El Transporte Como Metafora Social
carloslopez101015 de Febrero de 2014
6.574 Palabras (27 Páginas)330 Visitas
El transporte como metáfora moral
Mg. Miguel Ángel Polo Santillán *
UNMSM
“El hombre sin ley ni justicia es el peor de los animales.”
Aristóteles
Introducción
Luego de la década autoritaria y violenta de los 90, el resultado pretende ser el olvido y la continuidad. Aunque hay quienes quieren moralizar el país, este mensaje en valores no encuentra acogida debido a que no toca la fibra de nuestras instituciones sociales ni de sus prácticas. En lugar de promover el debate sobre cuestiones morales fundamentales, se prefiere seguir en las prácticas que nos llevaron a la misma inmoralidad de los 90. Tenemos que debatir las mismas bases de nuestra moral social que no nos permiten avanzar hacia una ética cívica. No es tanto el relativismo moral como las costumbres que conforman formas de vida, que en lugar de promover el desarrollo intelectual y moral, producen egoísmos y desencuentros que desarticulan la sociedad.
En este artículo pretendo reflexionar sobre nuestra moral social, sirviéndome del transporte como metáfora. El transporte público es tanto un problema social como una buena metáfora para hablar de la condición moral de nuestra sociedad; con este término incluiremos también el comportamiento de los peatones. El transporte en nuestra capital se ha vuelto un gran problema social, pero que no solamente hace referencia a la falta de planificación técnica ni decisión política. Con el problema del transporte también podemos leer nuestra cultura y nuestra moral, por lo tanto, nuestros problemas morales. Esta reflexión se mueve tanto en el plano político, social como personal, factores que podemos distinguir pero interrelacionados, presentes todos ellos en el trasfondo moral. Con ello, la intención final es revisar y replantear nuestras erradas concepciones morales, uno de los graves obstáculos de nuestro estancamiento social. Pero como nuestra condición social es tan compleja, no pretendemos haber tocado todos los factores relevantes de nuestra moral. Quedará suficiente espacio para seguir pensado este fenómeno complejo.
El toreo peatonal de la ley
Comencemos con una experiencia cotidiana: Mediodía. La policía de tránsito permite el pase del transporte por la carretera central. Los peatones tienen que esperar (o deberían) que la policía autorice el cruce de los peatones, pero impulsados no sé por qué instinto, comienzan a cruzar. Tienen que hacer a veces como cuatro paradas antes de cruzar definitivamente, mejor dicho, lo que hacen es “torear” los vehículos que vienen. De veinticinco personas que querían pasar, se han arriesgado quince. Y sin exagerar, hombres de diferentes condiciones y características: jóvenes, adultos, señoras con sus hijos menores, etc. Los observo y me pregunto ¿qué los lleva a moverse casi al unísono? ¿Impaciencia? ¿Ganar al tiempo? ¿Asuntos importantes? ¿Alguna urgencia? ¿Simplemente desafiar el peligro? ¿Instinto tanático? Cualquiera sea la respuesta, también manifiesta una tensión entre vida personal y autoridad pública. Por eso, también tiene que ver con la forma como entendemos las normas y la autoridad, es un asunto de violación de la ley, en este caso encarnada por la autoridad del policía. A partir de ahí quiero reflexionar sobre nuestro incumplimiento de la ley.
¿De dónde deriva la ley? Generalmente creemos que desde los demás (individuos pasados o presentes) hacia mí. Si hubo un contrato, otros lo decidieron. La ley es entonces sentida como algo externo, claro que el presupuesto de este sentimiento es la dualidad individuo-sociedad. Trazo mis límites en mi corporalidad y mi vida mental, fuera de ello no soy “yo”. La externalidad de la ley hace que la vivamos como imposición, obligación y sospecha. ¿Cómo no sospechar de ella cuando a través de nuestra historia las leyes han servido como armas de dominio de un grupo sobre otro? Volveremos sobre ello. Pero se requiere pensar de nuevo la fuente de la ley y aprender a discernir entre distintos tipos de leyes.
