encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer
detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las
orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en
medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él
pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la
mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro."
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada
raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un
chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de
coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que
por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de
vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de
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armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y
mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a
nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no
conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al
Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito
después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el
toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba
en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al
Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano
mandándole un culat azo tras otro con el máuser, sin oír lo que le
gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que
no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó
la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del
jardín, donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que
antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura,
pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a
descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la
soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba
para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y
lo conociste como yo.
LA CUESTA DE LAS COMADRES
Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez
en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron
buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los
quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a
mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos
en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de
Zapot lán. Esto era desde viejos tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la
llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es
mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que
estaban encima de la tierr a, con todo y que, cuando el reparto, la
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mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a
los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un
pedazo de monte, con una mezcalera nada m&aacu te;s, pero donde
estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta
de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era
también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de
lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había
por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las
Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se
iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía
entre los encinos y no vol vía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era
todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué
había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me
gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los
Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz
para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba,
allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del
Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que
comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras
y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin
embargo, el maíz se pegaba bi en y los elotes que allí se daban eran
muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la
sal de tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de
echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se dab an en
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