La ley puede ser interpretada de tres maneras diferentes. En primer lugar, las leyes pueden ser entendidas como expresión natural del hombre y la sociedad. Las leyes resultan siendo condiciones naturales de nuestra existencia, razón por la cual Sócrates se negó a escapar de la cárcel[1]. En segundo lugar, la ley como una condición formal, dada por hombres libres, que hace posible todo contrato social[2]. Desde este punto de vista, no podemos vivir desde los simples hechos y acciones, requerimos de leyes formales que protejan los derechos de los individuos. En tercer lugar, desde la perspectiva del individualismo moderno, la ley como algo externo, un instrumento externo de presión social y de dominio exterior para controlar nuestros instintos tanáticos. Parece que ninguna de estas formas de entender la ley funciona en nuestra mentalidad y sus formas de vida sociales, especialmente en las ciudades. Requerimos recrear el sentido de las leyes que revaloren tanto la comunidad, la libertad personal y la justicia. Es en ese encuentro que la ley puede tener un sentido renovado. Como veremos más adelante, las leyes sociales básicas contienen distinciones cualitativas morales, es decir, distinciones sobre lo que está bien o mal, si una acción es justa o no, correcta o no. Las leyes resultan de esas distinciones previas. De esa manera, el no respetar las normas de tránsito significa que no reconocemos o no queremos asumir dichas distinciones morales, es decir, que todo vale.
Cotidianamente debemos aprender a discernir entre los distintos tipos de leyes, no es lo mismo una norma de tránsito o el derecho a la libertad de reunión que una ley que autoriza explotar petróleo. Hay leyes que sustentan a las demás, que en las sociedades democráticas se encuentran plasmadas en la constitución política, cuyo sustento moral son los derechos humanos. Sin embargo, en distintos tipos de leyes, éstas expresan distinciones morales previas. El hecho que en nuestro país cada gobierno quiera reformular la constitución política ya es un indicador de nuestra inestabilidad moral y la falta de conciencia en la necesidad de establecer patrones morales claros y estables. Sin embargo, el principal problema de la “ley de leyes” ha sido que la ciudadanía no se siente identificada en esa carta magna, ella no expresa sus intereses, existiendo una brecha entre legalidad y cotidianeidad. ¿Cómo disminuir esa brecha? No hacer de la constitución un asunto de expertos, de técnicos ni de políticos, sino requiere convocar a la sociedad civil y abrir un debate sobre lo que realmente queremos los peruanos, dialogar para encontrar esos mínimos comunes en los cuales podamos reconocernos. Mientras no seamos conscientes de cuáles son nuestros bienes fundamentales, todo proyecto será una ilusión. Sin identificarnos con esos bienes fundamentales, cada uno querrá imponer sus bienes particulares a los demás. Si una comunidad política no sabe cuál es su finalidad última ni su jerarquía de bienes, entonces no tendrá identidad ni trabajará para un proyecto común.
Sin embargo, dada nuestra escasa tradición de debate moral, alguien podría preguntar: ¿podremos ponernos de acuerdo? Más aún, ¿por qué requerimos leyes? ¿Por qué necesitamos derechos? ¿No es mejor que cada uno haga lo que quiere? Un principio práctico y orientador que puede satisfacer nuestro espíritu de sospecha puede ser valorar la ley en tanto que tienda a una mejor interrelación social y cuidado personal. Por ejemplo, cruzar con el automóvil cuando está en rojo, o violar las normas de un concurso público para favorecer a allegados, o manejar en estado de ebriedad, o colocar a determinadas personas por favores personales o políticos, va en contra de ese principio. De lo contrario, la “protesta” y la “desobediencia civil” son siempre puertas abiertas ante las leyes injustas y arbitrarias, así como ante las violaciones de las leyes. Mientras haya leyes políticas que vayan en contra de las distinciones básicas previas, la desobediencia civil se convierte en un arma de la ciudadanía.
Autoridad, ni amo ni padre
La ley requiere de cierta autoridad. Así como la ley es concebida de distinta manera, también la autoridad es vista y sentida de distintas maneras. Una de las formas negativas que los peruanos vemos a la autoridad es como alguien que tiene poder al cual hay que desafiar. Una interpretación parecida es asumir la autoridad con una mentalidad paternalista. Solemos ver como los transportistas violan las reglas, no respetan las señales ni los semáforos, salvo cuando amenaza la presencia de la autoridad. Y cuando conversan con la autoridad suelen actuar de modo infantil: “jefecito, disculpe”, “mi capitán, la señora quiso bajar”, etc. Como cuando ante la presencia del padre, el niño de abstiene de hacer sus travesuras o se disculpa de ellos. La imagen represiva de la autoridad hace que descuidemos nuestra actividad y que la misma pierda su sentido orientador.
Esta visión negativa de la autoridad no permite ver que toda autoridad requiere nuestra autorización. En otras palabras, si no nos interesa la vida ni su dignidad, entonces nos importa muy poco autorizar a alguien ser vigilante de la vida social. La autoridad sin nuestra autorización (lo que le da legitimidad) carece de sentido. Por eso, aunque el policía no haya autorizado el cruce, nosotros cruzamos porque nos es indiferente la autoridad para nuestras vidas. Aunque el burócrata sabe que hay inspectores o supervisores, comete sus fechorías porque no siente a la autoridad como expresión suya ni como agente necesario
...